Mi general:
Lo único que puedo afirmar es que hoy, en el día de su muerte, mi general, siento como si me envolviera el torbellino enloquecido de una misteriosa máquina del tiempo. Vuelvo a revivir, como presa de una locura cósmica, las sensaciones de terror, miseria, esperanza y miedo que sentí hace miles de años.
No lo sé con seguridad, pero es probable que su nombre, mi general, haya entrado en mis oídos, en mi cerebro y en mi alma mucho antes que el de mi padre o incluso que el de Dios. Recuerdo perfectamente la primera vez que oí hablar de Dios. En cambio, su nombre es tan antiguo para mí como mi propio ser. Nací con usted, mi general, y usted ha dominado, guiado, conducido, frenado, vigilado y dirigido todos y cada uno de los pasos que yo he dado hasta hoy en la vida.
No ha habido nada, nada, nada, mi general, que yo haya hecho en esta vida sin contar directa o indirectamente con usted. Como buen padre, había trazado de antemano el sendero por el que yo debía pasar. Un sendero en el que se alternaban las espinas, la hierba fresca, el trigo maduro, el rastrojo en llamas y el fango. Con implacable indiferencia, con desgarrante desdén, usted movía a infinita distancia los hilos de mi vida. Yo los seguía, queriendo no seguirlos, pero sabiendo que era inútil rebelarme. Ha habido años, mi general, en que esos hilos pesaban como cadenas. Otros hubo en que, iluminados por la luna llena de la esperanza, los hilos parecían ligeros y suaves, mezclándose con la brisa del atardecer. Pero todos estos años, mi general, se han hecho tan largos, han sido tan duros, que ahora ya, como le decía antes… no sé qué decir.
Es muy extraño, pero yo a usted —que ha sido la persona más importante de mi vida— nunca le he visto, nunca le he tocado; nunca he cruzado el menor signo de comunicación exterior con usted. Siento lágrimas de mármol que resbalan por mis mejillas al darme cuenta hoy, ahora, de la inconmensurable importancia que usted, mi general, que ya no es más que tierra en la tierra, ha tenido en mi vida y la ausencia de existencia que yo he tenido en su vida. Los padres y los dioses dan la mano a los hijos cuando éstos empiezan a andar, ayudándolos en tropezones y caídas. Usted, mi general, sólo me ha ofrecido su propia soledad como un manto anchísimo que abarcaba todo mi mundo.
Su cadáver abandonado de vida, tan cadáver como los demás cadáveres —muertos en accidentes de carretera, derrotados por la enfermedad e incluso suicidas— me produce hoy vértigo. Es toda una parte fundamental de mi vida la que se va con usted. Mañana todo será distinto. Ni más alegre ni más triste, simplemente distinto.
“Todos los muertos son buena gente”, dice un refrán popular, y es probable que sea verdad. Es probable que para ser bueno haya que morir primero, porque resulta difícil guardarle rencor a los muertos. Yo estoy viva, ¿qué puede usted hacerme ahora? Frases como “F… dice o deja de decir”, “a F… no le gusta o le gusta mucho”, “tiene mucha mano con F…” no volverán a tener en mi cerebro ni en mi alma las cuerdas, tan sensibles, del misterio y la catástrofe. Hoy, mi general, es un día terrible: en la cruel batalla de la vida y la muerte, su muerte se confunde con mi vida.
En estos momentos, mi general, siento un dolor profundo y un desgarro impalpable, como si estuviera naciendo otra vez. Es, por fin, el dolor mortal de vivir. Adiós, mi general…
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(Tomado del catálogo de la exposición ¡Qué Cambio16! Las páginas de Cambio16 que hicieron historia, organizada por la Fundación Diario Madrid).


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