Inicio > Firmas > Estación en curva > Siempre hay quijotes
Siempre hay quijotes

En El verano de Cervantes, el libro soberbio en el que repasa sus lecturas del Quijote y va dando cuenta de cómo el ingenioso hidalgo y su escudero lo han venido acompañando en diversas etapas de su vida, recuerda Antonio Muñoz Molina la historia de un paisano suyo al que conoció de niño, un labrador de Úbeda que, tras participar como extra en la serie televisiva sobre el bandolero Curro Jiménez, se mimetizó de tal forma con el personaje al que le tocó representar de manera fugaz que paulatinamente lo fue incorporando a su propia persona. Se dejó crecer las patillas, comenzó a salir a la calle con las mismas ropas con que lo vestían delante de las cámaras, se dejaba ver montado en un caballo blanco. Tras la emisión del último capítulo abrió un bar en los bajos de su casa y lo decoró como si se tratara de una taberna de la época de Fernando VII o de la Guerra de la Independencia. El la atendía con sus ropajes de bandolero, su montura amarrada en la verja de la ventana, y se fotografiaba con los turistas que muy esporádicamente se dejaban caer por allí atraídos por el reclamo del rótulo, que evidentemente aludía a aquella producción audiovisual donde el buen hombre consideraba que había obtenido una gloria tan apabullante como efímera. Envejeció y empezó a teñirse con betún negro las patillas encanecidas. Cerró su negocio y dejó de montar a caballo, pero continuó disfrazándose para salir a la calle hasta el final de sus días, preso de la ficción donde se había encerrado y de la que no quiso o no pudo salir.

"Siempre hay quijotes, aunque a veces pasen inadvertidos, bien porque llevan al personaje por dentro o bien porque lo que hace tiempo llamaba la atención no nos resulta tan extraño"

Siempre hay quijotes, aunque a veces pasen inadvertidos, bien porque llevan al personaje por dentro o bien porque lo que hace tiempo llamaba la atención no nos resulta tan extraño. En Mieres, cuando yo era niño, había un hombre que se hacía llamar Johnny e iba por ahí vestido como un sheriff del Lejano Oeste, pistola incluida. Lo encontrábamos siempre a la puerta del colegio, y si íbamos hacia él y le pedíamos que desenfundase se llevaba la mano derecha al cinturón con una soltura que juzgábamos vertiginosa para, en vez de empuñar el revólver, meter la mano en el bolsillo y sacar unos cuantos caramelos. Se lo veía también en el parque o caminando por las calles, pendiente de cualquier anomalía que se diera en el aburrido orden cotidiano, probablemente deseoso de que le saliera al paso una aventura que nunca se presentaba. Como es natural, corrían leyendas jocosas o grotescas acerca de sus andanzas; una de ellas relataba cómo en cierta ocasión había disparado en el culo de su vecina, quien habría desistido de denunciarlo después de que unos cuantos allegados la convencieran de que el viejo Johnny no lo había hecho por odio, sino por descuido. Durante toda mi niñez aquel hombre fue parte del paisaje, y tan natural y consabida era su presencia que nadie se extrañaba de que anduviera entre nosotros un tipo que iba de acá para allá vestido de cowboy —me parece que en el carnaval cambiaba su atuendo por uno de mexicano y que también usaba uniforme de legionario, al menos yo recuerdo haberlo visto de esa traza alguna vez— como si eso fuera lo más normal del mundo.

"Su empecinamiento en hacerse pasar por quien no era terminó por granjearle un reconocimiento"

Como siempre ocurre, nos fuimos haciendo mayores y dejamos de pedirle caramelos, comenzaron a interesarnos otras cosas y su estampa se terminó diluyendo en el transcurrir de la vida: seguía estando ahí —supongo que cada vez más viejo y menos ágil, no sé si aún frecuentaba la puerta del colegio cuando nosotros íbamos ya al instituto—, pero no lo veíamos y ni siquiera sé si llegué a enterarme de su muerte. Ahora sé que falleció un poco antes de que llegara yo a la mayoría de edad y que su nombre real era Pergentino. Hace un tiempo encontré una necrológica firmada por José Luis Argüelles en la que contaba que había trabajado como minero en Nicolasa y alguien que había llegado a conocerlo a través de uno de esos giros de guion inverosímiles que tiene a veces la vida —creo que fue el editor Pepo Paz— me dijo que en los veranos oficiaba de árbitro de fútbol en Tapia de Casariego. Su empecinamiento en hacerse pasar por quien no era terminó por granjearle un reconocimiento algo mayor que el que obtuvo el paisano de Muñoz Molina: tras su muerte, a Johnny le levantaron en Ablaña, su pueblo natal, un busto que nunca he visitado y que evoca sus andanzas por aquel Mieres que en los últimos aldabonazos del siglo pasado empezaba a ver cómo se desmoronaba un mundo. Quizá también él, como la criatura de Cervantes, eligió construir su propia realidad para no tener que habitar en una que amenazaba con echar abajo todo lo que había conocido.

4.8/5 (57 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios