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No había costumbre: Crónica de la muerte de Franco, de Miguel Ángel Aguilar

No había costumbre: Crónica de la muerte de Franco, de Miguel Ángel Aguilar

Desde el recuerdo de su puesto en la redacción de la revista Posible —una publicación progresista duramente vigilada por la censura—, Miguel Ángel Aguilar relata cómo se vivieron aquellos días, caracterizados por el secretismo, la desinformación oficial y la parálisis institucional. El título, No había costumbre, alude a la imposibilidad de imaginar la desaparición del Caudillo, como si la finitud no le correspondiera. Aguilar reconstruye, con agudeza y un fino humor, las tensiones políticas y periodísticas del momento, así como los intentos de la dictadura por controlar el relato de la agonía.

A continuación, reproducimos un fragmento del arranque de No había costumbre: Crónica de la muerte de Franco.

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CAPÍTULO I

La flebitis de Franco de la que nadie sabía

«Cuando murió Franco, el desconcierto fue grande [pausa]: no había costumbre». Ese era el dictamen certero de Julio Cerón Ayuso en la tribuna de la II Lección Conmemorativa Pascual Madoz que, bajo el título «España le sienta bien a Europa; ¿le sienta bien Europa a España?», dictó en Madrid el 3 de diciembre de 1984. Efectivamente, ese desconcierto grande que reinaba cuando murió Franco tenía como causa la falta de costumbre: durante cuatro décadas se había instalado la convicción de su inmortalidad.

En aquel Madrid de aquellos tiempos, no se hablaba en público nunca de la salud y de la edad de Franco, ni siquiera con ocasión de su cumpleaños, el 4 de diciembre, efeméride que pasaba inadvertida, sin rastro de celebración alguna. Tan sólo en octubre de 1969, de vuelta del veraneo reglamentario, al iniciarse el curso político, surgió algún leve comentario entre los «pardólogos», o en el círculo de quienes estaban en «la pomada», es decir, de los bien conectados con el entorno del Generalísimo, acerca de que durante una cacería había tenido una lipotimia sin consecuencias, de la que le atendió su médico personal desde los tiempos de la Guerra Civil, el doctor Vicente Gil García, quien hacía compatible esa tarea al lado de Su Excelencia el Jefe del Estado con la de presidente de la Federación de Boxeo. De otra cacería por esos mismos días se contaba que en esa ocasión los afectados por lipotimias habían sido dos de los ojeadores. Parece que llegada la hora del almuerzo Franco se interesó por saber qué tenían los ojeadores que se habían desvanecido y el doctor Vicente Gil, con el laconismo propio de su estilo, le respondió: «Hambre, Excelencia, tenían hambre».

El caso es que a través de leves incidencias empezaban a filtrarse informaciones a tenor de las cuales Franco se asemejaba a un ser humano. En esa línea, dentro de las celebraciones por los veinticinco años del final de la Guerra Civil, en 1964, Franco quiso que se hiciese un documental sobre su figura, que dirigió José Luis Sáenz de Heredia y se tituló Franco, ese hombre. De ahí que algunos, más atrevidos, aplicando las reglas de la lógica aristotélica, razonaran que, si se acabara por verificar la naturaleza humana de Franco, si Franco era un hombre, dado que todos los hombres son mortales, se deduciría de modo apodíctico que «Franco era mortal». En todo caso, Franco atribuyó siempre carácter vitalicio a su mandato y cada vez que se expandían los rumores de que daría paso al príncipe, cuando ya lo había designado como sucesor a título de rey, se desencadenaba atronador el desmentido más rotundo. Aprovechaba, además, alguna comparecencia pública para lanzar desde su residencia de El Pardo o desde alguna tribuna solemne aquello de que «quien recibe el honor y acepta el peso del caudillaje no puede darse al relevo ni al descanso». De diversas maneras el general disipaba cualquier duda que hubiera surgido reiterando la promesa, que a unos alegraba y a otros deprimía, de que «mientras Dios me dé vida estaré con vosotros».

Carlos Arias Navarro con el general Franco

Para evitar referencias directas que unieran en la misma oración gramatical el sujeto «Franco» y el predicado «es mortal», se preferían expresiones como la de «cuando se cumplan las previsiones sucesorias» o, algunos años después, la de «cuando suceda el hecho biológico». Entre quienes habían acompañado y alentado al general Franco y, sobre todo, entre los fervorosos de la «adhesión inquebrantable» y los beneficiarios del Régimen que personificaba el Generalísimo, cundía la preocupación de qué sería de ellos el día inevitable en el que llegara a faltarles, tribulaciones que pretendían alejar de sus pensamientos, palabras y obras. Por eso, les atormentaba la sensación de que pudiera estar aproximándose un eclipse cuya fecha, a diferencia de los astronómicos, era imposible prever con exactitud. El caso es que empezaba a instalarse con fuerza creciente la pregunta «Después de Franco, ¿qué?», a la que algún entusiasta del Régimen, como Jesús Fueyo, director del Instituto de Estudios Políticos, parecía haberle encontrado como respuesta inatacable que «Después de Franco, las instituciones». Pero sostener la perennidad de las instituciones franquistas una vez muerto Franco era un ejercicio de alto riesgo, porque esos órganos, a todas luces, carecían de la legitimidad y de la fortaleza necesarias para resistir la ausencia de su fundador. Por mucho que el artículo primero de la Ley de Principios del Movimiento Nacional dijera que esos principios eran por su propia naturaleza permanentes e inalterables.

En el libro colectivo El golpe: Anatomía y claves del asalto al Congreso, escribí:

En sociología hay instituciones de hoja perenne y de hoja caduca, como sucede en botánica con las plantas. Y en el régimen franquista había instituciones nacidas con él que llevaban anillada su fecha de caducidad. No eran susceptibles de ser trasvasadas, se quedarían del otro lado del umbral del nuevo régimen que viniera después. Otras instituciones, por el contrario, formaban parte del equipaje habitual de todo Estado, y su necesidad ulterior no podía ser discutida. Esas instituciones de hoja perenne —las Fuerzas Armadas, la Justicia, la Iglesia— sucede que poseen un oscuro instinto corporativo que impulsa por adelantado a algunos de sus miembros a asumir posiciones de vanguardia, en consonancia con los nuevos tiempos que se anuncian, salvando así del juicio condenatorio al colectivo del que proceden, aunque ellos personalmente se quemen en tan noble intento.

En todo caso, la historia señala que los regímenes personales, como el de Franco, parecen abocados a extinguirse a partir de la fecha de la muerte de su fundador. No hubo estalinismo sin Stalin, ni maoísmo sin Mao, y la continuidad del franquismo sin Franco, confiada por Jesús Fueyo a las instituciones, parecía una quimera. El propio Franco dijo en el Cerro de Garabitas de la Casa de Campo de Madrid el domingo 29 de mayo de 1962, durante la concentración allí convocada por la Hermandad Nacional de Alféreces Provisionales, aquello de que «detrás de mí todo quedará atado y bien atado y garantizado por la voluntad de la gran mayoría de los españoles y por la guardia fiel de nuestro Ejército» [cursivas mías]. Es decir,  «menos lobos, Caperucita»: el Ejército exhibido como garante de la perpetuidad del Régimen.

Franco había ido estableciendo, a lo largo de su interminable mandato, diversas previsiones sucesorias, reservándose sine die la potestad de designar a quien hubiera de sucederle en la Jefatura del Estado, sin atarse a fecha ni plazo alguno. Así, al terminar la Segunda Guerra Mundial con la derrota del Eje, el general superlativo ve necesario tomar distancia de los vencidos y desprenderse de la gesticulación y de la retórica «nazifascista», que propiciaban los falangistas, y ensaya un barniz distinto, dictando el 26 de julio de 1947 la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, en cuyo artículo primero se dice que «España, como unidad política, es un Estado católico, social y representativo que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino».

Miguel Ángel Aguilar en El Aaiún con el Polisario

Un reino sin rey. Un reino cuyo titular teórico de la Corona, don Juan de Borbón y Battenberg, tiene una y otra vez prohibido el acceso a su país. Un reino, en fin, en el que era un deporte bien remunerado insultarle y descalificarle con los peores adjetivos y con las acusaciones más innobles, mientras la prensa y la radio del Movimiento le tildaban de «masón», «borracho», «mujeriego» y «antipatriota» y en la enseñanza pública se fomentaba la más aviesa animadversión hacia la monarquía.

Un reino en el que se habían registrado muchas guerras dinásticas y que ahora quedaba supeditado a una ambigua Ley de Sucesión, donde se establecía que sólo podrían ser designados sucesores a título de rey, los candidatos de estirpe regia, según el artículo octavo, que reunieran las condiciones fijadas en el artículo noveno de la misma Ley, a saber: «ser varón y español, haber cumplido la edad de treinta años, profesar la religión católica, poseer las cualidades necesarias para el desempeño de su alta misión y jurar las Leyes Fundamentales, así como lealtad a los Principios que conforman el Movimiento Nacional».

De ahí que un colega del diario Madrid, Jean Pierre de Gandt, tuviera la humorada de compilar la lista de las personas que, siendo de estirpe regia, reunían las condiciones legales exigidas que acaban de mencionarse. Así que no había un heredero a quien correspondiera la corona sino hasta setenta y dos legítimos aspirantes, si se sumaban todas las diferentes ramas dinásticas. Es decir, un reino donde con ambigüedad extrema se dejaban abiertas todas las opciones, que Franco alentaba o dificultaba con particular deleite, fomentando de paso las divisiones según le conviniera en cada momento para que incluso el candidato más probable se sintiera inseguro y garantizarse así que ninguno le hiciera sombra ni se desmarcara.

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Autor: Miguel Ángel Aguilar. Título: No había costumbre: Crónica de la muerte de Franco. Editorial: Ladera Norte. Venta: Todostuslibros.

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