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Una cuesta en Granada

Una cuesta en Granada

De todos los caminos que conducen a la Alhambra, quizá el más frecuentado sea el que traza la Cuesta de Gomérez, esa pendiente sinuosa y prometedora que nace en el costado suroriental de la Plaza Nueva y, tras ascender entre posadas y tabernas, cruza la Puerta de las Granadas para extraviarse en las frondosidades de las arboledas que anuncian la inminencia del prodigio nazarí. En ella se encontró Emilia Llanos con Antonio Gallego Burín el 17 de agosto de 1936, cuando se dirigía a la casa de Manuel de Falla para preguntarle si podía averiguar algo acerca del paradero de Lorca. «No molestes a Falla, Federico ya está muerto», le dijo Gallego Burín, y se preguntaba Víctor Fernández hace poco, al recordar ese episodio, cómo pudo enterarse él tan pronto de una noticia que aún ignoraba el mundo. ¿Fue aquella advertencia una mera enunciación de lo ocurrido o una premonición fatídica que se vaticinaba irreversible? No sé si llegará a haber nunca respuestas firmes, evidencias que disipen esa bruma que se cierne sobre las jornadas que transcurrieron entre el prendimiento en la casa de la calle Angulo y el fusilamiento en los predios de Víznar, esa línea de sombra que oscurece el perfil de una ciudad condenada a debatirse entre la belleza mayestática de unos rincones donde no cabe concebir otra patria que el ensueño y la pena que emana de aquel crimen que no deja de doler, como el desgarro de un puñal atravesado en el corazón de la conciencia.

"Esa herida le sangró siempre a Emilia Llanos, que al igual que Luis Rosales se lamentó toda la vida de no haber sido capaz de salvar la vida de su amigo"

Esa herida le sangró siempre a Emilia Llanos, que al igual que Luis Rosales se lamentó toda la vida de no haber sido capaz de salvar la vida de su amigo, y quiso cauterizarla ayudando a Agustín Penón en su intento por descifrar las claves de una tragedia que también acabó malbaratando su destino. Una noche me hicieron Miguel y Emilio la ruta por los lugares del oprobio, el portal maldito y el edificio que acogía las dependencias del Gobierno Civil, al final del día en que rompí el maleficio que me había llevado a asumir como propio aquel remordimiento de Alberti cuando se lamentó, en pleno exilio, de no haber pisado nunca la ciudad donde tan feliz solía ser su amigo, aquélla en la que quiso hallar un refugio que se volvió emboscada. Él pudo resarcirse con el regreso de la democracia. Entró en Granada por la Puerta de Elvira, que fue la misma por la que salió Boabdil camino de su destierro y la que protagonizó el estribillo de la gacela lorquiana que fascinó a un joven canadiense llamado Leonard Cohen, y se fue encaminando desde ella hasta la plaza de Bib-Rambla, siguiendo los pasos del rey moro del romance. Tuvo aquella visita una connotación celebratoria que no creo ajena a la melancolía: no pudo cumplir Alberti tardíamente su promesa de visitar la Huerta de San Vicente, donde se conserva el escritorio en el que Federico ponía a punto sus libros y la cama donde dormía frente a una ventana con vistas a Sierra Nevada, y tampoco tuvo tiempo de recorrer con pasos morosos la Carrera del Darro hasta desembocar en el Paseo de los Tristes ni de extraviarse luego por las callejas empinadas del Albaicín para contemplar el refulgir del crepúsculo desde el Mirador de San Nicolás. Allí el sol se deja caer con la pereza que supo enunciar el viejo Hemingway mientras imprime matices nuevos sobre las piedras rojizas de la Alcazaba, teje relieves inesperados en las almenas de la Torre de Comares, enciende con su ocaso el claustro circular del Palacio de Carlos V y se derrama perezoso por las laderas de la colina en un suspiro que se confunde con el rumor cristalino de las aguas mansas del río y las acompaña hasta su escondite bajo los puentes. En la contemplación serena de ese espectáculo perfecto, rotundo, irrefutable, la ciudad se mece al arrullo de su historia y uno siente que puede acariciarla como se acaricia a un animal dormido. En ninguna parte del mundo suena el paisaje como en Granada. Lo dijo Manuel de Falla, que la conocía bien porque vivió en un carmen que aún se conserva en la Antequeruela Alta, donde desiste el Realejo de su empeño por alcanzar el cielo. Hacia allí se dirigía Emilia Llanos con el propósito de salvar la vida de su amigo del alma, aquél a quien ya no podría visitar Rafael Alberti, cuando se encontró con Gallego Burín. La Cuesta de Gomérez la caminan hoy viajeros y turistas que, ajenos a la breve tragedia que se escenificó sobre sus adoquines, van en busca de los bosques de la Alhambra y apenas reparan en la estatua de Washington Irving y se detienen de vez en cuando a beber un poco de agua de las fuentes. La vida sigue, pero hay quien se resiste a que el futuro sea sinónimo de olvido. Hace unos años, lo recordaba también Víctor, apareció en un muro de la Cuesta una pintada: «A Lorca lo asesinaron los fascistas». Una verdad tan seca y tan amarga como una noche sin luna.

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