Este libro reúne ciento sesenta cartas, la mayoría inéditas, de aquel pensador que en cierta ocasión dijo: “Busque la verdad sobre un autor en su correspondencia, más que en su obra. La obra suele ser una máscara”.
En Zenda reproducimos el prólogo de Manía epistolar (Taurus), de E. M. Cioran.
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PRÓLOGO
Como he tenido la suerte de no haber practicado nunca un oficio ni trabajado en libros serios, he dispuesto a lo largo de los años de muchísimo tiempo, favor reservado, en principio, a los vagabundos y las mujeres. Vagabundos los hay cada vez más, pero no se dignan a escribir; en cuanto a las mujeres, hoy van a la oficina, infierno idiotizante. La carta como género está amenazada, porque eran ellas las que sobresalían en él. Hoy no se concibe a una madame du Deffand, si no la más grande, seguramente la más profunda de las epistológrafas. Ciega e insomne, dictaba a su secretario hasta altas horas de la noche sus misivas, cuyos principales destinatarios fueron Voltaire y Walpole. Nunca se ha dicho nada tan agudo sobre la más devastadora de las experiencias: la del hastío, privilegio, justamente, de quienes dicen disponer de todo su tiempo. Aburrirse es mucho más duro que trabajar, aunque sea en el fondo de una mina, aburrirse es registrar la nulidad de cada instante con la certeza de que el siguiente va a ser aún más nulo.
Soy incapaz de releer las novelas de Flaubert; sus cartas, en cambio, siempre están vivas. No se dirá lo mismo, excepción trágica, de las de Proust, exasperantes hasta lo indecible, insoportablemente ceremoniosas, escritas por un hombre mundano que quería esconder su vida a toda costa. Nunca he intentado releer una sola, mientras que los dos últimos volúmenes de En busca del tiempo perdido, El tiempo recobrado —que son lo más sutil que se ha escrito sobre la ignominia de envejecer—, los he leído y releído con una avidez casi convulsiva.
Dejemos los grandes ejemplos. En este ámbito, donde la indiscreción es la regla, cada cual ha vivido sus experiencias personales y es legítimo hablar de uno mismo sin caer necesariamente en el pecado del orgullo. Al haber tenido la ventaja, como dije antes, de ser un desocupado, he escrito un número considerable de cartas. La mayoría se han perdido, sobre todo las de mi juventud. Si lo lamento no es porque tuvieran el menor valor objetivo, sino porque solo a través de ellas habría podido reencontrar al que era yo antes de mi llegada a Francia, con veintiséis años. Como me falta el único recurso que tengo para reconstruir a ese personaje, solo guardo de él una imagen abstracta. Vivía en una ciudad de provincias desde donde escribía a una amiga de Bucarest, actriz y… metafísica, largas cartas sobre mi condición de loco sin locura, que es el estado de cualquiera a quien le ha abandonado el sueño. Pues bien, ella acabó contándome, hace unos años, que había arrojado al fuego, con una zozobra muy poco metafísica, mis lucubraciones epistolares. Desapareció así el único documento crucial sobre mis años infernales. Los cinco libros que había escrito en rumano en esa época me resultan más o menos ajenos y me parecen a la vez vivos e ilegibles. En el fondo los libros son accidentes; las cartas, sucesos: de ahí su soberanía.
Las importantes, mucho más que las nuestras, son las que recibimos. En 1949, cuando publiqué Précis de décomposition [Breviario de podredumbre], mi primer libro en francés, en la buhardilla de un hotel del Barrio Latino recibí de una desconocida una carta exaltada hasta el delirio que en ese momento me hizo decir: «Después de esto es inútil seguir escribiendo. Tu carrera ha terminado». Fue una sensación de apogeo y de final. Febril, con el corazón palpitante, salí a la calle, incapaz de permanecer solo más tiempo. Mi existencia de eterno estudiante acababa de cobrar un sentido. La autora de esa epístola, una provinciana muy joven, a la que vi más tarde una sola vez, me dio en aquella ocasión detalles inauditos sobre su vida que no me está permitido revelar.
Al holgazán, el intercambio epistolar le da la ilusión de la actividad. No hay nada con que se ufane más que llevando cada día una carta al correo. Durante mucho tiempo mantuve una correspondencia sin objeto con toda clase de chiflados. Pero es con las mujeres, chifladas o no, con quienes el carteo tiene su miga, porque con ellas nunca se sabe. Desde hacía más de un año una señora me colmaba regularmente de elogios desmesurados, ditirambos que os harían palidecer de vergüenza. No la conocía y no tenía ningunas ganas de conocerla. Una tarde, sumido en ideas negras, sentí de pronto la necesidad de oír mentiras agradables, tranquilizadoras, capaces de alejar los argumentos, insidiosos y convincentes, del desprecio a uno mismo. Así que llamé a la señora. Primera sorpresa: una voz acariciadora, irresistible. Le dije que me encantaría charlar un poco con ella. Una hora después estaba delante de mi puerta. Al verla me eché a reír, lo que no pareció molestarle. Era una vieja encorvada, bajita, casi enana, con un vestido extravagante, y además llevaba gafas oscuras. La invité a pasar y le dejé que hablara. De pie, durante cuatro horas, me contó su vida y milagros con profusión de gestos y detalles (no se le quedó nada en el tintero, ni siquiera la noche de bodas), con un talento inesperado y un lenguaje ora refinado, ora crudo, que me hicieron pasar de la consternación al enternecimiento y del asco a la complicidad. ¡Lástima que sea el único que saborea esas maravillas y esos horrores!, me repetía yo todo el tiempo. No hace falta aclarar que permanecí casi mudo toda la velada. ¿Qué fue lo que me llevó a presenciar esa actuación excepcional? Mi curiosidad morbosa por la gente, mi manía de escribir cartas y contestar a las que me escriben. Ahora ya no puedo contar con esa manía, me ha abandonado, y esta deserción me ha enseñado, mucho más que cualquier otro síntoma, que a partir de ahora debo conformarme con el papel vergonzoso del superviviente.
E.M. Cioran
París, 1984
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Autor: E. M. Cioran. Título: Manía epistolar. Editorial: Taurus. Venta: Todos tus libros.


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