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La habitación del pánico

La habitación del pánico

Nos envía Javier Serena una fotografía de la habitación 205 del hotel Cervantes, en Montevideo. Lo han alojado en ella y está contento, cosa que es normal porque se trata del cuarto con más solera de todos los del establecimiento, que aunque ya no se llama así mantiene su aura legendaria gracias a las visitas que frecuentemente hacemos los lectores más o menos avisados que nos dejamos caer por la ciudad. Yo lo visité hace unos años gracias a las gestiones de mi amigo Jaime Clara, que me hizo una entrevista para la televisión en sus salones, y supimos por la recepcionista que la propiedad del hotel acababa de cambiar de manos y que sus anteriores dueños se habían dedicado a alquilarlo para orgías, lo cual le había conferido una reputación discutible que ahora intentaba desdecir. No pudimos subir hasta la 205, no recuerdo si porque estaba ocupada en aquellas fechas o porque, tras un cambio que habían realizado los nuevos propietarios en la numeración de las habitaciones, la que ahora llevaba ese número no era la misma que lo había lucido hasta entonces y, por lo tanto, quedaba disuelta cualquier tentación de apelar al misterio. No me importó demasiado, porque al fin y al cabo estaban pisando mis pies lo que no dejaba de ser un lugar mítico, y me sentí más que satisfecho con el privilegio de pasear por su vestíbulo y sentarme en sus sillones.

"Por las mismas fechas en las que Cortázar escribía su relato, otro argentino, Bioy Casares, pergeñaba un cuento en el que se mencionaba ese mismo hotel"

Tampoco se siente defraudado Javier. Reconoce que la disposición de las ventanas no cuadra con lo que debería ser, pero confiesa que la fuerza de la realidad no es en este caso tan potente como para echar al traste sus veleidades mitómanas. Estar en la 205 del Cervantes es estar en la habitación de «La puerta condenada», uno de los relatos más sutilmente terroríficos de Julio Cortázar. En él, un personaje llega a Montevideo en el llamado Vapor de la Carrera, un antiguo barco nocturno que comunicaba las dos orillas del Río de la Plata. Se aloja en ese mismo cuarto y escucha todas las noches a un niño llorando. El llanto parece provenir de la habitación contigua, que descubre comunicada con la suya a través de una puerta tapiada y escondida en el fondo de un armario y donde en teoría se aloja una mujer que viaja sola. Esas páginas magistrales bastarían para convertir al viejo Cervantes en leyenda, pero aún hay otra cuestión que refuerza su peculiaridad: por las mismas fechas en las que Cortázar escribía su relato, otro argentino, Bioy Casares, pergeñaba un cuento en el que se mencionaba ese mismo hotel y cuyo argumento discurría por derroteros similares. En «Un viaje o El mago inmortal» hay otro personaje que también llega a Montevideo en el Vapor de la Carrera y dispuesto a alojarse en el Cervantes, aunque un error del taxista lo termina arrojando en otro hotel donde, al igual que ocurre en la narración de su compatriota, escucha sonidos inesperados y hasta indeseables ―en este caso, una conversación entre un hombre y una mujer― en el cuarto de al lado. Pudiera pensarse que en el argumento de Bioy el Cervantes ocupa un papel meramente anecdótico, pero su mención guarda más paralelismos de los que parece a primera vista con el lugar que ocupa en el texto cortazariano: en ambas historias el hotel actúa como paradigma de lo real ―el protagonista de la narración de Bioy pretende hospedarse en él porque lo conoce: ha estado otras veces y guarda recuerdos claros de sus instalaciones y sus vistas― y en las dos ese anclaje terrenal queda desmentido por la irrupción de lo extraño ―en un caso porque sucede allí algo inesperado, en el otro porque la imposibilidad de llegar a él suscita la irrupción de lo que no se comprende―, hasta el punto de difuminar todas las fronteras posibles entre las certezas y lo insólito.

"Cuenta Vila-Matas en su fenomenal Montevideo que él fue uno de los que quiso contemplar con sus propios ojos aquel lugar con el que tanto había fabulado"

Quizá no sea tan casual el que dos escritores que compartían época y raigambre sentimental se sintieran interpelados por el mismo escenario. Según se cuenta, el Cervantes era un hotel bastante clásico en aquellos tiempos, posada habitual de los viajeros que llegaban a la capital uruguaya con cierto acomodo. Se abrió en 1927 en el Barrio de las Artes, en pleno centro de Montevideo, y hasta contó con un teatro anexo antes de que, por las razones que fueran, perdiera su prestigio o su gracia o su abolengo. Ignoro si en esos tiempos de declive aparecían de vez en cuando ante sus puertas, tal y como se dejan ver ahora, visitantes atraídos por el enigma de Cortázar, y acaso también por la coincidencia entre su relato y el de Bioy. Cuenta Vila-Matas en su fenomenal Montevideo que él fue uno de los que quiso contemplar con sus propios ojos aquel lugar con el que tanto había fabulado. Yo ya lo sabía antes de leer su libro, porque su paso por la capital uruguaya había precedido al mío en unos pocos meses, y cuando llegué a la ciudad aún persistían sus ecos. Ricardo Ramón Jarne, que nos hizo de anfitrión tanto a él como a mí, me contó que quiso gastarle una broma anunciándole que iba a alojarlo en la 205 del Cervantes, que puede ser toda una habitación del pánico para los letraheridos supersticiosos. «Tú lo que quieres es que no me deje dormir el niño», respondió.

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