Ilustración de portada: David Bastos
A continuación reproducimos la undécima entrega de la serie de relatos Crónicas desde El Cabo, de Patricia García Varela.
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Arturo Pérez-Reverte ha dicho en más de una ocasión que “todas las mujeres inteligentes tienen una soledad personal”, reflexión con la cual no puedo estar más de acuerdo. Creo que todas las personas inteligentes llevan de forma inherente cierta tendencia a la soledad, pero quizás sea en las mujeres donde más subrayada está la necesidad de introspección y autoconocimiento, porque el entorno así lo demanda. No es tanto una elección como una consecuencia, no siempre bien recibida por aquellos que las rodean.
Mujeres que, en su gran mayoría, —y cuanto más avanzada es su edad, más evidente se vuelve— , han tenido vidas laborales marcadas por la precariedad. Han trabajado toda su vida sin contratos, dedicándose a las labores del hogar y del campo, o encadenando empleos mal remunerados y sin derechos. Esto las ha abocado a cobrar pensiones paupérrimas: poco más de 800 euros mensuales, y en el caso de la no contributiva, menos de 600. Las viudas, al menos, pueden compatibilizar sus ingresos con la pensión de viudedad. Las solteras ni siquiera eso. La independencia, en estos casos, se paga cara. Sea en el campo o en la ciudad, datos del Instituto Nacional de la Seguridad Social (INSS) ponen de manifiesto que las pensiones que reciben las mujeres son un 40% más bajas que las de los hombres en el tramo de edad comprendido ente los 70 y los 79 años, unos 500 euros de diferencia. Esto es la actualidad, nuestro hoy, por mucho que en La vida cañón Analía Plaza nos pinte una sociedad dividida entre pensionistas que se encienden los cigarros con billetes de 200 euros y millennials que lloran por no poder comprarse unas bragas ni a plazos.
Mujeres solteras en el ámbito rural nunca han faltado: larga es la tradición de quedarse a vestir santos para cuidar de los padres o de familiares enfermos, mientras que los hermanos heredaban la casa familiar y el predio. Y en el caso de los matrimonios, eran los hombres quienes figuraban como titulares de las explotaciones agrícolas, mientras que ellas aparecían como cónyuges en la categoría de “ayuda familiar”, sin reconocimiento jurídico ni económico. Así lo marcaba la tradición. Una tradición que, curiosamente, siempre supo muy bien a quién le tocaba el papel invisible.
Esta dañina tradición es la que ha conseguido que muchas mujeres mayores rurales vivan actualmente en la pobreza. Mujeres que viven en aldeas perdidas que en caso de urgencia van a casa de sus vecinos, —con miedo a molestar—, para que las lleven en coche al centro de salud más cercano, ante la ausencia total de transporte público.
Viven en casas de piedra, con puertas de madera desvencijadas que quedan preciosas en las fotos de Instagram que hacen los caminantes los domingos por la tarde, mochila al hombro, mientras comentan lo abandonado que está todo y lo vagos que deben ser quienes tienen así un sitio tan bonito.
Pese a la soledad de muchas, tampoco faltan las visitas que pasan una vez al año, sólo para comprobar que la casa sigue en pie y el tejado intacto. Para decir aquello de “en el pueblo estás mucho mejor, porque te apañas con mucho menos”, mientras calculan las posibilidades de heredar y el coste de la futura reforma. Vivir, se vive. Pero ¿a qué precio? Uno siempre puede sobrevivir en las condiciones más insospechadas.
Con la despoblación del medio rural crece la falta de servicios, y en el caso de las personas ancianas, la desatención es flagrante. En territorios donde el envejecimiento poblacional es evidente, —y por tanto debería ser el primer foco de atención—, la falta de residencias de la tercera edad, de centros de día y de medidas de prevención de la dependencia resulta escandalosa.
Se ha impuesto la digitalización para relacionarse con todo lo referido a la Administración. Si a cualquier persona adulta ya le cuesta entender qué documento le están pidiendo o cómo renovar el maldito Certificado Digital sin perder la cabeza, imagínense a un anciano de 80 años, con una cobertura telefónica penosa. El acceso a ayudas o programas específicos para la tercera edad se queda en agua de borrajas cuando es el propio anciano quien debe solicitarlos, más aún desde un entorno rural que urbano. Peor todavía cuando la solicitante es una anciana acostumbrada a no pedir nada a nadie.
Las ancianas del rural están acostumbradas a tirar adelante como sea. Son mujeres fuertes, curtidas por años de trabajar duro, de sacar adelante su casa y su familia, a cuidar a todos los demás antes que a ellas mismas. Una vez más, la tradición y las costumbres en las que fueron educadas juegan en su contra, haciéndolas pasar sin molestar, sin hacer ruido. Soportan vivir en condiciones terriblemente precarias que, en la España del siglo XXI, deberían avergonzar a cualquier gobernante. Pero como no son “rentables” ni política ni económicamente, se las invisibiliza.
Paradójicamente, en una España cada vez más envejecida, donde la figura de la mujer se reivindica desde todos los ámbitos, nadie parece preocuparse por los derechos de las más ancianas. Mucho menos de las del rural. Como si no existieran. Como si no hubieran sido parte fundamental del desarrollo de nuestra sociedad y de nuestra historia. Se las sigue manteniendo calladas, negando sus necesidades más primordiales.
Derecho a una vivienda salubre, con subvenciones ágiles y acordes a sus pensiones para poder afrontar reformas indispensables. Derecho a la atención médica domiciliaria, aún en la aldea más remota de cualquiera de nuestras comunidades autónomas. Derecho, en definitiva, a una vejez digna. No debería importar en qué lugar has nacido si lo has hecho dentro del mismo Estado. Todos los ciudadanos debemos ser iguales ante la Ley, pero también a la hora de recibir los mismos beneficios. Algo que, en este país nuestro, parece cada vez más utópico.
Cuidar a nuestras ancianas de hoy es poner las bases para las de mañana, —que serán muchas más en número—. Es ir armando los mimbres de nuestro futuro cercano. Hoy a nadie le gusta pensar en la vejez ni en la enfermedad cuando, junto con la muerte, son las únicas certezas que nos aguardan.
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Mi gato


Creo que usted no ha vivido nunca en el medio rural.