Lara y sus dos mejores amigas, Karen y Marta, afrontan el reto de un trabajo escolar para Halloween que las llevará a la casa del árbol, un lugar abandonado lleno de leyendas aterradoras en Extremadura. Este enclave, marcado por la tragedia de la Garabucha y su hijo desaparecido, esconde secretos que conectan con la inquietante desaparición de dos compañeros de instituto. Entre la investigación escolar y una atmósfera de misterio, las protagonistas enfrentarán desafíos sobrenaturales que pondrán a prueba su amistad y valentía.
A continuación, reproducimos un fragmento de La casa del árbol (Edelvives), de Rui Díaz, Premio de Literatura Juvenil Alandar 2025.
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Respiramos profundamente, intentando calmarnos. Acto seguido, Karen dejó en el suelo la mochila con la que había estado cargando y se sentó junto a ella.
—¿Por qué no nos querías contar qué has traído ahí? —pregunté.
—Porque es una sorpresa.
Karen abrió su mochila y sacó tres velas que colocó en forma de triángulo, una frente a ella y las otras dos donde Marta y yo íbamos a sentarnos.
—Hay que hacer un círculo —indicó.
—Será un triángulo —la corrigió Marta.
—El triángulo está dentro del círculo. El círculo es la perfección, lo sagrado, y el triángulo somos nosotras, el número mágico, la Santísima Trinidad.
—Mi bisabuela siempre dice que soy una santa —rio Marta al tiempo que se sentaba frente a su vela. Yo la seguí.
Karen sacó una caja de cerillas y prendió una, que iluminó su cara. La acercó a las tres mechas de las tres velas y apagó la linterna de su móvil, instando a Marta para que hiciese lo mismo. La habitación mudó hacia una luz anaranjada, en baile permanente sobre nuestras caras.
—¿Crees que esto es necesario? —pregunté.
—Estábamos de acuerdo en que para contactar con un espíritu había que venir de noche. Las velas son para protegernos y para enseñarle a la Garabucha el camino.
—Yo pensaba que solo veníamos de noche porque… —En realidad no sabía por qué habíamos vuelto de noche—. Porque os habíais puesto pesadas.
—Si contactamos con la Garabucha —intervino Marta— podremos saber qué es lo que ocurrió con ella y con su hijo. Y si se ha llevado a Abraham y a Marisol. O si al menos sabe dónde se han ido. Porque los fantasmas saben esas cosas. Y, pase lo que pase —añadió—, tendremos una historia para hacer flipar a todos en el instituto. Ah, y para sacar un diez en el trabajo.
Suspiré. Nunca podría haber adivinado que ser buena estudiante me habría pasado factura de aquella manera.
—Oh, espíritu —dijo Karen engolando la voz como un cura en misa—, tú que vagas por la oscuridad, tú que conoces el camino entre las tinieblas y la luz, entre los vivos y los muertos…
—¿De qué peli has sacado eso? —bromeó Marta.
—Shh. O nos lo tomamos en serio o no valdrá para nada.
Las llamas de las velas temblaron.
—Ven a nosotras —siguió Karen—. Ven a nosotras y cuéntanos lo que queremos saber.
El graznido de un cuervo se coló desde fuera. Di un respingo, pero ninguna pareció darse cuenta. La casa había empezado a crujir de manera intermitente, como si se quejase de que estuviéramos allí.
—Tenemos que cerrar los ojos —advirtió Karen.
Obedecimos durante dos segundos. Cuando los volví a abrir, la única que los tenía cerrados era Karen. Marta y yo la mirábamos con la boca abierta.
—Oh, espíritu, respóndenos, te lo pedimos.
La vela de Karen se apagó de golpe.
—¡Joder! —gritó Marta.
Karen fijó la vista en la mecha asfixiada, de humo negro y olor potente. Cogió otra cerilla y volvió a prenderla.
—Vale —dijo Marta—, empiezo a cagarme viva. A lo mejor no nos hace falta vivir esta experiencia.
—No os preocupéis —intentó tranquilizarnos Karen—, ya estamos aquí. Y no nos va a pasar nada.
—Eso es lo que cuentan en todas tus pelis y mira.
—Marta…
—Karen…
—Cerremos los ojos, por favor.
Nos cogimos las manos. Las mías sudaban. Mi mente analítica y racional se había escondido quién sabe dónde. Los fantasmas no existen, los fantasmas no existen… salvo que puede que sí existan. Al menos en ese momento sí lo hacían.
—Garabucha… —susurró Karen.
Un escalofrío me recorrió toda la espalda. Tenía ganas de echar a correr.
—Responde a nuestras preguntas, por favor.
Nos quedamos calladas, esperando no sé muy bien qué. Había silencio. Pero de esos silencios en los que parece que se escucha todo.
—¿Y ahora qué hacemos? —pregunté.
—Tenemos que preguntar lo que queramos saber.
—¿Quién empieza?
—Venga —se adelantó Marta—, tiro yo.
Tomó aire mientras pensaba en lo que iba a decir. Me imaginé que estaría dándole vueltas a qué broma hacer, qué chorrada podría funcionar mejor. Sin embargo, lo que soltó me demostró que se lo tomaba mucho más en serio que yo.
—Garabucha, queremos saber qué fue lo que te sucedió, qué pasó con tu hijo. Si alguien te hizo daño o fuiste tú la que te lo hiciste.
Aguardó unos segundos callada y concluyó:
—Por favor.
Pero ni aun así sucedió nada.
—Vaya bajona, Garabucha —se resignó Marta.
—Las respuestas no tienen por qué venir de la forma en que las esperamos —nos explicó Karen—. Por favor, chicas, vamos a concentrarnos.
—Perdona —respondió Marta.
Supuse que Karen se lo tomaba tan en serio por todo el tema de las películas, que estaba interpretando un papel, que no era más que un juego. En realidad, estaba muy equivocada.
—Lara, tu pregunta.
—Va…
Cerré los ojos, tomé aire e intenté concentrarme en algo que quisiese saber. Lo primero que me vino a la cabeza fueron las fotos de Instagram de Abraham y Marisol.
—Garabucha, me gustaría saber dónde están Abraham y Marisol, por favor —le pedí.
Noté cómo Karen me apretaba más fuerte la mano. Creí que sería su forma de darme las gracias.
—Ahora me toca a mí —dijo—. Uff… ¿Seguís con los ojos cerrados?
Ahora fui yo la que apretó la mano de Karen; estoy segura de que Marta hizo lo mismo.
—Garabucha, por favor…, ¿podrías decirme…?
Marta y yo abrimos los ojos. La voz de Karen se estaba rompiendo.
—¿Podrías decirme si mi hermano está bien?
Era eso. Todas teníamos un motivo para estar allí, llevando a cabo esa locura, esa tontería o lo que fuera que estuviésemos haciendo. Marta quería su rito de iniciación a la vida adulta. Karen quería creer que la muerte de su hermano podía tener algún sentido o, al menos, encontrar algo de paz. Y yo… yo quería no fallarle a ninguna de las dos.
En ese momento la casa crujió con más violencia y después… el silencio más absoluto. Karen abrió los ojos; Marta y yo la mirábamos. Nos dedicó la sonrisa más triste del mundo al tiempo que se enjugaba las lágrimas.
—Supongo que no ha funcionado.
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Autor: Rui Díaz. Título: La casa del árbol. Editorial: Edelvives. Venta: Todostuslibros.


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