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La guitarra del más allá

La guitarra del más allá

Esta semana la saqué de su estuche y volvió a poseerme. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se metió dentro de mí para tocarme la fibra y rescatar de mi corazón las notas sueltas de una melodía desencadenada bajo la lluvia de noviembre. Una guerra civil interior en la que las emociones pugnaron por ganar cada batalla que se les presentaba. Dejé de ser yo para ser ella, para vibrar en sus cuerdas de acero y dejarme llevar por la distorsión más allá de la conciencia. Se me abrieron todos los chakras sin necesidad de usar el cuenco tibetano: la sola expresión de aquella última semicorchea suspendida en la habitación fue suficiente para alcanzar el nirvana y llevarme, como si fuese un foo fighter, ante la bifurcación en la que aún podía elegir la autopista hacia el infierno o la escalera al cielo. Solamente había que sobrepasar el muro del fluido rosa y dejarme llevar. La elección debía llegar sola, movida por la inspiración o una suerte de intuición. Los gritos que salían de mi Marshall de válvulas decían lo contrario, exigían una premura para la que llevaba tiempo desentrenado.

Recuerdo todas esas horas de mi adolescencia encerrado en la habitación. Los veranos después de doce horas de trabajo entre hornos para sentarme en el borde de la cama con una partitura y una maltrecha guitarra española; más tarde con la eléctrica. Instrumentos humildes, de baja calidad, suficientes para practicar e improvisar, pero poco útiles para la extracción de un sonido fiable, bonito. Todo sonaba mal. Luego mejor, aún con malas herramientas. Fueron horas que robé a la vida, exiliado del calor y viviendo entre sombras, como un vampiro, hasta que caía la noche. Entonces aparcaba la música, me calzaba las botas militares y conducía hasta la Curva. Entonces había locales que conseguían prolongar mi motivación por la creación y el aprendizaje, que estimulaban mis ganas de llegar a lo más alto, de realizar fraseos inolvidables.

"No tiene otra forma de llegar a ellas sino a través de mí. Es una atracción irresistible. Podría haber obviado la voz del estuche"

Entonces no había puertas. No tantas como ahora. No tan a la vista. Ocultas o, tal vez, cerradas hasta el momento oportuno. No había arañas ni mantis del tamaño de un jugador de baloncesto, como tampoco había hombres ni mujeres con tentáculos ni dobles misteriosos escondidos en garajes luminiscentes. Había monstruos, eso sí. Muchos. Como ahora. Sin embargo, a la mayoría se les veía venir. Y, a aquella edad, el miedo era relativo y sutil. Era la época del rescate de Jim Morrison y Jimi Hendrix del recuerdo, del «vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver». Eran tiempos en que aún no tenía conciencia de la pérdida en el más amplio sentido de la palabra. Entonces fue cuando me poseyó por vez primera. Y me oigo en boca de mi hija cuando ella postula con convicción que no puede vivir sin la música. Era mi lema también por aquella época. A todas horas. No podía dejar a Slash ni a ningún otro guitarrista colgados en mitad de un solo, merecían mi respeto y mi manera de demostrarlo, aunque no hubiera nadie para apreciar el gesto, era esperar a que dejara de sonar en la radio antes de bajar del coche. Ya podía encontrarme a cuarenta grados a la sombra, con chorretones de sudor resbalándome por las mejillas y el cuello que, si no se terminaba aquel punteo, no apagaba la radio. Muchas veces lo hacía extensible a la canción completa.

Pocas veces he sentido tal éxtasis como el de sentir que mi guitarra, mi Epiphone Les Paul, se meta bajo mi piel y vibre en mis venas, hirviendo la sangre y acelerando el corazón. Cuando eso sucede, ya no soy yo. Cierro los ojos —como el otro día— y me dejo arrastrar por los riffs más potentes a pesar de que mis dedos se ampollan y no tienen la agilidad de antaño. Me siento anquilosado, pero a ella le da igual. Me amenaza con no regresarme a mi cuerpo una vez acabe conmigo. Y, cada vez, el tributo que exige es mayor. «Porque —dice— ya no hay música como la de antes y necesita esas notas para sobrevivir a la decadencia». No tiene otra forma de llegar a ellas sino a través de mí. Es una atracción irresistible. Podría haber obviado la voz del estuche. Podría haberlo hecho de no estar tan cerca. Mascullando al principio, hablando después y, por último, gritando tan fuerte que temblaba la pared sobre la que estaba apoyado. «¡Sácame de aquí! ¡Sácame de aquí de una vez! ¡Sácame y toca!». Siempre sucede igual. Sucumbo a la llamada. Y, cuando lo hago —como el otro día—, ella se ríe de mí y me llama gilipollas porque sabe que ya estoy a su merced y que mi mente ya no me pertenece y mis manos y mis dedos son, en ese instante, todo suyos. Los exprime al máximo. Saca de ellos hasta la última gota de energía y sangre. Con la piel abierta y las yemas adoloridas. Así me deja. Tirado. Exhausto. Humillado en cierto modo.

"Mi guitarra sabe qué hay más allá. Ella es muy sensitiva. Cuando me posee, se jacta de hacérmelo saber"

Esta última vez, cuando volví en mí, estaba sudoroso y agotado, las puntas de mis dedos palpitando con aquel dolor caliente y febril, el corazón bombeando como si acabara de correr una maratón. Las heridas tardarán unos días en cerrarse del todo y, sin embargo, el eco del dolor perdurará durante meses parar recordarme que no soy más que un esclavo de mi tiempo. Como casi todos los de mi generación. No podemos escapar de esa red. Aunque queramos. Por más que lo intentemos. Las melodías de esos grupos extintos o de aquellos que, a duras penas, perviven en los escenarios con sus achaques, nos perseguirán hasta que crucemos el umbral hacia el otro mundo. Mi guitarra sabe qué hay más allá. Ella es muy sensitiva. Cuando me posee, se jacta de hacérmelo saber y me muestra fragmentos confusos del otro lado, velados por una pátina de inconcreción surrealista para despistarme. Ella ha poseído a muchos mientras gozaba de otros cuerpos. No siempre estuvo donde está. Fue guitarra en otros mástiles, trasteada por otros dedos, pero también fue violín del diablo y tiró de las cuerdas del piano de Mozart. Estuvo en tantos y tantos sitios, que, sólo de pensar en sus mentiras, me abruma que siquiera alberguen un poso de verdad. Sea como sea, antes éramos uña y carne. Una relación cotidiana en la que no faltaba un día en el que nos regaláramos la poesía de unos versos y las caricias de una canción. Me confesó que me echaba de menos. Tanto que temo que un día no me deje regresar a mí. Mientras, nuestras despedidas saben a distancia. Puede que pasemos otro año sin tocarnos. Puede que, la próxima vez, ya no esté esperándome y su alma pertenezca a otro. Por el momento, mis dedos ampollados y sangrantes me recordarán su música como mínimo hasta que cicatricen y el dolor desaparezca. Como mínimo.

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