En la literatura española, la Navidad no siempre fue sinónimo de alegría y consumo. También hubo Navidades de hambre, de frío, de puertas cerradas. Baroja, Cela o Delibes retrataron esas periferias humanas donde el hambre y la miseria se teñían de culpa, resignación o fatalismo. Este relato —fragmento de mi novela El zarzal (Sekotia, 2003)— recoge esa tradición y la lleva a su extremo: el vía crucis de Anselmo el Publicano, un hombre vencido por el hambre en los días en que la caridad se predica, pero rara vez se practica.
La época de diciembre, ya próxima a la Navidad, era la época en que el romanticismo se acercaba unido a los vientos más fríos y a las primeras nieves, en que Santa Claus colmaba de ilusión y regalos los hogares de familias pudientes y de ilusión sobre todo la de ciertos diablillos que no se comportaban monetariamente. A Anselmo el Publicano aquellas navidades no le trajeron siquiera el menor atisbo de ilusión, únicamente le transportaron la escabrosa escarcha de la sierra y un hambre que arreciaba con la desidia, el frío y el desamparo. La tripa seguía hablándole quejumbrosamente con su universal lenguaje del hambre, hay que ver cómo gruñía. En la despensa, apenas había unas botellas de vino y un pan tan duro y terroso como las fragosas piedras del pico Juncalejo.
Abrió la ventana para tirar, una mañana más, los vestigios de su desdoro al solar del tío Nemesio. Allí enfrente estaba la Dorotea, en la puerta de su gallináceo corral, acompañada de su inseparable amiga Pura. La vio desplumar un nuevo gallo destinado a estómagos privilegiados, y sintió vehementes deseos de comer.
—Mira, Dorotea, nos está mirando.
—¡Bah!, lo que está mirando el borrachín ese es la carne, menudo está hecho el pájaro.
—¿La carne?, ¿no querrás decir que nos mira malamente, el muy grosero?, ¡ay, Jesús! —dijo santiguándose.
—La carne del gallo, ¿la ves? —dijo acercándole el gallo a los ojos—. Esto es lo que mira, pero si quiere que le dé va apañado, ¡que trabaje!
El Publicano cerró la ventana y a los pocos segundos abrió la puerta hacia la calle, cerrándola despacio y con sumo cuidado. Las dos abuelas siguieron con lo suyo sin tan siquiera mirarlo, tratando de evitar su pestilente presencia.
Él se quedó a la altura de su puerta, mirando hacia el corral.
—¡Ay, Dios mío —musitó la Pura—, que se ha quedado ahí parado como un poste!
—Tú ni caso, como si no estuviera, igual.
Tras unos segundos de desazón oyeron su voz ronca y apagada. Había alargado el brazo hacia ellas con la palma de la mano abierta hacia el cielo gris.
—¿Me das?
La Dorotea se quedó mirándolo unos segundos, negándole tres veces con la cabeza.
Anselmo entonces distendió su brazo, dejándolo caer sobre su costado. Breve silencio antes de pronunciar unas sucintas palabras de desaliento que parecieron emergerle de un oscuro subterráneo de desidia.
—Porque tengo hambre y no me das de comer.
—¡Trabaja! —le respondió Dorotea—, ¡y comerás igual que todos!
Pareció tener bastante con aquello y siguió su camino alejándose de ellas.
—¡Virgen Santa! —exclamó la Pura—, menos mal que se va, ¿tú sabes el trago que me ha hecho pasar?
—Nada, no sufras, estos borrachines parecen algo y no son más que basura.
—Sí, sí, pero cualquiera se fía —dijo secándose el sudor frío de sus abultados mofletes.
Sin embargo, lo que ni siquiera llegaron a sospechar es que ellas habían sido la primera parada en el particular camino de su vía crucis. La segunda parada la realizó en la casa del cura don Baltasar, el cual vivía en una suntuosa mansión en la plaza, al lado de la iglesia. El cura, que estaba ensayando la misa del gallo de la próxima Nochebuena, se sorprendió al abrir la puerta con su libro en la mano y verlo allí tan pálido y turbado.
—¿Qué vienes a buscar, Anselmín? —dijo.
El Publicano mostró la palma de su mano.
—Tengo hambre. Deme algo.
Don Baltasar sonrió, cerrando el libro bíblico que portaba.
—Es más fácil que un consejo entre por el filo de tu sandez, que un duro en el sueño de los necios; y eso te daré, un consejo: trabaja.
Y descargó el “trabaja” como se descargaría una pesada piedra sobre un suelo de mantequilla: incontestable, suprema verdad de infinito peso, sin asomo de réplica posible.
Pero la azorada conciencia del Publicano no entendía de más verdades supremas que las de su dolorido estómago, que parecía querer explotarle con sus gruñidos.
—Tuve hambre y no…
—¿Por qué no te presentaste a los jornales que anunció el ayuntamiento? Recuerda mi consejo: trabaja —dijo el cura arqueando las cejas antes de cerrarle la puerta para rápidamente volver a abrirla.
—Ah, ¿recuerdas aquella noche en que fuimos a tu casa para hacerte entrar en razones?, ¿lo recuerdas?
Los evidentes síntomas de inanición que padecía Anselmo, unidos a una incipiente demencia y a las dificultades cognitivas producidas por el alcohol, le impidieron dar una respuesta congruente.
—Pues escucha si quieres ser escuchado, ¡que el fuego de la lucidez abrase tu ciega estulticia! —sentenció don Baltasar, cerrando la puerta irreversiblemente con la sensata firmeza de quien se sabe poseedor de la verdad suprema.
Dejó la casa cural y siguió su tambaleante paso, compelido por la pasión del hambre y cargado con la pesada cruz de la necesidad, en aquel vía crucis de vísperas navideñas.
Al doblar la esquina hacia la calle donde vivía el cacique Carlos Enrique, tuvo que apoyarse en la pared, mareado e indispuesto, vomitando la bilis amarga del alcohol sobre un frío pavimento de tierra húmeda.
Trastabillado, cayó al suelo, intentando incorporarse con penosa dificultad. Nuevamente, su mano resbalaba por la pared en un intento fallido de sujetarse a esta. Volvió a caer de rodillas sobre el suelo, babeando un líquido viscoso de color glauco. El mundo parecía dar vueltas en torno a él. En ese momento, acertaron a pasar por allí la Merceditas y la hija del tío Nemesio, y les alzó el brazo para que le ayudaron a incorporarse.
—Anda, mira quién está ahí —dijo Merceditas.
—¡Buf, qué asco, mira lo que está tirando por la boca!
Decidieron, en una pronta maniobra, sortear su presencia introduciéndose por una de aquellas calles irregulares y laberínticas, dejándolo sobre el suelo abandonado a su suerte.
Desaliñado y vencido, estuvo varios minutos tumbado sobre la dura tierra que emanaba la escarcha del invierno.
Después de arduos resuellos de fortaleza por conseguir alzarse, se puso en pie tambaleante, apoyándose y restregándose por la pared hasta conseguir llegar al portal de don Carlos Enrique. El portal aparecía engalanado de diversos ornamentos navideños, completados con letras de villancicos: “Los pobres y los humildes me acuden los primeros… porque llegó la Navidad”, rezaba aquel magnífico pórtico con una foto del pesebre.
Como no viera el timbre, aporreó la puerta todo lo que le permitieron sus escasas fuerzas, cayendo nuevamente de rodillas al pie de la misma.
Nadie le contestaba. Nadie existía aquella mañana para él. Las puertas estaban cerradas con todo el peso de su callada negación.
Las paredes y la puerta empezaron bárbaramente a moverse, y se iban haciendo grises, cada vez más grises y oscuras hasta nublarse por completo de un negro envolvente y espeso. Cualquier atisbo de fuerza le iba abandonando, al tiempo que el estómago se movía espasmódicamente arrojando un líquido amargo que le quemaba la garganta.
Arrojado sobre el suelo y extendiendo los brazos en toda su longitud, llamó repetidamente a la vida, pidiéndole clemencia y preguntándole por qué le abandonaba. Pero esta no era más que otro portal cerrado que tampoco se dignaba responder.
**
En la figura del Publicano se condensa una pregunta que sigue vigente: ¿cuántas veces, en estas Navidades de escaparate y abundancia, seguimos dejando a alguien ante un portal cerrado?


Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: