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El Alfil de Rey debe morir

El Alfil de Rey debe morir

Hay un día —y seguramente ni siquiera seamos capaces de recordar cuál— en que uno deja de avanzar como si fuese un héroe ebrio de inmortalidad, como si no hubiera un mañana que guardar en el tambor de nuestro revólver; y se detiene un instante, se da cuenta de que, en efecto, casi ya no hay un mañana, y entonces comienzan los cálculos y las cuentas. Hasta ese momento, el tiempo había sido una materia dócil, una posibilidad infinita, una promesa en blanco, pero el futuro se achata, llega de golpe y la vida se convierte en la vuelta: no en el precio, sino en lo que queda después de pagar la cuenta… en la calderilla.

Ese día —discreto, anónimo, irrepetible— comprendemos que el tiempo no se mide ya por lo que hacemos, sino por lo que no volveremos a hacer. Uno comprende que ya no vivirá hacia delante, sino hacia dentro. Uno empieza a sospechar que el sentido de la vida ya no va a estar en volver a acumular experiencias, sino en sobrevivir a ellas, a ser posible sin amargura.

"Entonces, para mi modesta comprensión del juego-arte-ciencia, mis aperturas y defensas se basaban en hacer girar mis estrategias en torno al poder del Alfil de Rey"

Comencé a jugar al Ajedrez siendo un crío. Mi primer libro, que, por supuesto, todavía conservo, fue Premios de Belleza en Ajedrez, una joya de 1972 de François Le Lionnais, de Editorial Bruguera, que me adentró en las aperturas y las defensas de los inmortales de las sesenta y cuatro casillas, y me enseñó a apreciar a los Grandes (Morphy, Lasker, Capablanca, Alekhine, Botvinnik…), de cuando todavía era Campéon del Mundo un tal Bobby Fischer y le faltaban apenas tres años para serlo a Kárpov. Después vendrían los enormes Kaspárov y Carlsen y otros cuantos dioses menores. Entonces, para mi modesta comprensión del juego-arte-ciencia, mis aperturas y defensas se basaban en hacer girar mis estrategias en torno al poder del Alfil de Rey: fianchettado en g2 o en g7 (Apertura Reti, Defensa India de Rey, Defensa Siciliana Dragón, Pirc…), o presto al ataque desde d3 o c4 (Apertura Colle, Apertura Italiana…). Y así jugaba al Ajedrez y apostaba a la vida… o al revés: que qué culpa puedo tener, si ya no me acuerdo…

Pero el tiempo y la vida se desgastan por el uso. Llega un momento en el que las certezas se desmoronan. No porque de repente lleguemos a la conclusión de que eran falsas, sino porque dejan de tener un propósito al que servir: ya no hay países que invadir, ya no hay ciudades que incendiar, ya no hay mujeres por las que asesinar. Lo que antes era convicción hoy es un matiz sereno; lo que antes era un ideal ahora es una pregunta que se defiende por inercia, por motivos que ya se han olvidado. Las ideas también cumplen años: se desgastan, se hacen lentas y las cazan los leopardos, se diluyen como lágrimas en la lluvia de los replicantes que vieron arder naves de ataque más allá de Orión. Quizás los valores se apuntalan ante el advenimiento de la desaparición, pero mientras, a cambio, las convicciones se vuelvan más humildes, y ya no busquen imponerse, sino comprender y sobrevivir lo que se pueda en el tobogán del fin. O al revés, sí lo busquen, para morir con las botas puestas, como se vivió.

"Pero es el Ajedrez y es la Vida, y nosotros somos solamente soldados"

Un día, uno aprende que quizá sea más efectivo eliminar un defensor del centro del tablero, antes y en vez de atacar con todo y a calzón quitado, como si siguiéramos siendo jóvenes e inmortales; aprende que la estrategia es, como mínimo, de igual calado que la táctica, y juega la Defensa Nimzoindia, la Francesa Winnawer, la Variante del Cambio de la Apertura Española o las antisicilianas Rossolimo o Moscú, y cambia su querido Alfil de Rey por el Caballo de Dama del rival. La lucha sigue, y seguramente de modo inteligente y con fundamento estratégico, pero, aun así, no puede evitar pensar que con ese alfil se va un trozo de su alma, precisamente cuando ya ha recibido demasiados bocados. Pero es el Ajedrez y es la Vida, y nosotros somos solamente soldados.

En busca del tiempo perdido, de Proust, posiblemente pase por ser la obra por excelencia sobre la conciencia del tiempo. Igual que, en otro orden de reflexiones, con las imágenes de la pequeña y la gran inmortalidad de Kundera, Proust, con su memoria voluntaria y su memoria involuntaria, levanta un antes y un después en la percepción de nuestro propio pasado. Hay un pasado que recordamos voluntariamente forzando la memoria, pero es incompleto, superficial, casi como un archivo exterior a nosotros mismos que guardásemos en un disco externo. Cuando el narrador, en Combray, intenta recordar sus veranos en Balbec o la figura de su abuela, descubre que solo obtiene fragmentos pobres, planos, unas pocas imágenes que se escapan y se deshacen en la mente. Este pasado parece perdido, es un pasado muerto. Pero, en el episodio del té con la magdalena —todavía estamos en Combray—, o cuando tropieza con adoquines desiguales al descender del coche, ya en El tiempo recobrado, experimenta una epifanía sensorial: el sabor y, luego, el impacto del tropezón desencadenan una sensación involuntaria de plenitud y un mundo entero resucita. Y surge, de repente, un pasado vivo, inaccesible al esfuerzo racional, inesperado, pero intacto, total, absoluto, lleno de esencia, no ya como una especie de archivo de un disco externo, sino como parte de nuestro propio sistema operativo.

"Esta relación entre pasado e identidad la resuelve en una ecuación trágica: ser es deteriorarse, porque la vida no es un regalo"

Abundando en esa visión de Proust, sobre la conciencia de nuestro pasado, el gran Ciorán, en su El inconveniente de haber nacido, nos hace reflexionar sobre qué es de nuestra identidad entre el ayer y el hoy. Esta relación entre pasado e identidad la resuelve en una ecuación trágica: ser es deteriorarse, porque la vida no es un regalo, es una lesión permanente hasta el fin; recordar es volverse contra sí mismo, porque el pasado no regresa como plenitud, sino como peso, como repertorio de errores y remordimientos; proyectarse es equivocarse, porque el futuro es una ilusión, un espacio vacío, casi una burla, y atisbar el futuro es prolongar una condena. Y nos ofrece otro antes y después en la conciencia de nuestra vida, esta vez como desintegración paulatina: la lucidez como único refugio.

Con sesenta y cuatro años y en medio de una encrucijada de Ajedrez y Vida. Después de secarse mira su rostro en el espejo con la cautela de quien busca averiguar cuánto ha progresado la vejez desde la última mirada. Permanece así un buen rato, observándose como si buscase a alguien hace tiempo lejano. Arrastra años y kilos de más, concluye. Quizá, también, vida de más. Así reflexionaba —en el impresionante El tango de la Guardia Vieja, de Arturo Pérez-Reverte— mi imprescindible Max Costa, entonces el chófer del doctor Hugentobler, antes el bailarín mundano, y mucho antes el Máximo Covas Lauro, del que no sabemos casi nada, ni nos importa, a excepción de que la forja de Max implicaba su desaparición.

"El cuerpo que antes obedecía ahora, como mucho, negocia; el que antes era vehículo para ir se vuelve frontera ante la que parar"

Max había olvidado con una mueca de buen perdedor lo que en otro tiempo fue, asumía lo que ahora era, y aceptaba lo que ya nunca podría ser: desolación —palabra adecuada—, lamento húmedo e íntimo por el recuerdo de cuanto fue y ya no era. Cansancio. Sentía cansancio porque el único día fácil en su vida era el que cada noche, al sumirse en el sueño, lograba dejar atrás. Cansancio, otra palabra adecuada: un hombre debía saber cuándo se acercaba el momento de dejar el tabaco, el alcohol o la vida. Eso era la vida: tiempo y devastación, derrota, un camino hacia el desguace insoslayable.

Pero ahora estaba ante el espejo volviéndose a hacer preguntas, interrogándose sobre el hombre de acción que fue, sobre el soldado que había quedado atrás, con un presente que se iba invadiendo de pasado desde que, como no podría ser de otra manera, una mujer, la mujer —la mujer por la que se invade, se incendia y se asesina— de repente le recuerda que él no volvió a ser nadie desde que sus ojos dejaron de mirarle. Y al mirar de nuevo a la mujer, encontró reflejos dorados que parecían multiplicarse en silencios de mujer eterna, sin edad, en claves de todo cuanto el hombre ignora: Mecha Inzunza, femenino elemental y poderoso, hembra en costuras de mujer, con poder de revolver pasado y presente hasta curar al héroe de sus heridas.

Como Max —también en los sesenta y cuatro años, sesenta y cuatro como los escaques del tablero de ajedrez— a veces he buscado en mi espejo cuándo empezó la época de las renuncias. Encuentro que la primera renuncia es el cuerpo: como nos enseña Kundera, en su La insoportable levedad del ser, el cuerpo envejece antes, mucho antes que el alma. No hay acto más íntimo ni más definitivo. El cuerpo que antes obedecía ahora, como mucho, negocia; el que antes era vehículo para ir se vuelve frontera ante la que parar. Los huesos protestan, los músculos duelen, la memoria falla, los gestos se vuelven más lentos, y la mirada que un día fue voluntad ahora es resignación.

"El tiempo destruye la posibilidad de regresar a lo que se fue. No hay un camino atrás, el camino desaparece tras de nosotros con cada nuevo paso"

Después, cae el ego. Decía Simone de Beauvoir en La Vejez algo así como que uno envejece el día que deja de ser mirado. Hay una forma de soledad que no proviene del aislamiento, sino del cambio de mirada. Llega un momento en que el otro sexo —ese espejo donde se afirmaba nuestra vanidad— ya no nos devuelve reflejo alguno. Somos, de repente, transparentes: pasamos por las calles sin provocar, no ya deseo, sino ni siquiera curiosidad. Y solamente la memoria de haber sido mirado —y visto— nos queda como un acto de resistencia, inconformista y orgulloso, de presencia en el mundo.

Más tarde, la esperanza en las recuperaciones. En realidad, el fracaso deviene en constitutivo. Machado, en sus distintos Campos de Castilla, nos habla de la imposibilidad de que nada vuelva. El tiempo destruye la posibilidad de regresar a lo que se fue. No hay un camino atrás, el camino desaparece tras de nosotros con cada nuevo paso; lo ya vivido no puede repetirse, y por eso nos dice que la renuncia es total, nunca se vuelve a pisar la misma tierra que un día se pisó. No podemos traer aquí lo que un día quedó allá, y la esperanza de seguir tirando del cabo suelto nos convierte en seres patéticos y ridículos que pareciera vivimos minutos de descuento. Esto último lo digo yo, no él, ¿pero no habría incendiado Machado toda su Castilla por un minuto más con Leonor?

"Y cuando Mecha le pregunta que cómo vivió los años del fracaso, simplemente contesta que replegándose despacio hasta donde le veía ahora"

Y, finalmente, el adiós a los proyectos futuros. Construimos la vida sobre la ficción de que siempre queda tiempo. Durante años, acumulamos planes, proyectos, promesas: libros que se escribirán, lugares que se visitarán, sueños que sólo esperan su momento… Pero llega un instante —sin tragedia, casi con calma— en que comprendemos que ninguno de esos proyectos ocurrirá. No por falta de voluntad, e incluso ni de esa capacidad que también empieza a faltar, sino por la falta material de tiempo. El Iván Ilich de La muerte de Iván Ilich, de León Tolstói, conforme se va enfrentando a su inminente muerte, se da cuenta de que ha vivido una vida superficial, reflexiona sobre los sueños y aspiraciones que ha dejado de lado en favor de una vida correcta, y esta brutal toma de conciencia le provoca un profundo arrepentimiento por no haber perseguido sus verdaderos deseos y pasiones. Pero ya no hay tiempo. El tiempo que nos queda se convierte en un recordatorio constante de lo que no hemos logrado. Así, llega un punto en que el porvenir ya no se exige. Quizá los proyectos que no se cumplirán no sean fracasos, pero se parecen mucho.

Con el pragmatismo de milenios de mujeres viendo a sus hombres como niños grandes, Mecha le recuerda cómo él le contó que hay lugares a los que no se debe regresar nunca, y ninguno de los dos hablaba de lugares físicos. Max cerraba las puertas sobre su pasado en silencio, cual si deslizara a hurtadillas la tapa de un ataúd. Y cuando Mecha le pregunta que cómo vivió los años del fracaso, simplemente contesta que replegándose despacio hasta donde le veía ahora, como un ejército derrotado que combate mientras se deshace poco a poco.

Pero algo cambió, cuando mirando a quien habitaba en su espejo sintió el antiguo y familiar cosquilleo de incertidumbre, cuando la vida tenía aroma de tabaco turco, de cocktails en el bar elegante de un Palace, de perfume de mujer. De placer y de peligro. Y se dio cuenta de que, una vez decidió sí regresar, aun por un instante, a aquel lugar —y ambos seguían sin hablar de lugares físicos— al que le enviaba Mecha, se hallaba en un estado de calma interior, de fatalismo técnico, en el que la lucidez le hacía aflorar recuerdos y existencias anteriores que ahora se ordenaban de modo asombrosamente nítido. Tras ese corto pero intenso viaje de ida y vuelta, magullado, con dolor en todas partes menos en el alma, vuelve a ver fugazmente en el espejo al bailarín mundano, lo vuelve a recordar todo, y todo cobra sentido. O al carajo si no lo cobra.

"Nos quedamos pensando en que estaría muy bien poder indultar al Alfil de Rey, aun por una última partida, y después desaparecer en el horizonte como un héroe"

En Centauros del desierto, de John Ford, Ethan (John Wayne) dejaba a Debbie en casa, tras rescatarla, pero él se queda en el umbral de la puerta, gira sobre sí, y, desde el mismo umbral, se lo ve internarse en el desierto a caballo, como el héroe al que, cumplida su misión, ya nada retenía en aquel lugar. Y también, en la escena final de El jinete pálido, de Clint Eastwood, el Predicador (Eastwood), después del duelo en el pueblo, pasando a bala a los hombres del magnate minero LaHood, se marcha cabalgando hacia las montañas nevadas, y, aunque la joven Megan lo sigue a distancia llamándolo a gritos, él no se detiene: el jinete se aleja hacia la línea del horizonte, retomando el arquetipo del héroe solitario que desaparece tras cumplir su misión.

Y de ese modo, con el último vestigio de sonrisa todavía en la boca, meciéndose en la resaca lejana de tantas vidas que fueron suyas, Max deja a un lado el collar de perlas, coge el guante blanco de mujer que estaba debajo y lo coloca en el bolsillo superior de su chaqueta con un rápido toque de elegante coquetería, asomando los dedos de la prenda como si fueran puntas de un pañuelo o pétalos de una flor en la solapa. Después, mira alrededor para comprobar si todo queda en orden, dirige un último vistazo al collar abandonado sobre la cómoda y hace una breve inclinación de cabeza en dirección a la ventana, despidiéndose de un público invisible que desde allí hiciera sonar aplausos imaginarios. Gracias, Arturo.

Y los demás, que hasta hace muy poco no supimos que la primavera duraba un segundo (Joaquín Sabina), nos quedamos pensando en que estaría muy bien poder indultar al Alfil de Rey, aun por una última partida, y después desaparecer en el horizonte como un héroe. Sí, Marlene, sí, ojalá uno pudiera marchar y volver hace diez años.

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