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IO SATVRNALIA! (I)

¡No! El Gordo le ha quitado su sitio. Mira que no hay bancos en todo el patio y al gordaco le da por sentarse en el suyo, el más alejado del bullicio que montan los zagales en el recreo. Además, ¿por qué tiene un profesor que invadir el espacio de los alumnos?

Sin saludar se sienta a su lado.

Bonam diem —musita el docente.

La muchacha no responde. Se cala los auriculares y sube el volumen de su dispositivo. Unos pipiolos de 1º de ESO quieren aposentarse a su vera. La chica los espanta con su mirada de furia.

"Durante la comida, ya en casa, les dice a sus padres que quiere que la lleven al Prado. La madre se dirige a la cocina para disimular su llanto"

El profesor parece concentrado en un viejo portátil en el que escribe algo, mientras le da sorbos a un café que le han servido en un vaso de cartón. A su lado, en una bandeja, una napolitana de chocolate con una pinta deliciosa. El hombre le ofrece el bollo. La zagala siente gruñir los intestinos: otra mañana más no ha desayunado. Se levanta las mangas y muestra las cicatrices que tiene en las muñecas.

—Me acaban de dar el alta en el psiquiátrico. Es la quinta vez que me ingresan por intento de suicidio. Mi padre echó la puerta del baño abajo cuando me corté las venas por última vez.

—Lo siento por ti. Lamento la angustia que te llevó a ello. No debe de ser fácil. ¿Has escuchado hablar de Séneca?

—No.

—No importa: es un romano nacido en Corduba. Su familia emigró a Roma. Allí adquirió una fortuna y gozó de gran influencia. Tanta que la emperatriz Agripina le confió la educación de su hijo Nerón. Cuando el chico fue proclamado emperador, se sirvió de Séneca como uno de sus principales consejeros. Pero las cosas se torcieron entre ellos: Nerón lo acusó de estar implicado en una conjura y lo condenó a muerte. Para agradecerle haber sido su mentor, le concedió la posibilidad de suicidarse la noche antes de que los pretorianos acudieran a ejecutarlo.

Séneca se cortó las venas de las muñecas y los tobillos y se tumbó en su lecho a aguardar la muerte. Su esposa, en un acto de fidelidad desesperado, se cortó también las venas y se tumbó en una habitación contigua. Pero la muerte no les llegó fácilmente. Un esclavo informó a su señor de que su esposa había perdido el conocimiento. Séneca, que estaba al margen de la decisión de su cónyuge, ordenó que le vendasen las heridas y la sanaran. Fue su última declaración de amor. Por cierto, si vas al Prado, en la sala dedicada a los pintores del XIX hay un precioso cuadro que relata cómo murió al final el filósofo. No te aburro más con mis historias. Espero que alguna vez consigas sanar las heridas que te roen por dentro. Tómate tú la napolitana. En realidad yo ya había desayunado. Es la maldita gula la que me ha hecho pedirla.

El profesor se levanta y se dirige hacia su aula. La joven coge la napolitana y la devora mientras que en su móvil busca al tal Séneca. No le cuesta encontrar el cuadro del cual hablaba el Gordo. Durante la comida, ya en casa, les dice a sus padres que quiere que la lleven al Prado. La madre se dirige a la cocina para disimular su llanto. El padre la mira con los ojos húmedos, mientras le promete que esa misma tarde buscarán hotel. Es la primera vez que les habla desde que le dieron el alta.

*

"Irene no se hace de rogar. Sí que había desayunado, pero tiene hambre atrasada. Ya le da igual que sus amigas le digan que se va a poner como una bola"

La clase de matemáticas se le hace más pesada que una vaca en brazos. Mira por la ventana. Ve al Gordo dirigirse hacia su banco con una bandeja. Levanta la mano. Interrumpe a la profesora: se encuentra mal y necesita tomar el aire. La mujer titubea: desde Orientación tienen abierto un procedimiento por autolisis y recomiendan no dejar salir nunca sola a la alumna. Pide a la delegada que la acompañe, pero la adolescente dice que no hace falta: va a sentarse en el banco del rincón, que se ve desde la ventana. Además, allí está el de latín. La enseñante la deja salir. No respira tranquila hasta que la ve acomodarse junto a su compañero.

—Bonam diem —saluda, ahora sí—, me llamo Irene.

—Hermoso nombre: griego al igual que el mío. Yo soy Alejandro. ¿Qué pasa? ¿Que te creías que me llamaba Obelix? Ése es el mote que me han puesto. Menos mal que no les dio por llamarme Asterix. Lo digo por el tamaño. En otros institutos me llamaban Ursus o el Tanque. Aquí tienes tu napolitana. Suponía que hoy tampoco habías desayunado.

Irene no se hace de rogar. Sí que había desayunado, pero tiene hambre atrasada. Ya le da igual que sus “amigas” le digan que se va a poner como una bola. La cantinera compra las cosas en el horno de leña del pueblo, y la verdad es que están deliciosas.

—Ayer vi el cuadro del que me hablabas. Me gustó mucho la historia de Séneca, aunque es triste que te ordenara suicidarte quien se había aprovechado de tus lecciones.

—La vida es así de ingrata, pero sigue siendo bella, un regalo de los dioses, con sus almíbares y acíbares.

—¿Aciqué?

—Acíbares, plural de acíbar, un sinónimo de amargura. Los almíbares son dulces, los acíbares son acerbos.

—¡Qué raro hablas!

—No lo puedo evitar: soy filólogo. He dedicado mi vida a las lenguas, encima, a dos muertas: el latín y el griego. Sus autores sí que hablan raro.

—¿Qué escribes?

—Un relato. Una historia de un niño romano que está deseando que lleguen las Saturnales.

—¿Eso qué es?

—Pues, algo así como nuestras Navidades: se celebraban del 17 al 23 de diciembre. Se reunían las familias, comían y bebían hasta hartarse, se disfrazaban y se hacían regalos… Vamos, lo mismo que hacemos nosotros, pero sin papás noeles ni niños Jesús.

—¿Me puedes leer tu cuento?

—Es algo largo. Además, ¿no tenías que estar en clase?

—Odio las matemáticas. Le he dicho a la profe que me sentía mal y que me salía a tomar el aire contigo.

—A mí también se me daban mal. Brinqué de alegría en cuanto me libré de ellas: soy gozosamente de letras. Tómate este zumo de naranja: está recién exprimido. No lo he tocado. Era para ti.

*

Lucius no había conseguido pegar ojo esa noche, la del décimo cuarto día antes de las Kalendas de Ianuarius. ¡Por fin habían llegado las Saturnalia! Para su dicha, esa mañana no lo despertaría con premura Prudentilla, lo forzaría a tomarse un ientaculum apresurado y se lo encomendaría a Streblos, su paedagogus griego, para que lo llevara con sus útiles escolares a la clase del Plagosus Orbilius, aquel odiado Grammaticus que se ensañaba con sus alumnos a golpe de vara si erraban algún hexámetro de Homero o trímetro yámbico de Sófocles. Con las Saturnalia llegaban también las vacaciones. Incluso las condenas a muerte eran aplazadas en esos días de solaz, fraternidad y reuniones familiares.

Pater había dispuesto que a Streblos y a él los acompañara Fortis: era una mole cuyo solo aspecto daba miedo. Las Saturnalia atraían a muchas gentes desde los campos y las ratas de dos patas urbanas, que tenían su guarida en la Suburra y otros barrios de pésima fama, salían de sus madrigueras para desvalijar a los incautos. Con el bestia de Fortis a su lado los rateros se lo pensarían dos veces antes de intentar atracarlos. Prudentilla dio a Fortis una canasta con víveres.

Lucius apremió a sus esclavos. Quería llegar a las escalinatas del templo de Saturno a tiempo de coger un buen sitio para ver la ceremonia. Descendieron a toda prisa la colina del Celio, donde estaba la domus de los Sergio desde que el hijo de Sergesto, fiel compañero del pío Eneas, la fundara antes, incluso, de que Rómulo estableciera una mísera aldea de cabañas en las cimas del Palatino. Dejaron a su izquierda el santuario de Isis y Serapis, esas extrañas divinidades egipcias zoomorfas, popularizadas por el divino Julio César tras haberse encamado con la fascinante Cleopatra. Se detuvieron ante el templo de la Paz para esbozar una ligera plegaria. El Princeps había decretado que el imperio estaba en paz después de interminables lustros de luchas de conquista y enfrentamientos fratricidas: con él, Caesar Augustus, quedaba inaugurada la Pax Augusta.

El foro estaba abarrotado a pesar de lo temprano de la hora: tras los sacrificios a Saturno se repartiría entre el populacho la carne de las decenas de víctimas sacrificadas. Eso había que aprovecharlo: muy pocos podían permitirse el lujo de comer carne. Además, los ediles se encargaban de que también los servi publici repartieran vino y posca sin límites entre los asistentes.

—¿Qué es posca?

—Una mezcla de vino avinagrado, de mala calidad, con agua y algunas hierbas aromáticas. Se lo daban a los soldados en vez de vino: se les subía menos a la cabeza. Se volvió muy popular entre las clases bajas. Se cuenta, incluso, que fue lo último que bebió Jesucristo: un legionario se la ofreció en una esponja cuando ya estaba clavado en la cruz.

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