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IO SATVRNALIA! (II)

Una barrera de vigiles y de esclavos públicos intentaba impedir que la multitud se subiera a las escalinatas del templo: estaban reservadas a las clases dirigentes. Los ropajes de Lucius, propios de los patricios, y la amenazante presencia de Fortis les franquearon el acceso. Se situaron en primera fila, con una visión privilegiada del interior del templo.

Normalmente la entrada a la cella, el lugar donde se hallaba la estatua de la divinidad, estaba vetado a los fieles. Sólo los sacerdotes y sus acólitos podían ingresar. El pueblo debía resignarse a ver el interior desde fuera, cuando abrían las puertas para que los dioses participaran de los sacrificios que se hacían en su honor en las aras erigidas al pie del santuario.

Para la ocasión habían sacado al pórtico la escultura de Saturno. A Lucius le causaba cierto estremecimiento: el padre de Júpiter estaba representado como un anciano severo de luengas barbas, alado. En la diestra llevaba una guadaña, semejante a la que usó para castrar a su padre Uranus y convertirse en el segundo monarca de los dioses. La siniestra sostenía un reloj de arena simbolizando que el dios controlaba el tiempo, el discurrir inexorable de horas y días.

Streblos comentó con cierta superioridad que le extrañaba que los bárbaros romanos dulcificaran así a un dios que, con el nombre de Cronos, había devorado a cinco de sus hijos para que no lo destronaran. Sólo Zeus, ayudado por su madre Rea, consiguió liberar a sus hermanos y derrocar al salvaje Cronos.

"El Flamen Saturni la cortó con unas tijeras: el dios quedaba liberado y con ello comenzaban las Saturnalia, donde todos los desenfrenos estaban permitidos mientras que la deidad estuviera suelta"

Streblos era griego: su familia había sido esclavizada cuando Sila, dictador de infausta memoria, arrasó Atenas en el contexto de las Guerras Mitridáticas. Como buen heleno estaba muy orgulloso de sus orígenes, aunque hubiera acabado como un mísero esclavo. Odiaba a los romanos, conquistadores indiscutibles de toda la Hélade y de gran parte del Mediterráneo. Continuamente repetía los versos que había escuchado en un recital de uno de los poetas de moda, muy cercano al círculo de Mecenas, colaborador de Augusto. Se trataba de un tal Horacio y dijo: “Graecia capta ferum victorem cepit”, La Grecia conquistada conquistó al fiero conquistador. Sí: Roma se había apoderado de la Hélade, pero había sucumbido a su fascinación. Las mejores familias, como la de los Sergio, disponían de esclavos helenos para que le hablaran sólo en griego a sus vástagos. Las más lujosas mansiones estaban decoradas con copias de grandes obras griegas.

La estatua de Saturno estaba atada a una columna con una hebra de lana. El Flamen Saturni la cortó con unas tijeras: el dios quedaba liberado y con ello comenzaban las Saturnalia, donde todos los desenfrenos estaban permitidos mientras que la deidad estuviera suelta.

Los acólitos condujeron a los altares los animales que iban a ser sacrificados: dado que Saturno era un dios al que se encomendaban las cosechas, en su caso había que celebrar suovetaurilia: le serían sacrificados cerdos, ovejas y toros machos. Las bestias estaban drogadas para que no ofrecieran resistencia cuando los sacerdotes y sus ayudantes las fueran degollando.

Una cohorte de carniceros se encargó de desollar y despiezar las víctimas. Los sacerdotes ofrecieron las primicias al dios, mientras que los cocineros asaban en unas gigantescas parrillas el resto de la carne. Los esclavos públicos la repartían entre una muchedumbre hambrienta que no respetaba colas ni orden ninguno. Otros servidores distribuían pan en grandes cestos y vino desde unas barricas que transportaban en carros. El banquete fue recibido con gran algarabía y los gritos de IO SATVRNALIA atronaron la urbe entera.

"El año pasado le habían regalado un hermosísimo caballo de Troya con ruedas, a través de cuyas ventanas se veían las cabezas de los aqueos que se ocultaban en su interior"

Unos esclavos traían bandejas de carne y pan y jarras de vino a las familias que ocupaban la plataforma superior del templo: eran de clase senatorial y gozaban de privilegios que no tenía el populacho, que tenía que batirse a puñetazos por hacerse con las mejores porciones. Lucius disfrutaba con el espectáculo. Streblos y Fortis aprovechaban para atiborrarse con los trozos que su amo desdeñaba.

Fortis miró hacia el cielo y observó que el sol cada vez declinaba más pronto. Maldijo esas jornadas en las que la oscuridad parecía haber devorado a la luz: las noches eran más largas que los días. Menos mal que en breve celebrarían la victoria del Sol Invictus y el astro rey, vencedor en su eterna lucha contra las tinieblas, comenzaría a alargar los días.

El esclavo hizo notar a su amo que convenía ir retirándose hacia sus lares: con la caída de la tarde las calles se volverían cada vez más peligrosas. Ya estaba la gente de por sí alborotada: con los excesos propios a las Saturnalia los ánimos estarían más desbocados.

Lucius pidió visitar de camino a casa los puestos que habían colocado en el Foro con alimentos, sigilla y cerei. En esos días, en los que las familias (incluso las mal avenidas) solían reunirse para cenar era tradicional que los mayores se regalaran entre sí velas de cera (cerei) y los niños recibieran figurillas de arcilla (sigilla) representando muñecas, gladiadores, aurigas o héroes de la mitología o la historia.

El año pasado le habían regalado un hermosísimo caballo de Troya con ruedas, a través de cuyas ventanas se veían las cabezas de los aqueos que se ocultaban en su interior.

El Foro estaba a reventar. Frente a la tribuna de los Rostra una multitud estaba pendiente del sorteo de la lotería que las autoridades habían organizado para conmemorar los días de Saturno.

—¿También jugaban a la lotería?

—Normalmente los juegos de azar estaban prohibidos fuera de los locales autorizados, pero en esos días los ediles hacían la vista gorda.

—Y se regalaban cosas y se reunían para hincharse a comer.

—Ya sabes de quiénes heredamos esas costumbres.

Por doquier grupos de hombres y mujeres jugaban a las tabas, los alea (dados) o al terni lapilli (tres en raya) y apostaban grandes cantidades de dinero. Merced al mucho vino trasegado los ánimos fueron caldeándose y pronto comenzaron a volar los primeros mamporros. Fortis apresuró la marcha y empuñó la tranca que llevaba colgada de la cintura. Se encontraron a varias parejas fornicando en los rincones más oscuros: eso era impensable en cualquier otro día, pero en las Saturnalia toda Roma parecía olvidar que era una ciudad de pacatos.

La cocina de la domus bullía de actividad: bajo las órdenes de Apicius, el cocinero en jefe, decenas de esclavos se apresuraban a elaborar todos los platos que se consumirían esos días. Jabalíes asados rellenos de pajarillos, tetillas y vulvas de cerda confitadas, lampreas en su sangre…

 —Nosotros solíamos quedar el Puente de la Purísima, en la casa que mi abuela tiene en la huerta, para hornear en su horno moruno todos los dulces que consumíamos en Pascuas. Me encantaba meter las manos en la masa, picar almendra para los cordiales… Eso era antes…

—Estoy seguro de que ese antes volverá a ser ahora: sólo tienes que encontrar tu momento.

Al día segundo de las Saturnalia los romanos se disfrazaban y salían a las calles cantando canciones picaronas y bebiendo como bárbaros. El jolgorio se adueñaba de una ciudad cotidianamente gris después de tantos años de guerras civiles. Los hogares resplandecían por la luz que los miles de cerei proporcionaban. Todos se deseaban Felicia Saturnalia y fingían una cordialidad que estaba condenada a desaparecer en cuanto se acabasen los ecos de esas entrañables festividades.

"Al tercer día el mundo parecía haberse vuelto del revés: los amos se calaban el pileus, el gorro de fieltro con el que cubrían a los esclavos cuando los liberaban y se convertían en libertos"

Para las Saturnalia acudían a la domus de los abuelos de Lucius los Sergii desde sus predios de Sabinia y Umbría. A Lucius el Sergio que más le gustaba era el tío Marcus, hermano de su padre: un crápula descarado, tremendamente juerguista y derrochador. Los abuelos lo habían mandado a las montañas de Sabinia para cuidar la granja familiar y, sobre todo, para alejarlo de las tentaciones de Roma. Pero en esos días de desenfreno no había nadie que le pusiera límite. Además, habría sido un escándalo mayúsculo que no lo hubieran invitado a celebrar con los suyos las fiestas.

Al tercer día el mundo parecía haberse vuelto del revés: los amos se calaban el pileus, el gorro de fieltro con el que cubrían a los esclavos cuando los liberaban y se convertían en libertos. Vestían a los siervos con sus mejores galas y les hacían sentarse en las mesas donde normalmente se sentaban sus amos, quienes en esta ocasión les servían los mejores manjares y hasta les toleraban que les gastasen inocentes bromas.

—¡Anda! Como sucede en las cenas de empresa donde trabaja mi padre. Con la excusa de que van borrachos pueden cantarle las cuarenta al jefe. El problema es que al día siguiente hay que volver al tajo y los jefes no olvidan. Lo alucinante es que se ponían gorros como hacen algunos aquí con los de papá noel. Los odio. Son patéticos.

—Ya somos dos.

Lucius adoraba la última cena de las Saturnalia: toda la familia se vestía con la synthesis, la vestidura de lujo, devoraban las mejores delicias surgidas de los fogones de Apicius y como postre comían el pastel de frutos secos y miel. Dentro escondían un haba seca: quien la encontraba era nombrado el Princeps Saturnalicius, coronado con una corona y todos debían obedecerlo y participar en los juegos y pruebas que se le ocurrieran.

Ese año, como en todos los anteriores, el honor volvió a recaer en Lucius, para gran disgusto de su hermana Sergia y sus primos menores.

—¡Lo que faltaba! Remataban como rematamos nosotros: buscando el haba o los regalitos escondidos en el Roscón de Reyes.

—Somos más romanos de lo que creemos. Te deseo unas Felices Saturnales, Irene.

—Y yo a ti, magister: IO SATVRNALIA!

—IO!

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