“Incluso las medusas perezosas lo hacen, lo hacen los ingleses en bancos de arena poco profundos, las moscas educadas lo hacen, y hasta las románticas esponjas lo hacen…”. Son algunos de los versos que Cole Porter propuso para loar el enamoramiento en todas sus facetas, para que reinara entre todos los seres en cualquier latitud, de lituanos a siameses, de argentinos a españoles. Los dio a luz en 1928 para el musical Paris, y la composición es un buen ejemplo de las famosas canciones procaces a modo de listas con las que Porter obsequiaba a sus fieles, por no hablar de las directas invectivas que gastaba hacia las minorías (algunos de los versos fueron alterados a posteriori para evitar ofensas: “Chinks do it, Japs do it, up in Lapland little Laps do it…” / Los chinos lo hacen, los japoneses lo hacen, allá en Laponia lo hacen los pequeños lapones…). El gran Bing Crosby ya los cantó con alcance planetario en 1929 y no renunció a aquellas estrofas que hoy merecerían la cancelación inmediata y la lapidación en los medios, sobre todo porque lo de enamorarse era insustancial. Aquí de lo que se trataba era de hacerlo, un escueto y sugerente mandato para arrimarse a la candela, para darse jabón, para hacer el amor sin tapujos, como sugería aquella canción que fue “Makin’ Whoopee”, popularizada por Eddie Cantor aquel mismo 1928. “Let’s Do It (Let’s Fall in Love)” fue sin duda un éxito. El primero que ensalzó las bonanzas de follar por pura diversión, la primera canción exitosa que proclamaba abiertamente que el sexo era divertido.
Bob Stanley (Horsham, Reino Unido, 1964, periodista musical, DJ, empresario discográfico y miembro fundador del grupo Saint Etienne) había tratado en el volumen Yeah!, Yeah!, Yeah!: La historia del pop moderno (2014; Turner, 2015, sin ser del todo fiel al original inglés) los hitos de la música popular que iban desde Bill Haley hasta Beyoncé, pero faltaba echar un vistazo a los orígenes de lo que supuso en advenimiento de una nueva era en el ámbito musical, abrazada por millones de fanáticos que no dudaban en dejar entrar en sus casas a sus héroes, bien fuera a través de la radio, de las gramolas o de los vinilos que atesoraban como hacen hoy los que todavía entienden que apropiarse de un álbum es algo más que hacer justicia al artista, es formar parte de la historia de la música. Let’s Do It: El nacimiento de la música popular habla de todo ello con la misma pasión y frescura que lo hizo su hermano menor (menor sólo por los años que retrata), pero la voz es la misma, la del inteligente, divertido y aventurero que se las apañó para contar todo aquello que fuera pertinente de aparecer en las listas de éxitos de cualquier rincón del planeta, especialmente en las fuentes anglosajonas, que son las que Stanley mejor conoce y a las que debe su vocación. Su autoridad en el asunto también viene reforzada cuando se conoce que el polifacético escritor tiene una de las mayores colecciones de discos de vinilo del mundo.
“El pop requiere un público al que el artista no conozca en persona”, escribe Bob Stanley en el volumen que va de 1955 a nuestros días. Alumno erudito de Nik Cohn, Stanley se pone la camisa blanca de manga corta, coge su cartera, doma su pelo con raya francesa, se planta su chapa identificativa, sus mocasines y se encara a patearse las calles ejerciendo el apostolado que le ha sido asignado desde que sintiera la llamada del Señor Pop. Deja que el bueno de Greil Marcus en la rivera americana se encargue de las majestuosidades mientras que él se dedica a esparcir la palabra de la historia menuda, esa que cabe en los singles, no en los elepés conceptuales, que también. ¿Y qué queda en los márgenes de las aceras, cerca de las alcantarillas? Lo de siempre, los universos periféricos, alentados por la cosmogonía angloamericana, pero autónomos y con la enjundia suficiente como para formar parte de Let’s Do It, ni que sea en apéndice. Pero ése, al parecer, no es cometido de Stanley, que ni quiere ni parece diestro en esas otras galaxias musicales, lo latino, lo afrocubano, el bolero o el tango…
Fue mucha la música y su influjo en el arco temporal que va de la Guerra Civil de Estados Unidos al inicio del movimiento por los derechos civiles. Stanley borda con hilo de oro y pespuntea la mitad del siglo XX, la que va del ragtime al advenimiento del rock’n’roll, donde el rock lo ofrecía la inquieta y rudimentaria sangre joven de los guitarrazos y el roll venía del swing añejo de la batería de jazz que les hacía de síncopa y anclaba el género al pasado, o al menos, lo reseguía con agujas doradas hacia nuevos territorios, hasta hoy. Porque al fin, el asunto va de vender discos, cuantos más mejor. La diferencia con el hoy es que aquellos discos iban destinados a las clases populares (pop), que eran, cual ahora, mayoría, por tanto dignos destinatarios de las manufacturas musicales de la época. La transacción era física: aquí unos dólares, aquí tu disco. En la Era de Spotify, aquí tu música volátil, siempre y cuando la conexión nos lo permita (lo de llevarse un disco a casa, todos lo sabemos, un lujo al que no todos renunciamos). En todo caso, el pop sigue siendo un catalizador de primer orden que refleja los cambios sociales de cualquier índole. Puro entretenimiento con dosis histórica, al fin y al cabo. De ahí que en esta parte inicial del díptico que Bob Stanley ha montado sobre el pop, sigan cabiendo tanto los grandes nombres como los héroes secretos que completan de forma obligada el cuadro. Y sí hagámoslo de nuevo, sigamos escuchando pop, que es nuestra intrahistoria. Enamorémonos siempre, como quería Cole Porter, hasta que el corazón nos lo permita. Así no quedará todo en manos de medusas perezosas o de esponjas románticas.
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Autor: Bob Stanley. Título: Let’s Do It: El nacimiento de la música Pop. Traducción: Tito Pintado. Editorial: Liburuak. Venta: Todos tus libros.


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