Me despierto a horas en las que el espíritu debería callar. Las horas en las que el sueño habría de ser más reparador. Y escribo.
Como un bicho hecho al hábito, primero procuro dormir. Pero no puedo. En esta larga estancia, desde la que me golpea la luna en la cara cuando alta se alza por allá, hay demasiados espíritus. Cómo arañan, los cabrones, si son solo esencia, ¿cómo es que se agarran así a mis tripas, a los trapecios, a los tendones del cuello? Me quieren fuera de la cama, quieren que mi mente continúe diluyéndose sin reposo.
Y antes de que el dolor y la pena sean más grandes, me siento en silencio a golpear las teclas. Soy como un caballo salvaje en muchas cosas. Reacciono de formas desmesuradas, ampulosas, a estímulos que no mueven a las almas amaestradas. Y esto puede hacerme ácido, o amargo, resalado. Puede volverme fuego, y volcán. Puede quitarme lo que más hondamente valoro. Me sé salvaje, y es una expresión que no basta para describir lo que hay. Pero antes de que los coches dejen atrás sus estelas, antes de la luz de la luna se vuelva promesa o recuerdo, aún queda serenidad en mi tintero para garabatear en calma.
Porque las palabras sirven para dar algo de salida a los anhelos. No soy un poeta de anhelos desconocidos. Me son muy familiares, y puedo decir que eso es aún peor.
Sin embargo, a cualquier hora, las letras intentan salvarme. Ya no lo hacen como antes, o quizás nunca pudieron, pero son buenas vendedoras. Compre otro boleto de estos, señor, verá como gana. Olvide los boletos ya arrugados que no cumplieron. Este es el bueno, de verdad.
Me recuerda este silencio de la noche al que sentí la primera vez que vi un campo de girasoles. Allá de cuando otro desasosiego, este menor, pues no era la rotura de una familia, me desmembraba el alma. Era agosto, iba a mi entrevista a la Fundación, y aquellas flores bellas, con su cara siempre hacia el sol, sin importar lo mucho que pueda cegarlas, me golpearon como una premonición. Sé que aún tengo las fotos que hice desde un coche en movimiento. Un aviso, un gesto de esas lomas cordobesas, seguro, de que un girasol me enraizaría en el pecho y tras cambiarme toda la sangre por su sentir naranja, se quedaría mirando al sol, tapándome por siempre la luz, dejando que escribiera cuando mis niños ya deben haber cenado, y uno se ha vuelto a esconder, y la otra está decidiendo que hacer con su vida, con ese día de circo, de caja de papel, a trece pisos de altura. Sin padre. Sin lucha. Sin justificación.
Esta es una columna cortita, solo un canto de grillo suave, de las horas que me acompañan. Pero quizás sea buen momento para reconocer que me he quedado sin opiniones o, mejor aún, sin las ganas de fingirlas para nadie. No me quedan posiciones políticas u apolíticas impostadas. Se me han secado los sacos de las esperanzas. No espero ni demando de la literatura más que este paliativo sencillo. Por tanto, poco podré opinar, si la indiferencia preside mis pensamientos ante todo lo que considere ajeno. No es esto estoicismo. No es necesario elevarlo a algo tan complejo. Es más bien realidad. Es un encefalograma plano, un vivir sobre el folio, escapando de lo amargo, y buscando el silencio como único aliado. Aunque parezca que las letras son opuestas a esto, a mi me construyen la casa serena. Me ayudan como mejor se puede. Y por eso, digo, que sin muchas más opiniones que proporcionar, aparte de estas epístolas a mí mismo, a mi otro yo, esto encaja más bien en la categoría de diario. Pero de diario de punto, puesto que no alberga mi falso día a día, ese del que pocos pueden huir. No, esto es solo un lugar para dar puntadas sobre una tela blanca, pálida y hermosa, como lo fueron nuestros corazones antes de que la falibilidad humana intercediera. Antes de que las cenizas colapsaran mis fosas nasales, y me despertara con un jet lag permanente, que nunca he padecido, porque si antes mi sincronía circadiana la marcaba internamente, he llegado a un punto en que esta sigue el metrónomo de recuerdos, de anhelos, de corazones que se saben rotos.

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