He dejado la llave por dentro en la puerta de la entrada y he echado el cerrojo de seguridad. También he bloqueado la cancela de la verja y cerrado la jamba de cristal. He activado los detectores de movimiento y apuntado la cámara hacia el exterior. No he puesto la alarma, es absurdo. No podría moverme en el interior de casa y, de existir una emergencia, no acudiría nadie. Hoy, no. No saldremos a la calle en todo el día. Por quienes más lo siento es por las perritas, que tendrán que hacer sus necesidades en el patio y contener toda esa energía hasta medianoche. No me gusta el Día de los Santos Inocentes. Antes tampoco me entusiasmaba, pero, en estos tiempos, menos aún. Nunca me gustaron esos programas de televisión en los que se escogía a un cabeza de turco de entre las celebridades del momento y, con ayuda de un cebo (alias amigo o familiar), se le ponía en un aprieto de proporciones exageradas para comprobar su carácter y su paciencia. Quizá sea por mi empatía o qué se yo, pero lo paso mal poniéndome en la piel del «inocente».
Recuerdo cuando la broma servía para reír con la víctima y no reírse de ella. Eso hace tiempo que tiene otro nombre. Lo que no cabía esperar es que alcanzara cotas tan inverosímiles como las actuales. Durante el resto del año hay campañas contra el maltrato y el acoso, estas acciones están penadas por la ley. Lo de hoy no tiene nombre y no sé a quién se le ocurrió la brillante idea, menos aún que una inmensa mayoría de la población la secunde. Es obvio que los más perjudicados son los de siempre, aquellos que viven en la calle o los que no tienen más remedio que salir a buscarse la vida. Con suerte no se convertirán en una diana humana ni saldrán en la tele. El chiste no hace gracia a todos por igual. Las bromas de hoy no son inofensivas. Y la venganza está prohibida el resto de los días del calendario.
Este año, no obstante, está sucediendo algo extraño que rompe la norma e impide que el estatus establezca ganadores y vencidos de antemano. Nos hemos convertido en la broma de otros. Lo he visto en algunos shorts de YouTube y también ya hay reels de Instagram que los muestran. Los patas largas y los sin rostro. Las líneas negras que se mueven como serpientes y seccionan todo aquello que tocan. Los chapas, que convierten a todo aquel con el que se cruzan en un plato metálico aplastado, como tapas de alcantarilla o esas chapitas que usaban antiguamente los niños para jugar arrodillados en las aceras. Ellos vienen también este año, han cruzado el umbral para participar también de estas inocentadas. Solo que no conocen las reglas o, si lo hacen, las obvian con descaro.
Recuerdo cuando la broma consistía en colocar un monigote de papel a la espalda o un cartel en el que dijera «patéame el culo». Cuando lo de las llamadas telefónicas a lo Bart Simpson estaba de moda o se llamaba al timbre de una casa al azar y salíamos corriendo como flechas persiguiendo balas. O cuando le echábamos sal al café o, en plena siesta, llenábamos de nata o espuma de afeitar la mano del durmiente y lo despertábamos acariciando su mejilla con una suave pluma para que él mismo se pringase la cara. El cambio de tinta en un bolígrafo, el jabón en la alcachofa de la ducha o los huevos de pega en una ensalada. Las pedorretas bajo el asiento, las bombas fétidas o las cacas falsas. Eran bromas inocentes, sin maldad, con el único afán de divertirse sin humillar al otro. Y sí, todas esas fueron el germen de lo que hoy supone este día, pero no la razón de que se hayan convertido en lo que son.
Hay quien no sobrevive. El mensaje de la onomástica de hoy se ha desvitalizado por completo. «Hoy todos son inocentes». Ese es el lema. Es lo que se dice. La norma. «Haz lo que quieras, nadie te culpará por ello. Diviértete». Las fuerzas de la ley, hoy, miran para otro lado o participan en las bromas. Cada vez son más elaboradas. Hay quienes llevan preparándolas todo el año. No los recién llegados. Ellos solo se dejan llevar por la emoción del momento y dan rienda suelta a sus habilidades. Agrandar o empequeñecer el tamaño de las extremidades, cambiar el color de la piel, devorar la ropa de los transeúntes, ablandar el metal de los vehículos son algunas de las excentricidades que llevan a cabo. De momento, con ellos lo cierto es que no se han reportado víctimas mortales. Sus carcajadas resuenan por todas partes, estridentes, inquietantes, como engranajes estropeados o huesos de cristal rompiéndose entre gritos de placer. Nadie se ríe salvo ellos.
Algunos de los bromistas habituales de todos los años han corrido a encerrarse en sus casas o se han atrincherado en el local que tenían más a mano. No todos lo han conseguido y los hay que se han deslizado como un riachuelo hasta la misma playa. Los que ahora tienen pico de pato, graznan. Quienes se han llenado de agujeros negros, tratan de contener su ansiedad. Los que han empezado a flotar, rezan por no desinflarse demasiado lejos del suelo. No sabemos si mañana se les pasará el efecto de esta broma interdimensional o seguirán así. Lo que es seguro es que nadie ríe en este día salvo ellos. Ellos, sí. Y sus carcajadas son cada vez más ruidosas y espeluznantes. Todos esperan que, al menos, sepan que las bromas se acaban con el nuevo día. Mañana, por si acaso, tampoco saldremos de casa.


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