Entre las primeras maravillas que hace más de 60 años me descubrió la gran pantalla hubo dos elefantes prodigiosos. Uno de ellos fue Dumbo, el paquidermo de la cinta homónima, estrenada en 1941, dirigida por Norman Ferguson, Samuel Armstrong y Wilfred Jackson para la Disney. Recuerdo especialmente esa secuencia con los cuervos. Dejaré para otro día las sabidas connotaciones que tienen estos pájaros —que, paradójicamente, en Dumbo no son de mal agüero— para llamar la atención del lector sobre el ratón Timothy Q., esa conciencia de algunos protagonistas de las animaciones de la Disney, que alcanzó su máxima expresión en el Pepito Grillo de Pinocho (N. Ferguson, T. Hee y W, Jackson, 1940). Timothy está interesado en que el elefantito vuele y, en efecto, acaba haciéndolo merced a un obsequio de los cuervos: la pluma que le arrancan a uno de ellos. “Lo que nunca vi lo estoy viendo ya: a un elefante volar”, canta —en ese español impreciso del otro lado del Atlántico tan frecuente en los doblajes de hace más de 60 años— el coro de las aves. En fin, yo era el niño más feliz del mundo. Qué lejos me quedaba entonces El Cuervo (1845), el más célebre poema del gran Edgar Allan Poe.
Había algo en la manera de andar de Elsa Martinelli que, además de la sensualidad y el magnetismo de una de las actrices más atractivas de los años 60, rezumaba optimismo, como la música del gran Henry Mancini. Aquella cría de elefante, que se encariñaba con ella en ¡Hatari!, y empezaba a seguirla a todas partes, como hubiera hecho cualquiera de sus admiradores, lo sabía. Rutilante estrella en las mismas fiestas que Aristóteles Onassis y María Callas, dos de sus amistades en sus noches de gloria, la maravillosa Elsa fue toda una celebridad en la crónica social de los años 60. Ya en los 70, el tiempo parecía no haber pasado por ella cuando sus desnudos comenzaron a ser frecuentes, tanto en el cine como en las revistas de información general, que llenaban sus mejores páginas en color con aquellos toples de las actrices soñadas por el elemento masculino desde la cartelera de la década anterior.
Pero, en lo que al cine respecta, la mayor gloria de la maravillosa Elsa Martinelli fue la de haber inspirado uno de los grandes personajes femeninos de Hawks: la Dallas de ¡Hatari! Sin olvidar esa pieza cuya frescura marcó un hito en la historia de la música en el cine: “Baby Elephant Walk”. Fue incluida por el gran Henry Mancini en el score de ¡Hatari!, para subrayar musicalmente la armonía que irradiaban las secuencias en las que le iba a la zaga aquel pequeño paquidermo, que quisimos ser todos los admiradores de aquel milagro de la biología femenina que fue esta actriz distante y altiva, tanto cuando de niños la creímos madre del elefantito como cuando de jóvenes, en los posteriores visionados de ¡Hatari!, descubrimos que era toda una chica.
Elsa Martinelli nació en Grosseto en 1935, allá en la Toscana. Hija de una familia pobre y numerosa, sólo tenía 12 años cuando se vio obligada a ponerse a trabajar de camarera. Pero aquellos eran los tiempos en que el destino de los chicos desheredados podía redimirse en el cuadrilátero —recuérdese al Rocco Parondi (Alain Delon) de Rocco y sus hermanos (Luchino Visconti, 1960)— y el de las chicas, que no tenían más que su hermosura, por dicha belleza. El atractivo de Elsa era tan poderoso que no tardó en abrirle las primeras puertas. Adolescente aún, se empleó como maniquí en una casa de modas. Pero, como tantas otras jóvenes italianas de la época, su verdadero sueño era el cine.
Debutó en la pantalla con un papel notable en Se vincessi cento milioni (Carlo Campogalliani, Carlo Moscovici, 1953). Sin embargo, las puertas de Hollywood se las abrió una fotografía suya, publicada en la mítica revista Life. Kirk Douglas reparó en aquella imagen y exigió que Elsa fuese la Onahti de Pacto de honor (1955), su partenaire en aquel western del gran André de Toth. Sin embargo, la joven actriz habría de desarrollar el grueso de su carrera en la pantalla europea.
Tras regresar a Italia bajo contrato del productor Carlo Ponti, en 1956 protagonizó La risaia, de Raffaello Matracazo, y Donatella, una comedia del gran Mario Monicelli. Su trabajo en esta última le valió el Oso de Plata a la Mejor Actriz en el Festival de Berlín y, más allá de su belleza, descubrió a una mujer de fuerte personalidad e indiscutible carácter. Justo como le gustaban a Howard Hawks las chicas. Lástima que el resto de Hollywood no compartiese sus gustos y varias de ellas no hiciesen carrera en Estados Unidos.
Antes de colaborar con Hawks, Elsa Martinelli contrajo matrimonio con el conde Franco Mancinelli Scott di San Vito y se hizo notar protagonizando varias coproducciones europeas rodadas en Italia. De la fascinación que Hawks sintió por Elsa nos da cuenta el personaje que le confió, en gran medida basado en lo que era la propia actriz cuando acababa el rodaje: una condesa italiana, Anna Maria D’Allesandro. Sí señor, en la vida real ese —aunque con otro nombre— era el título nobiliario que a la sazón ostentaba la actriz en calidad de consorte. Y la condesa de la ficción se introduce como fotógrafo de una importante revista ilustrada en el equipo de Sean Mercer (John Wayne): una pequeña tropa de cazadores de rinocerontes a lazo en el África subsahariana. Y así mientras Mercer y sus muchachos proveen de “animales salvajes” a los zoológicos y casas de fieras que quieran comprarlos, Dallas —que llamará Mercer a la condesa; “Mama Tembo” para los nativos, que viene a decir “Mama elefante”— enamoraba al paquidermo y a unos cuantos humanos.
Muy apreciada en el cine francés, Elsa Martinelli protagonizó allí Sangre y rosas (1960), una sobresaliente adaptación de Carmilla (1872), del gran Sheridan Le Fanu. Debida a un erotómano del calibre de Roger Vadim, esta cinta brindó a la altiva Elsa uno de sus personajes más sensuales: el de Georgia Monteverdi. El capitán (1960), una de las inolvidables producciones de capa y espada que dirigía André Hunébelle, fue otra de las películas francesas de Elsa Martinelli. Y, por supuesto, Los caminos prohibidos de Katmandú (1969), un interesante acercamiento de André Cayatte a la sedición juvenil, entonces en pleno auge.
A decir verdad, la colaboración con Hawks supuso un respingo a la carrera de la actriz. Antes de que acabara 1962, otro maestro, Orson Welles, le confiaba la Hilda de El proceso. Convertida en una de las mujeres icónicas de aquella época, fue una de las protagonistas de la dolce vita, la verdadera, la que inspiró la cinta homónima de Fellini. Además de a las revistas, entre sus filmes posteriores se asomó a la ciencia ficción en La víctima número 10 (Elio Petri, 1965). También hubo giallos —Una historia perversa (Lucio Fulci, 1969)— y superproducciones españolas —La araucana (Julio Coll, 1971)—.
Su carrera, prácticamente reducida a la televisión, se prolongó hasta 2004. Elsa Martinelli estuvo casada en segundas nupcias con el fotógrafo Willy Rizo. De niño, y también de joven, yo la hubiera seguido al fin del mundo como aquella cría de elefante.


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