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A modo de prólogo: Baroja y los barojianos

A modo de prólogo: Baroja y los barojianos

«Yo no creo que es una buena idea el nombre de esta colección, Baroja y yo». Así hubiera escrito Baroja esta frase. De joven me hacían muchísima gracia sus llamadas incorrecciones, y siguen haciéndomela, porque, aunque nos chirríe algo en el oído el empleo un tanto vizcaíno de ese tiempo verbal y del adverbio no (que actúa sobre creo y no sobre es, como sería lo correcto), entendemos lo que quiere decir, y aun más.

Tal y como él lo expresa, para el sujeto de esta frase no es que sea una mala idea, es que es una mala idea, sin concesiones a la duda ni demás cortesías del subjuntivo; es una idea bizarra hoy y lo será en el futuro, viene a decirnos. ¿Por qué va a ser mejor el camino de la prosodia existiendo atajos del buen entendimiento?

"A lo que vamos: no ve uno una buena idea esto de Baroja y yo. Parece que esté sugiriendo un Yo y Baroja"

Ah, Baroja, es único en contar las cosas, natural, vivo, tan expresivo y cercano siempre, sin retórica, con sus aristas y un poco áspero, «agrio», con esa prosa reumática, como si le «crujieran las articulaciones del idioma», más cerca del habla que del libro, y, claro, con su implacable humor. Un humor de medio lado, a veces involuntariamente cómico, pero de ley. Claro que a Baroja no se le lee a carcajadas, sino con una sonrisa, y tampoco se llora con él, pero a veces se queda uno en silencio, lleno de emoción, como esos viejos a los que no se sabe si se les llenan de agua los ojos porque la vida es triste o sólo porque son viejos.

A lo que vamos: no ve uno una buena idea esto de Baroja y yo. Parece que esté sugiriendo un Yo y Baroja.

De todos modos, como título es mejor, me parece a mí, que el que tenía aquella colección para la que acabé también escribiendo un libro. Los editores pretendían que se titulara Yo, Cervantes. De haberlo publicado como querían, hubiera tenido pesadillas, así que accedieron a cambiarlo por otro. Apareció como Las vidas de Miguel de Cervantes, y yo se lo agradecí.

«Yo no escribo casi nunca pensando en los lectores», escribe Baroja. Y yo podría decir lo mismo: casi nunca pienso en mí cuando le leo a él. ¿Para qué? Me gusta lo que dice, cómo lo dice, oírle toser (la prosa de Baroja es la que mejor expectora de la literatura española), ser testigo de sus confidencias sentimentales, un tanto románticas y artríticas, y quedarme en un rincón mientras él habla no se sabe para quién. Y el tono. Qué tono tan admirable, ni do de pecho ni retumbancias, ni tenor italiano ni bajo ruso, casi siempre una melodía de vagabundo tarareada a medio gas con una voz opaca, sin brillo. Porque habla, quiero decir escribe, como hace mucho tiempo supe que sucedía en la tertulia esa que se hacía después de la guerra, ya viejo, en su casa de la calle Ruiz de Alarcón. Allí la gente entraba y salía sin presentaciones ni despedidas. Un día Baroja murió, y dejó de celebrarse, sin que nadie tampoco notara mucho su falta, ni la de los demás contertulios. La vida dura lo que la estela de una gabarra. Con Baroja todos somos un poco los extraños que comparten un trayecto de tren, tratándose con gran familiaridad, y luego desaparecemos todos, ellos y nosotros al mismo tiempo. Cuando desaparecen ellos, desaparecemos nosotros. Es otro más de los alicientes de leerle, saber que uno puede quedarse a un lado, en silencio, oyéndole un rato, y luego irse sin dar explicaciones. De modo que a lo de Baroja y yo, en mi caso al menos, le sobra la segunda parte, el yo. Para mí este impromptu barojiano se titulará Un poco de compañía.

"Baroja se construyó una máscara que era copia exacta de Baroja, para eludir hablar de sí mismo"

Cuando lo leo sólo puedo pensar en él, en las historias que cuenta, en sus opiniones, a veces tan extravagantes y simpáticas, pero oportunas por lo general, aunque parezcan en ocasiones algo ramplonas de puro lógicas, tan enciclopedista y nietzscheano, tan verlainiano y sombrío. Me hace muchísima gracia también la afirmación esa suya de que no le gustaba hablar de sí mismo. ¡Pero si no hizo otra cosa! Claro que esto lo hacía como nadie: primero porque, al no contar nunca cosas íntimas suyas, no parece que hable de él, y, en segundo lugar, porque cuando lo hace de una manera abierta, no se da importancia. Sabe perfectamente que la tiene, y en qué cantidad, pero finge no dársela, y ese fingimiento es una atención que tiene con sus lectores. Y desde luego Baroja se construyó una máscara que era copia exacta de Baroja, para eludir hablar de sí mismo, de su intimidad; nadie ha contado menos de su propia intimidad habiendo hablado tanto de sí mismo.

Por lo demás, será raro verle en ninguna exaltación patriótica, literaria o personal. Baroja hubiera suscrito esta frase de Gaya: «Me gusta mucho la gente, pero espero poco de ella». En correspondencia, Baroja, de verdad de verdad, sólo quiso al gato. Y ni siquiera creo que tuviera gato. Incluso cuando gitanea un poco (en lo de la Guerra Civil y sus pasteleos con los hombres del régimen, por ejemplo), no se le tiene mucho en cuenta, y lo comprendemos y disculpamos desde el primer momento, porque no dice, hace ni piensa nada distinto de lo que seguramente diríamos, haríamos y pensaríamos la mayoría de nosotros en su misma circunstancia. En fin, el perfecto clásico de traje gris, como Azorín.

Ahora lee uno menos a Baroja que a Azorín. Baroja es un escritor de partida y Azorín de llegada. Así lo veo yo. Baroja, que siempre pareció un viejo, es escritor de jóvenes; Azorín, que alguna vez simpatizó con el anarquismo, fue desde joven un escritor de viejos. Y que Baroja y Azorín fueran los dos únicos amigos de verdad de toda su generación y a lo largo de la vida, tan distinto uno del otro, es para mí una prueba de que en el fondo son muy parecidos. La buena literatura se parece siempre mucho.

"Don Pío ni era misántropo, como acaso él mismo creía, ni misógino, como lo han creído otros"

Yo no conozco una iniciación a la literatura más apropiada que la de los libros de Baroja. Quien haya tenido la suerte de entrar en la literatura por la puerta de Zalacaín es tan afortunado como el que lo hizo por Miguel Ostrogoff o Kim. Pensar en Baroja, para mí al menos, es pensar en algunos de los mejores años de mi vida, los de la primera juventud. Los jóvenes comprenden y simpatizan con los personajes barojianos, porque son individualistas y desinteresados, y desdeñan casi todas las normas, incluidas las gramaticales. Bueno, al menos eso era así en mis tiempos. Ahora no sé si los chicos (y las chicas) leen o no, y cuánto, y si leen a Baroja. Y desdoblo aquí el género porque, si bien creo que esas novelas de aventuras están escritas desde el punto de vista de un muchacho o de un hombre de acción, Baroja escribió luego algunas novelas pensando sólo en las mujeres, y las mujeres, un tipo de mujeres, se encuentran muy bien retratadas en ellas. Porque don Pío ni era misántropo, como acaso él mismo creía (no conozco muchos misántropos que tengan una tertulia en su casa), ni misógino, como lo han creído otros, sino un escritor que es a la vida social lo que las pianolas y aristones a la música, alguien que va al trantrán.

En todo caso, aun gustándole a uno poco eso de Baroja y yo, le agradezco al editor la invitación y espero no malgastar el papel contando a estas alturas cosas sabidas ya por todos los barojianos. El editor, además, estará contento, porque venderá de este libro miles de ejemplares, ya que hoy día todos se dicen barojianos y desde mucho antes que nadie.

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Autor: Andrés Trapiello. Título: Un poco de compañía. Editorial: Ipso Ediciones. Venta: Amazon 

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