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A vueltas con Robinson Crusoe (Tiempos de coronavirus 10)

A vueltas con Robinson Crusoe (Tiempos de coronavirus 10)

No espío, sólo miro. Salgo a la ventana porque la casa ya me la sé. Salgo a mirar el aire. A pestañear ante la luz. Salgo, es un decir, a estar. Sin intención alguna. Salgo porque ya he desayunado y son más de las once. Salgo para que me ocurra algo. Salgo porque ya he afilado todos los lápices, he hecho la cama, me he duchado y he puesto la toalla a secar encima del radiador de la cocina.

Una mujer del sexto, de la casa de al lado encima de la mía, está tendiendo unos trapos. Quizá sean de cocina, aunque no creo que tengan tres o cuatro del mismo tono; además son un poco más grandes de lo habitual y de una textura más compacta.

—Hola —me ha dicho—. Hasta luego —agregó muy poco después.

"Puede que no me haya reconocido porque ahora tengo barba. Ha ido creciendo asilvestrada desde el día siguiente al que dejé de ir al trabajo"

No me ha sonado, quizá porque estaba sin maquillar. Tampoco llevo tantos años viviendo aquí como para conocer a todos los vecinos y mucho menos para saber en qué piso y letra vive cada cual. Por el tamaño y su grosor podrían ser los forros de unas butacas, esos a los que se los suele mirar con cierta conmiseración, como diciendo «ya los lavaré, no corren prisa». Y se van dejando, se van decolorando por el roce, por la luz. Antes, y sólo en ciertas casas, se colocaban unos tapetes blancos de hilo bordados de los que había que estar pendiente porque a la mínima había que recolocarlos. Siempre me parecieron un poco… ¿ridículos?, una coquetería ramplona, pero como podrían haber sido tejidos por la dueña de la casa o traídos de algún viaje nunca hice comentario alguno.

Puede que tampoco me haya reconocido, puede que me haya saludado por educación y porque estos días todos estamos más amables, aunque, sospecho, con una sombra de duda y sabiendo que ese trato se debe sólo a las circunstancias; luego se volverán a marcar las distancias. Puede que no me haya reconocido porque ahora tengo barba. Ha ido creciendo asilvestrada desde el día siguiente al que dejé de ir al trabajo. Como cayó en sábado no reparé en ello, hasta el miércoles o jueves siguiente en que me fijé mientras me cepillaba con desgana los dientes frente al espejo del pequeño cuarto de baño. “Parezco un Robinson”, me dije con absoluta indiferencia. No me lo volví a plantear. Mientras escribo se me ocurre que tendría que releer el libro de Daniel Defoe. Incluso el de Coetzee, para compararlos.

"Ojalá pudiera nadar. No he vuelto a hacerlo desde hace unas tres semanas largas. Cuando en una película alguien aparece nadando cambio de canal."

Nada, no está el de Defoe. No sé para qué lo he buscado. La culpa es mía por intentarlo. No hay mayor decepción que buscar un libro en vano. Creo que lo tenía en una edición barata, de bolsillo. No da igual. He mirado por la C y por la D. En fin. Al menos me conformo con el arranque del de Coetzee: “Al final me sentí incapaz de seguir remando. Tenía las manos llenas de ampollas, me ardía la espalda, me dolía todo el cuerpo. Con un suspiro, casi sin salpicar, me deslicé por la borda al agua. Con lentas brazadas, mis largos cabellos flotando en derredor como una flor marina, una anémona, como una de esas medusas que se ven en los mares del Brasil, empecé a nadar hacia la extraña isla, al principio contra la corriente, como había llegado remando, y, luego, libre ya de su garra, dejé que las olas me arrastraran a la bahía y me depositaran en la playa”.

Tres cuestiones:

—Ojalá pudiera nadar. No he vuelto a hacerlo desde hace unas tres semanas largas. Cuando en una película alguien aparece nadando cambio de canal. Nadar: pudiera parecer algo simple, monótono. Incluso sin sentido. Nadar hasta llegar al final de la calle para luego volver, y hacer lo mismo una y otra vez. Puede parecer más ridículo aún contar los largos. Eso lo digo ahora pero no hace un mes. Llevaba un control riguroso. “Veinticuatro, como los años de Eka; 28, como los que tenía cuando me casé; 33, como la edad de Cristo; 40, la pérdida de la juventud; 13, la pubertad; 18, la mayoría de edad; 17, cuando empecé en la Universidad…”.

—No sobreviviría en una isla desierta. No sé hacer nada. Y aun cuando la necesidad aviva el ingenio acabaría en manos de caníbales o moriría deshidratado, de frío o por paludismo.

—Robinson Crusoe sufrió un confinamiento obligatorio sin que nadie lo supiera hasta muchos años después. No sabemos los robinsones que murieron en la soledad absoluta sin que ningún sanitario les socorriera. Sin enterrar. Alimento sabroso para alimañas, postre para gaviotas, buitres o águilas. Incluso para peces: el cuerpo en la playa es fagotizado por la marea y lo arrastra aguas adentro, lo mece arriba y abajo, lo hunde, lo vuelve a sacar a la superficie, la carne ya carcomida por el salitre, avistado como un suculento aperitivo por una bandada de gaviotas, despedazado por los envites del oleaje contra las escolleras. Hasta que el esqueleto desciende muy despacio y se posa sobre una superficie de arena blanca, junto a la arboladura de un pecio olvidado.

"¡Caer más bajo que en reclusión es difícil! Bien lo sabía Céline y ahora nosotros"

Me había quedado con las ganas. “Nací en 1632, en la ciudad de York, de una buena familia…”. No me interesa, no me parece un buen arranque. “Nací en 1632 en la ciudad de York, donde mi padre se había retirado después de acumular… “. Tampoco lo mejora mucho esta otra versión. No he tenido paciencia para ver quiénes eran los traductores. No me engancha. Me gusta más el inicio de Coetzee.

Buscando el libro de Crusoe surgió Fantasía para otra ocasión de Céline. “… una crónica «sui géneris» de los acontecimientos históricos que, entre 1944 y 1945, el autor contempló como mero espectador —el bombardeo que asoló la ciudad de París— o padeció en su propia carne (sin querer puse «sangre», que también encaja): la huida por la Alemania próxima a la derrota, el encierro durante 18 meses en una cárcel de Copenhague y, tras su regreso a Francia, el ostracismo literario y la autorreclusión que se mantendría hasta el día de su muerte”. Este es un fragmento de la contraportada del libro. Louis-Ferdinand Céline falleció el 1 de julio de 1961. La foto en blanco y negro de la cubierta le muestra de espaldas, con un chaleco que protege un jersey. Va caminando de lado por el peso de una caja que sostiene con la mano izquierda. Calza unos zapatones, parece encorvado, sin peinar. Se dirige a una casa de dos o tres alturas que puede ser la que habitó a las afueras de París sus últimos años, tan enorme como destartalada, rodeado de perros, con barba de varios días y ningún sentido del humor. Dicen que hablaba con un loro, aunque bien podría ser al revés. A lo que iba, leo en las primeras páginas: “¡Caer más bajo que en reclusión es difícil!”. Bien lo sabía él y ahora nosotros.

"Me viene el nombre de Paul Léautaud porque también vivió muchos años solo, rodeado de gatos y seguro que hablándoles a todos y cada uno mientras les daba de comer"

Otro desarrapado, en lo físico, pero muy fino en la prosa fue Paul Léautaud . Me viene su nombre porque también vivió muchos años solo, rodeado de gatos y seguro que hablándoles a todos y cada uno mientras les daba de comer. Tipos interesados sólo en lo que tenían que escribir, hoscos, al margen de menudencias, entrevistas y falsas modestias. Miro qué pudo anotar hace justo un siglo Léautaud. En la edición que tengo de sus diarios de Fuentetaja sólo hay una entrada de aquel 1920, pero suculenta. “Me había levantado esta mañana, como a menudo, con una disposición melancólica. El paseo me ha encontrado infinitamente sensible hacia todos los recuerdos de infancia que recobraba. En la calle Rochechouart, le he dado diez céntimos a una vendedora de cebollas, ciega, que tenía a su lado, sujetos con correa, dos perros que jugueteaban (…) Estoy tan mal sentado para escribir, con el gato Lolo ocupando la silla, que no continúo”.

Las fotos que se conservan de Léataud muestran a un hombre octogenario, pequeño, flaco, con gafas redondas, sombrero, varias rebecas encima y con un pañuelo blanco abrigándole la garganta. Se le ve también algo abstraído en un butacón, leyendo el texto de una veintena de folios mecanografiados y engarzados uno a otro, como de teletipo, y rodeado de libros que arquean los anaqueles, cuerdas que anudan documentos y carpetas encima de la mesa o de canto. Siempre huidizo y harto de que un fotógrafo se hay colado en su casa. Como un teniente degradado en provincias.

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