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Adelfa

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, XXII: ADELFA

Llegaba tarde, como de costumbre. Y, para no variar, había tenido que dejar el coche a tres calles. ¿Por qué, en el nombre de Dios, era tan complicado aparcar en aquel barrio apartado de casitas bajas? Casi todos los vecinos de la zona eran ancianos, ni siquiera conducían. ¿De dónde salían tantos coches? Trotó el resto del camino y se detuvo ante el número 17, jadeando. Forcejeó con las llaves en la cancela, atravesó el jardín como una exhalación y subió los tres escalones de la entrada de un brinco. El rumor de la radio le llegó alto y claro en cuanto puso los pies en el recibidor. Era parte esencial de la casa, como el olor a lavanda y a medicamentos.

—¡Soy yo, Julia! —berreó.

Se reprendió al instante. ¿Quién iba a ser si no?

El reloj de la salita, aquel adefesio monstruoso con su arrogante péndulo de bronce, marcaba las cuatro y diez. Tarde, como siempre. Julia estaba sentada en su sillón, tejiendo con sus dedos hinchados. Iba en camisón y zapatillas, con gruesas medias oscuras y una toquilla sobre los hombros. Le lanzó un beso a modo de saludo.

—Por mí no corras, cielo. No es bueno andar con tantas prisas.

—Eso dice mi madre —aseguró Lara, desapareciendo en la cocina.

Claro que no solo le decía eso. Solía añadir que el día menos pensado Lara se iba a matar conduciendo aquel cacharro suyo a dos ruedas como una enajenada. Las madres y su propensión a exagerar. ¿Qué culpa tendría ella de que el tráfico fuera infame, o de tener cada vez más abuelos? Así los llamaba siempre: abuelos. Nunca los había considerado meros clientes. Al fin y al cabo, no había conocido a los suyos, a los de su sangre. Un vacío que no tenía nombre y que siempre había procurado llenar. Desde niña tuvo claro que se dedicaría precisamente a eso: a cuidar ancianos. Una sincera y profunda vocación que les resultaba chocante a sus amigos.

—Coño, Larita —repetían—. Que tienes veinte años y alma de octogenaria.

Pudiera ser, sí. No le preocupaba. Le encantaba oír historias antiguas, el cine clásico, un tipo de música que de tan pasada de moda estaba de moda otra vez. No tenía el menor inconveniente en pasar sus tardes de viernes jugando a la brisca con alguno de sus viejitos.

Julia era su favorita, sin la menor duda. Le fascinaba aquella mujer, tan menuda, tan delicada, tan llena de ingenio. Adoraba su lengua afilada y cómo lograba combinarla con unos modales exquisitos de niña bien. Había sido maestra toda su vida. Nunca se había casado. Era, además, la hija de un arquitecto tan afamado que tenía su nombre grabado en el callejero.

—Una plaza, nada menos —mascullaba la anciana, mordaz—. Ya hubiera bastado con un callejón, pero no. Una plaza. Si no llevara mil años criando malvas, se volvería a morir de pura satisfacción. El pedorro presumido.

Julia conseguía que se desternillara de risa. Era una narradora prodigiosa. La historia más banal sonaba extraordinaria cuando salía de sus labios.

Otra de las razones de que adorara a Julia era el poco trabajo que le daba. La mujer se las arreglaba para mantener la casa prácticamente impoluta, así que, las más de las veces, Lara solo tenía que ocuparse de planchar y de revisar facturas. El resto del tiempo, hasta su siguiente visita a domicilio del día, podía pasarlo sentada en el sofá, escuchando el suave parloteo de aquella nana encantadora, mientras sonaban boleros de fondo. Tomaban café con pastas o con bizcocho y charlaban como buenas amigas. Las separaban seis décadas, pero Lara se sentía más unida a Julia que a cualquier otra persona en el mundo.

—¿Quién le hizo esa foto? —preguntó una tarde, admirando el precioso retrato en sepia que presidía el aparador—. Está guapísima ahí. Como una estrella de cine.

Julia rió, satisfecha y un poco cohibida. Pero era cierto. El vestido blanco con mangas de encaje, el pelo oscuro recogido en un elegante moño, la pose de perfil, con el brazo levantado hacia el rostro, la expresión pensativa, casi ausente.

—Fue mi hermano —respondió la anciana, volviendo a su labor. Las agujas se movían a velocidades imposibles—. Rafael. Le encantaba la fotografía. Era guapísimo, ¿sabes? Alto como un árbol, rubio, parecía holandés. Creo que no tengo ni una sola fotografía suya. Como siempre las hacía él…

—¿A eso se dedicaba?

—No, no, era médico, pero se aburría como una ostra, pobrecillo —explicó Julia, suspirando—. Papá siempre se empeñó en que fuera un hombre de provecho. Rafael hubiera preferido escaparse con un circo. Le encantaban los trucos de magia, siempre andaba haciendo aparecer cartas y sacándonos monedas de las orejas. También tenía alma de poeta. Y le maravillaba la fotografía, desde luego.

—Me habría enamorado de él, seguro —aventuró Lara, con aire soñador.

—Ya lo creo que te hubieras enamorado. Todo el mundo se enamoraba de Rafael. Yo la primera. Me sacaba siete años y para mí siempre fue poco menos que un dios. De niña pensaba que podríamos casarnos, y me cogí un berrinche tremendo cuando mi madre me explicó que los hermanos no se casaban.

Lara asintió, comprensiva, aunque en realidad no podía saber cómo se había sentido la desdichada niña en su decepción. Ella era hija única. Desconocía la clase de afecto que se daba entre hermanos.

—En ese retrato yo había cumplido los veinticuatro —siguió Julia—. Fue en casa de mis primas, en el patio. Había muchísima gente allí aquella tarde, el jaleo me dio dolor de cabeza y necesitaba alejarme un rato. Rafael hizo la foto sin avisar, como de costumbre. No le gustaban las poses estudiadas.

—Está guapísima —repitió Lara—. Aunque parece un poco triste.

—Natural —dijo Julia, encogiéndose de hombros—. Acababan de darme la peor noticia de toda mi vida. Mi padre había movido cielo y tierra para conseguirle a Rafael un trabajo «decente», como él mismo se empeñaba en recalcar. Un puesto de director en un sanatorio mental perdido de la mano de Dios. Habría hecho cualquier cosa para separarnos. Odiaba a mi hermano con toda su alma. Odiaba el cariño que nos teníamos, y la devoción que mi madre sentía por su primogénito. Ya ves, el señor importante, comido de celos hacia su propio hijo. Rafael no quería ir, por supuesto, pero papá no claudicó.

—¿Y se marchó? —preguntó Lara, casi sin aliento.

—A ochocientos kilómetros —confirmó Julia, con voz queda—. En aquellos tiempos era como irse al fin del mundo, ¿sabes? Le despedimos en la estación y cuando el tren desapareció en la primera curva a mí se me partió el alma en dos. Mi padre me regañó como a una chiquilla por montar semejante escena. Lloré durante una semana, sin poder parar. Y mi madre… pobrecilla. Jamás se recuperó de aquel golpe. Se quedó como… suspendida en el tiempo, ¿entiendes? Como congelada.

Guardaron silencio un momento, arrulladas por la magnitud de la tragedia y por los lamentos de Gardel.

—¿Y volvieron a verle? —musitó Lara—. A su hermano…

—Nunca —respondió Julia, deteniéndose para revisar su labor de punto—. Me escribió cada semana los cinco años siguientes. Luego enfermó de tuberculosis y murió. Allí, solo.

Lara ahogó un sollozo, buscando desesperadamente un pañuelo de papel en el caos de su bolso.

—¡Qué tremendo! —gimió—. ¡Qué cosa más triste!

—Cariño, no llores —sonrió Julia, recuperando el buen humor—. Todo eso pasó hace una eternidad. Jamás perdoné al desgraciado de mi padre, pero, ¿sabes qué? No pudo quitarme a Rafael, por mucho que se empeñara. No pudo quitarme sus cartas, ni sus trucos de magia, ni nuestra boda de mentirijillas cuando cumplí los catorce, ni nuestros secretos, ni los libros de medicina que él me enviaba, con sus impresionantes láminas de anatomía, esas que el viejo chocho encontraba siniestras e indecorosas para los castos ojos femeninos.

—Perdóneme que le diga, pero su padre era un zopenco.

—Un zopenco certificado, sí —bromeó Julia—. Con su plaza y todo. Se fue amargando cada vez más, porque padecía de arritmias, y también de los huesos. Fue un enfermo insufrible pero, por suerte, no vivió mucho.

Lara paseó distraída por la salita, rozando con las yemas de los dedos los cantos de los libros que se apilaban en la repisa. Eligió uno al azar y lo hojeó con curiosidad, murmurando para sí los nombres de plantas desconocidas.

—Estramonio, belladona, acónito, adelfa…

—Adelfa —repitio Julia, paladeando cada sílaba—. Es una palabra bonita, ¿verdad? La planta también lo es. A mamá le gustaba mucho. Rafael le mandó un saquito de semillas una vez, y recuerdo que las plantamos juntas allí, al pie del muro. Pero hay que tener cuidado, ¿sabes? Es una planta muy venenosa. Puede pararte el corazón.

Los ojos de Lara ascendieron desde el delicado dibujo del libro hasta el amplio ventanal, encarado al jardín trasero. Los rayos de sol iluminaban el rosa llamativo de las pequeñas flores, mecidas por la brisa. Miró a Julia, que seguía canturreando por lo bajo, pendiente de sus agujas. Se estremeció sin poder evitarlo.

—¿Hace frío? —preguntó la anciana, ausente—. Enciende la estufa, cariño. A veces se nota corriente aquí…

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