Imagen de portada: ‘The Card Game’, de Balthus (1948-1950).
Este mes de junio, a las puertas del verano, traemos a nuestra sección de la Escuela de Imaginadores en Zenda lo mejor del relato breve contemporáneo, un texto inspirado en la famosa nota de Chéjov —«Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida»— y que nos recuerda el pulso escénico y la tensión narrativa de Hemingway.
El imaginador Francesc Tortosa (Novelda, 1994), graduado en Derecho por la UNED y ganador de la primera edición del Concurso de Cuentos de Navidad de Zenda, cristaliza por fin en una forma concreta el relato nunca escrito por el maestro ruso Antón Chéjov. Con «Al refugio de las curvas» logra crear una escena de pocos personajes y rica en detalles, donde todo lo que ocurre está flotando entre las líneas de diálogo y en los pliegues de la atmósfera. Y ocurre mucho.
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Al refugio de las curvas
Quiero aclarar a las autoridades ocupadas del caso que, en efecto, mi muerte se debe al suicidio. Sin embargo, este escrito no debe entenderse como una carta de despedida, aun si a efectos forenses deba considerarse así. Vean esto como un conjunto de pensamientos que he querido guardar antes de que vuelen por los aires.
«Somos todos iguales».
Como en las grandes tragedias, todo ocurrió por casualidad. Había entrado en ese suntuoso edificio intentando refugiarme del gran evento del fin de semana. Como las autoridades monegascas que son, no les estaré revelando nada. Probablemente conocen mejor que la mayoría el olor a gasolina combustionada, el bochorno que crea el asfalto recalentado y el estruendo de los motores atravesándole a uno el cerebro de lado a lado. Como decía, me intentaba refugiar en Montecarlo de todo aquello, pero no estaba huyendo. Cualquier persona que haya pilotado aquí sabe que, durante el Gran Premio de Mónaco, nadie puede huir de la Fórmula 1.
Recorrí los distintos salones de aquella mansión del azar. Conforme me adentraba entre el mármol y el pan de oro, las ventanas que daban al espectáculo quedaban atrás y las salas empezaron a presentarse desiertas. En un día así, ni las tragaperras ni la ruleta son rivales para las dieciocho curvas del circuito o la danza del prometedor Ayrton Senna por las calles del Principado.
Decidí que mi mejor opción sería el bar del casino. Allí, los cristales seguían temblando con el paso de los monoplazas. El eco de la multitud, celebrando cada nueva vuelta, ahogaba el zumbido de un ventilador que, sin éxito, intentaba atenuar el calor primaveral. Sin embargo, la estancia era agradable. Lejos de los vivos colores que me había encontrado en mi paseo por el edificio, aquella sala era de un uniforme y tenue rosa. La luz entraba por cinco ventanales que descubrían el Mediterráneo al otro lado, y se podían abrir para acceder al balcón de la primera planta. Las cortinas, de un tono ligeramente más oscuro que las paredes, se recogían con distinguida elegancia, permitiendo que la luz se volcase en el interior. No fue hasta que me acomodé, ya con una copa en la mano, cuando me di cuenta de que no estaba solo.
Al otro lado del salón, frente a uno de los ventanales, un hombre y una mujer reían y fumaban. Desde mi posición, el contraluz no me permitió distinguir muchos detalles de aquellas figuras, que jugaban a las cartas mientras el humo de los cigarrillos se trenzaba entre los rayos de sol.
Al no tener nada que hacer, empecé a elucubrar sobre qué relación tenían mis compañeros de refugio. La voz de la chica era aguda y risueña, claramente más joven que su acompañante. Por su lado, el tamaño de aquel hombre parecía empequeñecer todo a su alrededor, como si nuestra estancia fuese una especie de sala infantil. Las siluetas se inclinaban una hacia la otra, como solo lo hacen las que se profesan cariño. Me divertí imaginando las muchas posibilidades que ofrecía aquella pareja de edad tan dispar. Sin embargo, no debí ser muy disimulado en mi escrutinio, porque las dos figuras se percataron de mi presencia y me hicieron un gesto para que me acercase.
Caminé hacia la mesa con la mejor de mis sonrisas, esperando una reprimenda por ser algo metomentodo. En vez de eso, dos rostros que no parecían tener ningún reproche hacia mi indiscreción me dieron una cálida bienvenida.
—Veo que no somos los únicos que estamos esperando a que se acabe este gran circo —dijo en inglés aquel hombre.
Al poder verle bien, me quedé petrificado. Tardé unos segundos en convencerme de no estar viendo un fantasma y, solo entonces, por fin le reconocí.
—Hablad por vosotros —dijo la mujer con acento eslavo—. A mí me gustaría ver el final. Tengo la corazonada de que este año Senna por fin ganará.
En mi estupor, solo alcancé a señalar la mesa donde descansaban dos montones de cartas.
—¿Apuestan? —pregunté.
La mujer me miró con complicidad. Era esplendida. Tenía los ojos turquesa y el pelo rubio, casi blanco, cortado a la altura de los hombros. Recogió todas las cartas y empezó a barajar con la mano experta de un crupier. El hombre suspiró y le sonrió de forma paternal.
—Coja una silla y acompáñenos, por favor —dijo señalando la mesa de al lado—. Me llamo Andreas, Andreas Richter.
Yo seguía sin salir de mi asombro. Estaba convencido de que el señor Richter me habría reconocido, pero la expresión que me dirigía mientras tendía su mano hacia mí parecía genuina. Quizás mi peluquín o la cirugía plástica le jugaban una mala pasada a su memoria.
Dejarlo así habría sido lo mejor. Debería haberme presentado con un nombre falso y fingir ser otro durante las siguientes horas, o quizás excusarme y buscar otro rincón en el Casino, pero me venció el impulso.
—Mattia Marconi —respondí estrechándole la mano.
La mujer, entonces, imitó el gesto del señor Richter.
—Yo soy Alina.
Me senté, todavía perplejo porque mi nombre hubiese causado el mismo efecto que mi rostro. Con el pelo peinado hacia atrás y los rasgos cuadriculados, Andreas Richter era la viva imagen de su hijo. No pude evitar imaginarlo con unos años menos y vestido con el traje de piloto, sonriendo altivamente desde uno de sus múltiples podios. El recuerdo no tardó en cubrirse de llamas.
Conforme se acercaba el mediodía hacía cada vez más calor. Hasta los vasos sudaban. Alina nos repartió una mano, así que dejé mi Tom Collins en la mesa, procurándome un espacio para poder reposar cartas sin miedo a que la humedad del vaso perjudicase los naipes.
El señor Richter sacó un billete de cien francos.
—¿Le parece bien? —preguntó.
Sonreí, asentí y saqué otros cien francos de mi cartera. Alina, que claramente era la que más disfrutaba con esta situación, puso sus cien sobre la mesa y empezamos a jugar.
Las primeras manos se jugaron en un silencio solo interrumpido por los comentarios que Alina nos lanzaba para desconcentrarnos. Sin embargo, el ambiente ameno tuvo el efecto contrario. Superado el shock inicial por un encuentro del que sólo yo había sido consciente, empecé a disfrutar de la situación.
Debo decir que, entre mis muchos talentos, está el de jugar al póker. Tuve que moderarme para no desplumar a las personas que tan cálidamente me habían acogido. Quise mantener un balance neutro, ni perder, ni ganar. Si el señor Richter me hubiese reconocido, pensé, habría sabido que eso no era propio de mí.
La grada del circuito estalló en algarabía e interrumpió nuestro callado juego. Alina miró en la dirección en la que la multitud vociferaba, como si pudiese ver a través del mármol.
—Ese es Senna. Ha debido de adelantar a Mansell.
Con mi renovada tranquilidad, también se avivó mi sed de meterme en problemas. Así que formulé una pregunta para la que presumía la respuesta.
—Discúlpeme, Alina. No es de mi incumbencia, pero ¿por qué no está viendo la carrera? Se le ve bastante interesada.
Por primera vez, el alegre semblante de Alina cambió a una mueca incómoda. Justo en ese momento, una de las pocas nubes que surcaban el cielo pasó por delante del sol, y oscureció levemente un ambiente tan denso que parecía amortiguar los sonidos de la competición. El señor Richter se removió en su asiento.
—No nos interesan estas cosas —respondió Richter —. Ya no. Como le he dicho antes, es solo un circo.
Podía comprender aquella reacción. Un marinero nunca ve el océano con los mismos ojos cuando se traga a su hijo. Le miré de arriba a abajo e inhalé aíre, fingiendo darme cuenta en ese instante de quién era la persona que tenía delante.
—Discúlpeme, señor Richter. Debí haberlo reconocido antes. Hans Richter fue un gran corredor y puso su apellido en lo más alto de este deporte.
De alguna manera, no pareció que el comentario le calmase. Fue una mano tranquilizadora de Alina, y una súplica en su mirada, la que pareció apaciguar a aquel gigante sudoroso. La tensión de la situación y el calor, que seguía en aumento, lo habían dejado empapado.
—Andreas no quiere saber nada de las carreras, Mattia —dijo Alina recuperando la sonrisa—. Pero yo sigo amándolas. La emoción de cada giro, la velocidad, esa expectación contenida hasta que se apagan las luces de salida… Me recuerda a mi Hans. —Alina paseó su mirada por todo el bar—. Podríamos decir que este es el lugar donde nos duele de igual manera a los dos.
Asentí y guardé un silencio solemne. El señor Richter miraba su vaso sin verlo y pasaba la mano por la mesa recogiendo toda la condensación que había dejado su bebida. Reconocí sus ojos. En ese momento, el calor que sentía Andreas Richter no lo daba el sol que se reflejaba en el mar, sino la materia todavía incandescente. Las gotas de sudor que le corrían por el cuello, y que le em
papaban la parte baja del cabello, eran el recordatorio de la lluvia que cayó ese día. Frente a él, no habría una mesa con cartas y tabaco, sino los restos calcinados de un accidente. Yo también lo veía.
Alina me dio unos golpecitos en el hombro y me enseñó otro billete de cien francos. Había doblado la apuesta. Yo la igualé. Ambos ignoramos que el señor Richter no jugase.
—Y dinos, Mattia, ¿en qué categoría corres?
El trago que había empezado a dar se atravesó en mi garganta. Por un momento pensé que todo había sido un juego; que tanto Alina como el señor Richter habían decidido reírse de mi antes de desvelar que sí que me conocían, al fin y al cabo.
—No te hagas el tonto. Me he dado cuenta de cómo curioseas la ventana, por si se viese la parte baja del circuito. —Alina volvió a poner cien marcos extra sobre la mesa—. Siento decirte que Andreas se aseguró de que no se viese ni un metro. Además —me puso la punta de su zapato derecho sobre mi pie izquierdo—, cada vez que oyes un coche acercarse a la curva de Massenet me pisas como si el que frenase fueses tú.
Me vi completamente acorralado. Avergonzado, pedí disculpas sin saber dónde meter mis piernas. Alina rio y puso sus cartas sobre la mesa. Los cuatro ases de la baraja se desvelaron ante mi para confirmarme que había perdido trescientos francos. Mientras aquella mujer volvía a barajar, me lanzó una mirada que me hizo imposible esquivar la pregunta.
—Lo cierto, Alina, es que ha acertado. Soy corredor, aunque ya no compito. Sin embargo, cuando lo hice, fue en la Formula 1.
Alina paró de barajar en seco y me miró con curiosidad. Andreas Richter salió de su ensimismamiento e hizo lo mismo. Ambos buscaban en mi un rostro conocido, como si fuese una pieza de rompecabezas que no encajaba en ningún hueco de su memoria.
—No se preocupen, estuve en un equipo pequeño. Sólo duramos una temporada, no me dio tiempo a conocer a casi nadie.
Aunque mis palabras decían eso, lo cierto era que mi orgullo estaba cada vez más herido. Ambos relajaron la mirada, librándose del cargo de culpa que suponía no reconocer a un compañero lejano. Andreas Richter le dio un trago a su copa y se enderezó, recuperando su apariencia de muro inamovible.
—Pues sepa que, en lo que a mí respecta, es usted un hombre afortunado —Me dio unos golpecitos en el hombro—. Los corredores no tardan en volverse unos arrogantes. Intentan siempre ser el centro de atención, creen que la vida es una película de la que ellos son protagonistas, haciendo del daño que provocan su drama particular.
No supe qué responder. Cualquier cosa que hubiese dicho habría desencadenado una discusión completamente indeseada. Por supuesto que no estaba de acuerdo con aquellas palabras. Aquello sólo podía decirlo quien había saboreado el significado de ser un grande de aquel deporte, alguien que, incluso de prestado, había disfrutado lo que significaba estar en la cumbre.
Es evidente que los corredores se vuelven arrogantes. Es difícil no hacerlo cuando pasas de la nada a que las marcas se maten por ti, a que bellezas como Alina se conviertan en tu día a día, a que el dinero empiece a fluir como una tromba de agua. Pero probablemente el señor Richter entendía todo eso. Quizás, lo que le molestaba era que se dejasen llevar por aquella sensación cuando se veía venir de tan lejos. Lo que el señor Richter todavía no sabía era que, si algo te vuelve más arrogante que todo eso, es haberlo visto, rozado, casi paladeado y haber caído en el olvido.
Fue ese comentario el que me hizo darme cuenta del rencor que le tenía a mis dos acompañantes. Formaban parte de una vida que yo aspiré a tener alguna vez. Tenía que ver como el amor y el orgullo me miraban como si fuese un extraño. Ni siquiera me miraban como me merecía en realidad.
Hice la primera apuesta de la ronda. Quinientos francos. El señor Richter me siguió. Alina dio un ligero respingo, como si notase una turbulencia a su espalda, pero apostó.
—Es usted joven —continuó Andreas Richter—. No vuelva a entrar ahí, aunque tenga la oportunidad. Como quien ha amado este mundo durante mucho tiempo, le digo que al final sólo podrá convertirse en uno de dos tipos de corredores. Los Freddie Evans, o los que mueren por su culpa.
Alina le fulminó con la mirada.
Freddie Evans. Cómo olvidar a un campeón mundial. Y cómo olvidarlo, por supuesto, saliendo el primero de su coche, antes de que las llamas lo consumiesen todo. Incluso si a ustedes no les gusta este deporte, lo recordarán. «El accidente que dio un campeón mundial», rezaron todos los titulares, «Trepidante lucha por la victoria en San Marino acaba en tragedia».
—Aquí no, Andreas.
Andreas Richter alargó su mano y acarició la de Alina. Ella destensó los hombros y le miró de soslayo. Negó lentamente con la cabeza.
—Todo el mundo dice que fue un incidente de carrera, que nadie tuvo la culpa. —Aquel hombre casi parecía suplicar—. Murieron dos personas aquel día. Hans murió.
—¿Y si nos equivocamos? ¿Vas a preguntarle a todo el mundo qué opina?
Escuché la discusión desde el otro lado. Yo me había quedado allí, en esa curva. Veía a Freddie Evans salir del coche, a Hans Richter consumirse en el suyo. Desde mi coche, fui testigo directo de todo lo ocurrido después del accidente, hasta que las llamas también se cebaron conmigo. La última frase del señor Richter resonó en mi cabeza.
—¿A qué se refiere con que murieron dos personas? —pregunté.
—En aquel accidente chocaron mi hijo y Freddie Evans, pero también un doblado. Evans intentó adelantar a Hans estando muy cerca del último coche de la parrilla, en la curva final del circuito. Aquel chico no vio lo que ocurría y acabó contra el muro con ellos dos —El señor Richter dio un largo suspiro—. Pobre chico. La avaricia de Evans lo mató a él también.
Saboreé cada palabra en silencio. Apuré mi copa, tragándome con ella la rabia que me había provocado aquella misericordia no solicitada. Pensé en Freddie Evans y en su título mundial, en cómo aquel día se convirtió en campeón, y decidí que con eso había tenido suficiente. Así que reclamé mi puesto en la Historia.
Desvelé mis cartas en una mesa donde se había apostado en la inercia de la conversación. Sorprendidos, nos dimos cuenta de que había ganado cinco mil francos. No dudé en apostarlos en la siguiente mano.
—Señor Richter, me temo que debo corregir su historia.
Tanto el señor Richter como Alina me miraron confundidos.
—Lo primero que debo decirle es que aquel chico no murió. Es cierto que no volvió a correr, pero tuvo la inmensa suerte de que los injertos de piel y un buen cirujano plástico le permitieron llevar una vida normal. Ese corredor soy yo.
El señor Richter me miró estupefacto, Alina dejó las cartas sobre la mesa mientras susurraba unas palabras en su idioma.
—Nosotros preguntamos por usted. Nadie supo decirnos nada así que supusimos que estaban siendo discretos y…
—No se preocupe, señor Richter. —Sabía que lo que decía no era cierto, pero me daba igual—. Pero esa no es la única corrección que quería hacerle. Aquel día, yo era perfectamente consciente de la situación. Como les he dicho, apenas duré un año en Fórmula 1. Mis resultados no habían sido buenos y la presión podía cada vez más conmigo. Cuando vi a Hans Richter y a Freddie Evans en mi retrovisor fue demasiado. No recuerdo a quién cerré el paso en la curva, solo recuerdo ignorar las órdenes de dejar pasar a los cabezas de carrera y un golpe en la parte trasera antes de perder el control del vehículo. Lo siguiente que recuerdo son los escombros de los coches, a Evans huyendo y, por supuesto, el fuego. —Hice una pausa para que el señor Richter y Alina digiriesen todo aquello. Para que mi historia rellenase los huecos de su memoria y así no volviesen a olvidarme—. Señor Richter, yo maté a su hijo.
El tiempo se congeló. Mis acompañantes me miraban como si aquella curva estuviese ahora a mis espaldas. Entonces sus rostros se encontraron y hablaron entre ellos con tan sólo unos golpes de vista. Alina volvió a sonreír. Esta vez una sonrisa triste, melancólica. Me acarició el hombro para consolarme.
—Mattia, no pasa nada. Está bien así.
Ahogué una exhalación. Alina seguía sonriéndome, no sin cierta satisfacción, como si estuviese ayudándome a cargar con un gran peso. Parecía estar lejos de saber que, en realidad, me estaba añadiendo carga extra.
—No parecía estar bien cuando hablaban de Evans.
Alina se apartó. Sus preciosos labios intentaron encontrar las palabras y el sentido a mi reacción. Antes de que pudiese verbalizar nada, el señor Richter acudió en su ayuda.
—Lo que Alina quiere decir, señor Marconi, es que no es necesario que se mortifique por lo que pasó. Quizás usted no lo entienda, pero a Hans se le recuerda como un hombre que murió por alcanzar la gloria. No es lo mismo que muriese en una lucha con su principal rival a que lo hiciese por un accidente con un coche del final de la parrilla. —Andreas Richter negó con la cabeza—. No. Es Freddie Evans quien debe ser su asesino.
—Eso es Mattia —intervino Alina—. No tienes por qué cargar con la culpa del accidente. Que Evans se ocupe de eso. —Entonces igualó la apuesta que teníamos a medias—. A la carrera aún le queda un rato. Juguemos un par de manos más y cambiemos a temas más agradables.
Igualé la apuesta. En aquel momento sentí, como siento ahora, que ya me lo habían quitado todo. Alina y Andreas Richter pensaban que me habían dado tranquilidad. Quizás, a otra persona le hubiese calmado la culpa, pero yo no tenía culpa.
Desvelé las cartas y recogí lo ganado. Entonces me guardé el metálico y, antes de que a nadie se le pasase por la cabeza que abandonaba, saqué la chequera. Alina la miró con temerosa confusión. Ya no había comentarios mordaces, ya no parecía querer subir la apuesta. Cuando vio la cantidad que escribí, soltó las cartas y no las volvió a coger. Andreas Richter, sin embargo, me miró profundamente.
—Parece que un año fue suficiente para usted, señor Marconi —dijo mientras sacaba su chequera.
—Andreas, por favor… —suplicó Alina.
Pero Andreas Richter hizo oídos sordos. Jugamos mientras la carrera proseguía de fondo. La grada ya estaba en calma. Las últimas vueltas, donde los coches ya han cogido distancia entre ellos, son una reserva de fuerzas que acaba soltándose con el paso por meta definitivo. Nosotros vivíamos esa acumulación de tensión con cada mano, con cada desvelo de cartas y con cada subida de las apuestas.
Puse una nueva cantidad sobre la mesa. Incluso el señor Richter dio un respingo.
—Andreas, no juegues. Que se vaya, que nos deje tranquilos. No le des esa satisfacción.
Andreas Richter paró a Alina con la mano y luego me miró.
—¿Cuánto tiempo lleva apostando dinero que no tiene, Marconi? —Las facciones se me tensaron mientras veía cómo el señor Richter escribía la misma cantidad en su cheque—. ¿Quería que le reclamase algo? Bien, ahora se lo voy a reclamar. Al final del día, nadie que se ensucia con este deporte tiene salvación. Creen que la suerte siempre estará de su lado. Escúcheme bien, Mattia: son todos ustedes iguales. —Andreas Richter suspiró, perdiendo toda la fuerza que acababa de emanar—. Somos todos iguales.
Desveló sus cartas. Sólo tenía una pareja. Miré entonces a aquel hombre, que parecía haberse desinflado. El pellejo de un gigante. Empecé a mostrar mis cartas una a una. Primero el uno de rombos, luego el dos y así hasta el cinco. Escalera de color.
Hubo un silencio en el que el ambiente se asentó como el polvo. Una última pasada de motor. El rugido de la grada.
Alina contenía las lágrimas sin éxito, mientras la rabia inundaba su cara.
—Señor Marconi, será mejor que se vaya. El señor Richter y yo tenemos cosas de las que hablar. —Entonces me miró directamente, con un odio infinito—. Coja su dinero y lárguese.
Y eso hice. Volví sobre mis pasos, mientras en el hilo musical sonaba Smooth Operator de Sade. Conforme me acercaba a la salida, todos aquellos que habían interrumpidos sus juegos volvían a entrar. Antes de llegar fuera, aquella frase ya había empezado a atormentarme
«Todos somos iguales».
Durante mucho tiempo quise serlo, y bien que peleé por conseguirlo. Pero no, yo no soy como ellos.
Al refugio de las curvas de Montecarlo, me di cuenta de que yo no era corredor. Nunca lo fui. Yo estaba destinado a ser otra cosa. Y por eso escribo estas palabras, por eso insisto en que no me estoy despidiendo.
Sólo quiero desvelar lo que soy en realidad.
Soy el que hace llorar a la dama.
Soy el que roba al anciano.
Soy el leviatán en el mar.
Soy Mattia Marconi, y yo asesiné a Hans Richter.


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