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«Antisocial: La extrema derecha y la libertad de expresión en internet», de Andrew Marantz

«Antisocial: La extrema derecha y la libertad de expresión en internet», de Andrew Marantz
Antisocial: La extrema derecha y «la libertad de expresión» en internet (Capitán Swing), de Andrew Marantz es una crónica profundamente inmersiva de cómo los empresarios de Silicon Valley se propusieron crear un internet libre y democrático y cómo los cínicos propagandistas de la extrema derecha explotaron esa libertad para impulsar estos extremismos en la masa social. Abarca desde los primeros libros impresos en masa hasta los hashtags del presente, desde reuniones secretas de neofascistas hasta la sala de conferencias de prensa de la Casa Blanca…, y muestra cómo se dirige a muchos jóvenes alienados hacia la radicalización en línea y cómo se difunden anónimamente unas ideas marginales desde las redes sociales hasta la televisión. El resultado es un panorama informativo profundamente roto.
Zenda publica las primeras páginas de este libro.
PARTE 1
DEPLORABALL
01
Esto es América

La tarde antes de que Donald Trump prestara juramento como presidente, Cassandra Fairbanks estaba en su casa, un dúplex de ladrillo rojo a veinte minutos al norte de Washington D. C., preparándose para asistir a la DeploraBall. Me abrió la puerta descalza, las uñas pintadas con barras y estrellas, un collar hecho con el casquillo de un fusil y un vestido rojo de gala sin tirantes y con un pronunciado escote.

—Disculpa el desorden —dijo—. Todos se quedan en casa siempre que vienen a la ciudad.

En un sofá de cuero se sentaban una mujer de veintitantos y dos hombres, ambos treintañeros; los tres miraban sus respectivos móviles en silencio. A su alrededor había diversas piezas de material de reportero.

Fairbanks conectó el portátil a su aparato de televisión y buscó «Bob Dylan» en YouTube.

—Uno de mis ídolos —explicó—. Uno de los últimos verdaderos rebeldes.

Eligió un vídeo al azar, una grabación radiofónica de 1962 en la que Dylan tocaba una balada folk llamada «The death of Emmett Till». Todos se quedaron mirando unos instantes el televisor, aunque solo salía una foto fija. Cause he was a black-skinned boy, he was born to die, cantaba Dylan.

—Tengo la paranoia de que se me va a caer el vestido —dijo Fairbanks tirando primero de un lado del escote y luego del otro. Un minuto después añadió—: Necesito terminar de maquillarme.

Subió las escaleras corriendo. En realidad ya llevaba una buena cantidad de maquillaje encima, pero no la suficiente para ponerse delante de una cámara. La DeploraBall iba a ser al mismo tiempo una fiesta y un espectáculo mediático. Habría equipos de distintos medios de comunicación, admiradores colgando selfis de grupo en Instagram y pseudocelebridades de las redes sociales —entre las que se contaba Fairbanks— que en cualquier momento podían ponerse a grabar un vídeo en directo para sus seguidores en YouTube, Periscope o Facebook Live. No se había vestido así para el resto de invitados a la fiesta, sino para los fans que pudieran verla desde sus casas.

El cachorrito de Fairbanks, un cruce de yorkshire y chihuahua, correteaba en pequeños y frenéticos círculos golpeando el suelo con las pezuñas. La sala de estar estaba llena de cachivaches: linternas colgantes, espejos con marcos de brillantes colores. En una mesa baja había desparramadas latas de café moca Starbucks y cajetillas de American Spirits. La mujer del sofá se presentó como Emily Molli; los dos hombres levantaron la cabeza un microsegundo, me saludaron con un ligero asentimiento y volvieron a enfrascarse en sus teléfonos. Les pregunté sus nombres, por pura educación, aunque los reconocía de YouTube: Luke Rudkowski, larguirucho y muy rubio, y Tim Pool, a quien nunca había visto el pelo porque siempre llevaba un gorro de lana. Rudkowski y Pool eran marcas mediáticas individuales especializadas en ofrecer opiniones expertas directamente a cámara y agitadas imágenes en directo de manifestaciones callejeras. (Molli se encargaba de una parte del trabajo de cámara para Pool, pero él editaba, producía y protagonizaba los vídeos que subía a su canal de YouTube, llamado Timcasts).

—He venido para escribir sobre Cassandra —dije—. Soy periodista.

—Ah, guay. Yo también soy periodista —repuso Rudkowski.

—Sí, yo también —dijo Pool.

Molli, que me observaba con recelo, ejerció su derecho a permanecer en silencio.This kind of thing still lives today, in that ghost-robed Ku Klux Klan, cantaba Bob Dylan.

Fairbanks volvió a bajar pasados unos minutos con un bolsito de mano de lentejuelas, una bolsa de tela con las letras FREE ASSANGE y un poncho transparente, «por si los detractores deciden lanzarme pintura». Activistas antifascistas —que se llamaban a sí mismos antifa— habían amenazado con impedir la celebración del acontecimiento por cualquier medio, incluida la violencia, y habían difundido una lista de «objetivos valiosos» en la que aparecía el nombre de Fairbanks. Según me explicó, en otros actos de la derecha alternativa, los alteradores de la izquierda habían lanzado tarros de orina y calcetines llenos de pilas.

—Por lo general no me importa discutir con los manifestantes, pero esta noche no estoy de puto humor.

A diferencia de la Liberty Ball y de la Freedom Ball, galas de etiqueta oficiales para los miembros del Partido Republicano y para quienes gestionan campañas millonarias, la DeploraBall era una celebración independiente previa a la toma de posesión organizada por y para los troles y los ultranacionalistas que, como les gustaba decir, habían «llevado a Donald Trump a la Casa Blanca a base de memes». «Van a asistir todos los grandes nombres del Twitter de MAGA —me había anunciado uno de ellos empleando el acrónimo del eslogan de campaña de Trump: Make America Great Again—. Toda la gente que ha unido sus fuerzas en internet, todos juntos por primera vez en una misma sala». El acontecimiento se celebraría en el National Press Club, en el centro del D. C., por razones tanto prácticas como simbólicas: el Press Club, que consideraba sacrosanta la libertad de expresión, era uno de los pocos lugares de la ciudad que estaba dispuesto a aceptar el dinero de los organizadores.

Los coanfitriones de la DeploraBall eran Jack Posobiec, Jeff Giesea y Mike Cernovich, tres hombres cuyas ocupaciones, así como sus opiniones políticas, eran imposibles de describir con una sola palabra. Posobiec era un veterano de la Marina de mirada enloquecida que se había convertido en un teórico de la conspiración en Twitter. Giesea, un adinerado emprendedor que tiempo atrás había trabajado para el taciturno y libertario multimillonario Peter Thiel, se había reconvertido en inversor de impacto bajo cuerda y había financiado una red clandestina de troles pro-Trump. Cernovich era un abogado independiente y bloguero motivacional que había obtenido algo de notoriedad en internet con sus groseros consejos sobre el fitness y el arte de ligar. Antes de 2015 no había mostrado ningún interés en la política electoral. Entonces Donald Trump se convirtió en el líder republicano y Cernovich, reconociendo en él a un espíritu afín, empezó a amplificar la retórica corrosiva y mendaz de Trump.

En los medios de comunicación sociales, tal como ocurría en el circuito burlesco de los años treinta, si uno quiere salir adelante necesita un ardid. El de Cernovich consistía en compararse con un gorila, «un animal poderoso y dominante». Había escrito Gorilla Mindset, un libro de autoayuda para aspirantes a machos alfa, y lo había puesto a la venta en Amazon. En su blog publicaba selfis de su tronco hipertrófico acompañados de cándidos relatos sobre cómo mantenerlo (zumo verde, esteroides anabólicos) y por qué («consigues que las zorras más impresionantes te hagan más caso»).

Un amigo de Cernovich llamado Milo Yiannopoulos, una de las pocas pseudocelebridades de las redes sociales que han logrado saltar a la fama nacional gracias al troleo en internet, se había creado una imagen pública muy diferente. Se presentaba como un renegado desenfadado: «el supervillano más fabuloso de internet», como él mismo se denominaba. Yiannopoulos, nacido en Kent, había abandonado sus estudios en Cambridge y era más conocido por su elegante acento británico y sus ácidas ocurrencias que por su postura ideológica, que no era lo bastante sólida para soportar un verdadero escrutinio.

El ardid de Fairbanks era tan poco original como altamente efectivo. «Solo creo en tres cosas: la Primera Enmienda, las tetas y WikiLeaks», había tuiteado una vez, añadiendo el enlace a un vídeo en el que salía con una camiseta escotada donde ponía «WikiLeaks». El vídeo comenzaba diciendo: «Este titular, y mi camiseta, evidentemente son un cebo». Funcionó: el vídeo fue visto más de medio millón de veces.

Además de mantener al día las diversas actualizaciones de sus redes sociales, Fairbanks trabajaba como corresponsal política para Sputnik, una agencia de noticias internacional perteneciente al Gobierno ruso, que era quien se encargaba de administrarla.

—También ha escrito para nosotros —saltó Rudkowski, que empleó el pronombre «nosotros» para referirse a We Are Change, un blog y canal de YouTube que dirigía desde su apartamento en el sur de Brooklyn.

Fairbanks, Rudkowski y Pool no compartían un ideario político bien desarrollado, sino una especie de actitud: una aversión instintiva a todo lo que formara parte de la corriente dominante. A menudo lo expresaban en términos de antipatía hacia las alas pro-establishment de los partidos Demócrata y Republicano, pero sus principios parecían más temperamentales que políticos. Les gustaba la energía, la desorganización, la rebelión. No les gustaba el institucionalismo, el incrementalismo, el status quo. Si algo podía describirse como una prolongación del Hombre, sin pestañear se posicionaban en contra.

—Siempre me han interesado las cosas alternativas, las marginales —dijo Fairbanks—. Toda mi vida he sentido que, independientemente del relato que quisieran hacerme tragar, no me lo estaban contado todo.

Tenía 31 años. Antes de mudarse a las afueras de D. C. había recorrido todo el país como ingeniera de sonido, activista por los derechos de los animales y roadie de grupos punk. Su vestido de fiesta sin tirantes dejaba al descubierto la mayoría de sus dieciséis tatuajes.

—Me importa más la libertad de expresión, incluyendo las de Chelsea Manning y Julian Assange, que casi cualquier otra cuestión —afirmó—. Y la censura ahora viene de todas partes, no solo del Gobierno. ¿Silicon Valley? ¿Me tomas el pelo? ¿Gente sentada en habitaciones minúsculas decidiendo qué información podemos ver? Eso no es libertad de expresión, es un puto control mental.4«He avanzado el vídeo y no enseña las tetas», comentó un usuario de Twitter bajo el tuit de Fairbanks. «Gracias por ahorrarme el tiempo», repuso otro.

En las primarias presidenciales de 2016 había apoyado a Bernie Sanders. Cuando empezó a escribir en la página web de Rudkowski «todavía era una Bernie Bro al cien por cien». En aquella época también era colaboradora frecuente en páginas web de clickbaitde izquierdas, como US Uncut y Addicting Info. —Mi trabajo consistía en encontrar vídeos de Trump siendo un imbécil. Si hacía falta lo exagerabas o lo sacabas de contexto, y después lo publicabas con un titular melodramático para conseguir montones de clics. No era muy difícil.

A mediados de 2016, después de que Sanders abandonara la carrera presidencial y Hillary Clinton consiguiera la nominación demócrata, Fairbanks echó un nuevo vistazo a Trump.

—Sabía que nunca podría votar a un republicano tipo Jeb Bush, pero tampoco a un Clinton… Para ver qué pasaba, publiqué unos cuantos tuits que no eran completamente anti-Trump y a la gente se le fue la olla del todo. Me llamaron nazi tantísimas veces que al final me dije «a la mierda, voy a ir a por todas». Dejó de escribir en páginas de izquierdas, y sus artículos en We Are Change se volvieron fervorosamente pro-Trump.

—Siempre dejo que publique todo lo que quiera —aseguró Radkowski—. Apoyamos la libre expresión.

Me senté en el sofá junto a Pool.

—¿Para quién dices que escribes? —preguntó.

—Para The New Yorker —respondí—. Es una revista que…

—Sé lo que es —me cortó bruscamente.

Rudkowski sonrió para sí mismo sin dejar de mirar el teléfono.

—The New Yorker —repitió con voz estentórea en tono burlón.

Traté de adivinar el motivo de su reacción. Para mucha gente, The New Yorker representaba el esnobismo de monóculo y la riqueza WASP (blanco, anglosajón y protestante), y había algo de verdad en eso: una revista no incluye anuncios de Rolex a menos que exista la oportunidad de vender algunos de esos relojes. Había quienes asociaban la revista con una afectación literaria o con políticas de centro-izquierda; a otros les obsesionaba la titularidad corporativa; también había a quienes les llamaba la atención la extensión de los artículos, el diligente proceso de verificación de datos o las viñetas cómicas. Tuve la sospecha de que, para las personas en aquella sala de estar, la caricatura mental no abarcaba ninguna de estas cuestiones específicas, sino que era como si todos dijeran a la vez: trabajas para el Hombre.5Algo me golpeó en la espinilla. Era el cachorro dándome golpecitos con la cabeza para que le hiciera caso. Me miraba con los ojos abiertos de par en par, expectante.

—Se llama Wiki —dijo Fairbanks.

—Es el diminutivo de WikiLeaks —añadió Pool.

—Bueno, es un buen nombre siempre que haga sus filtraciones donde debe —remató Rudkowski señalando el centro de la habitación, donde había un empapador de adiestramiento pegado al suelo.

—Intento enseñarla —dijo Fairbanks animando a la perrita para que se acercara a la almohadilla absorbente. Wikileaks husmeó la almohadilla, la rodeó unas cuantas veces y meó encima moviendo la cola.

—¡Muy bien, Wiki! —celebró Fairbanks recogiéndose el vestido con una mano y agachándose para acariciar a la cachorrita con la otra—. ¡Buena chica!

 

Salió fuera, encendió un cigarrillo, cambió de idea y lo apagó.

—Mi jefe (se refería al director de la oficina de Sputnik en Washington) quiere que escriba algo sobre la fiesta, pero la verdad es que solo me apetece relajarme, tal vez tomarme una copa.

En cualquier caso, era amiga de los organizadores y de la mayoría de las personas destacadas de los medios de comunicación sociales que habían confirmado asistencia.

—Si mañana necesito una cita de alguien, le mando un mensaje y punto.

En el salón, Fairbanks cambió a Bob Dylan por «Bradley Manning», un tema del grupo de rap-rock Flobots. Manning es transexual y la canción fue grabada antes de que se cambiara el nombre a Chelsea.

Cuando envié un mensaje a Fairbanks preguntándole si podía acompañarla a la DeploraBall y escribir un artículo para The New Yorker, me respondió: «¿Estamos hablando de un artículo tendencioso sobre una fiesta llena de nazis?». Enseguida añadió «Jaja», no me quedó claro si porque se trataba de una broma o porque le pareció prudente suavizar el tono.

—Normalmente nunca apoyaría nada que confundiera su género, pero esto no fue intencionado. Además, ¡es una canción superpegadiza!

Manning pasó un tiempo en una prisión federal por filtrar secretos del ejército. Dos días antes, Obama, en una de sus últimas intervenciones como presidente, había conmutado su condena. Al preguntarle sobre esto, Fairbanks respondió haciendo un movimiento de masturbación con la mano.

—Poco y tarde.

A eso de las tres de la tarde apagó la televisión y se puso unos relucientes tacones altos dorados. Se había ofrecido voluntaria para llegar al Press Club varias horas antes y ayudar a preparar la fiesta.

—Voy a llamar a un Uber —dijo sacando el teléfono del bolso

Yo insistí en pedir un coche para los dos, porque como periodista no habría sido ético aceptar ningún regalo de ella, ni siquiera un trayecto gratis. Entrecerró los ojos y me miró tratando de calibrar si me estaba quedando con ella. Cuando tuvo claro que no era así, se encogió de hombros y guardó el teléfono.

Los invitados de Fairbanks pidieron otro coche para ellos y empezaron a embutir sus equipos en bolsones de cámara. Pool y Molli comentaron sus planes para la noche:—Vamos un rato a la DeploraBall, vemos si es divertido y quizá luego podemos pasarnos por la fiesta de Cambridge Analytica.

—¿Te refieres a grabar o simplemente a divertirnos?

—Seguro que algo podremos grabar, si es que ocurre algo interesante.

Al salir por la puerta, Fairbanks metió dos pines de solapa en el bolso. Uno era el logotipo de Comet Ping Pong, una pizzería ubicada a unos ocho kilómetros de su casa. En el otro salía la rana Pepe, la inofensiva protagonista de una tira cómica que había sido adoptada como mascota por una creciente confederación digital de nacionalistas blancos, misóginos, nihilistas beligerantes y troles provocadores. Una de las pocas condiciones que había impuesto el Press Club para acceder a la celebración de la DeploraBall fue la prohibición de exhibir iconografía de Pepe dentro del recinto.

—¡Maldita sea! —exclamó—. ¿Estos supuestos defensores de la Primera Enmienda van a cambiar de bando y decirme lo que tengo que hacer? Que les jodan. Esto es América.

Llegó nuestro coche y se subió al asiento trasero. El conductor, un afroamericano que no llegaba a los treinta, intentó entablar una pequeña conversación y le preguntó que por qué iba tan arreglada. Mientras esperaba la respuesta, sus ojos se encontraron con los de ella en el retrovisor. Fairbanks se movía nerviosa en el asiento.—A una fiesta —contestó centrando su atención en el teléfono.

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Autor: Andrew Marantz. Título: Antisocial: La extrema derecha y la libertad de expresión en internet. Editorial: . Venta: Todostuslibros y Amazon

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