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Las horas, de Michael Cunningham

Las horas, de Michael Cunningham

En el Londres de los años veinte, Virginia Woolf empieza a concebir una nueva obra, la que será la célebre novela La señora Dalloway. En 1949, Laura Brown, una joven ama de casa de Los Angeles, prepara una tarta de cumpleaños para su marido con la ayuda de su hijo pequeño, Richie, mientras sólo piensa en seguir leyendo la novela de Virginia Woolf. En los años noventa, en Nueva York, Clarissa Vaughan compra flores para una fiesta en honor de Richard, un antiguo amigo enfermo de SIDA que ha recibido un importante premio literario.

Zenda adelanta unas páginas de esta clásica obra de Michael Cunningham, adaptada al cine por Stephen Daldry y publicada ahora por Tusquets.

***

Prólogo

Sale precipitadamente de casa, con un abrigo demasiado grueso para el tiempo que hace. Es 1941. Ha estallado otra guerra. Ha dejado una nota para Leonard y otra para Vanessa. Se dirige con determinación hacia el río, segura de lo que va a hacer, pero incluso ahora casi la distrae la vista de los Downs, la iglesia y las ovejas dispersas, incandescentes, teñidas de una ligera tonalidad verdosa, que pacen bajo un cielo encapotado. Se detiene, mira a las ovejas, mira al cielo y prosigue su marcha. Las voces murmuran a su espalda; los bombarderos zumban en el cielo, busca aviones pero no ve ninguno. Se cruza con uno de los peones de la granja (¿no se llama John?), un hombre robusto y de cabeza pequeña que lleva un chaleco de color patata y está limpiando la zanja que corre por el mimbreral. El hombre alza la vista hacia ella, saluda con un gesto, vuelve la mirada hacia el agua pardusca. Una vez que lo ha dejado atrás, de camino hacia el río, piensa en la suerte que él tiene, el triunfo que supone limpiar una zanja entre mimbres. Ella ha fracasado. A decir verdad, no es una escritora en absoluto; solo es una excéntrica con talento. En los charcos formados por la lluvia de la noche anterior se refleja el cielo a retazos. Los zapatos se le hunden levemente en la tierra blanda. Ha fracasado y ahora vuelven las voces, que murmuran nítidamente fuera de su campo de visión, a su espalda, aquí, no, se gira y se han ido a otro sitio. Han vuelto las voces y la cefalea se aproxima, tan cierta como la lluvia, ese dolor que aplastará su identidad, sea cual sea, y ocupará su lugar. La cefalea se acerca y parece (¿es ella o no es ella quien los conjura?) que los bombarderos han reaparecido en el firmamento. Llega al terraplén, lo escala y desciende por el otro lado al río. Hay un pescador a lo lejos, río arriba, no la verá, ¿o sí? Busca una piedra, lo hace de manera rápida pero metódica, como si estuviese siguiendo una receta que para salir bien exige una obediencia escrupulosa. Escoge una que tiene el tamaño y la forma aproximados del cráneo de un cerdo. Al levantarla y meterla con esfuerzo en un bolsillo de su abrigo (el cuello de piel le cosquillea en la nuca), no puede por menos de advertir el frío tacto calcáreo y el color marrón lechoso con pintas verdes de la piedra. Está cerca de la orilla del río, que lame la ribera y llena las leves hondonadas de barro de un agua clara que podría ser de una sustancia completamente distinta de esa otra que, de un marrón amarillento y de un aspecto sólido como una calzada, se extiende, plana, desde una ribera a la otra. Da un paso adelante. No se descalza. El agua está fría, pero no es un frío insoportable. Se detiene, con el agua hasta la altura de las rodillas. Piensa en Leonard. Piensa en sus manos y en su barba, en sus hondas arrugas alrededor de la boca. Piensa en Vanessa, en los niños, en Vita y en Ethel: en tantas personas. Todas han fracasado, ¿no? De repente siente por ellas una pena inmensa. Imagina que se da media vuelta, saca la piedra del bolsillo y regresa a casa. Probablemente llegaría a tiempo de destruir las notas. Seguiría viviendo; podría concederles esa última deferencia. Decide no hacerlo, con las rodillas hundidas en el agua que no se detiene. Oye las voces, la cefalea se acerca, y si vuelve a confiarse al cuidado de Leonard y de Vanessa, ¿acaso la dejarán marcharse? Decide insistir en que la dejen irse. Avanza a trompicones (el fondo es resbaladizo) hasta que el agua le llega a la cintura. Mira río arriba al pescador que lleva una chaqueta roja y que no la ve. La superficie amarilla del río (más amarilla que parda cuando se mira de cerca) refleja turbiamente el cielo. Este es, pues, el último momento de percepción veraz, un pescador con chaqueta roja y un cielo nublado que se refleja en el agua opaca. Casi involuntariamente (a ella le parece involuntario), da unos pasos o tropieza hacia delante, y la piedra tira de ella. Por un instante, empero, no hace nada; parece otro fracaso; es solo agua helada de la que podría salir nadando; pero entonces la corriente se enrosca a su alrededor y se la lleva con una fuerza tan súbita y potente como si un hombre fuerte hubiese surgido del fondo, la hubiera agarrado de las piernas y las hubiera apretado contra su pecho. Parece algo personal.

Más de una hora después, su marido vuelve del jardín.

—La señora ha salido —dice la criada, sacudiendo una raída almohada que desprende una minúscula tormenta de plumas—. Ha dicho que volvía enseguida.

Leonard sube a la sala de estar para oír las noticias. Sobre la mesa encuentra un sobre azul, dirigido a su nombre. Dentro hay una carta.

Queridísimo:

Tengo la certeza de que otra vez me estoy volviendo loca: noto que no podré aguantar otra de esas épocas horribles. Y esta vez no me repondré. Empiezo a oír voces y no puedo concentrarme. Por eso voy a hacer lo que parece la mejor solución. Me has dado la mayor felicidad posible. Has sido en todos los sentidos todo lo que alguien puede ser. Creo que no ha habido dos personas más felices hasta que llegó esta enfermedad terrible. No puedo luchar más, sé que te estoy estropeando la vida, que sin mí podrías trabajar. Y sé que lo harás. Ya ves que ni siquiera acierto a esto debidamente. No puedo leer. Quiero decir que te debo toda la felicidad de mi vida. Has sido conmigo de lo más paciente e increíblemente bueno. Quiero decir que… todo el mundo lo sabe. Si alguien hubiese podido salvarme, habrías sido tú. Lo he perdido todo menos la certeza de tu bondad. No puedo seguir arruinándote la vida. No creo que haya dos personas que hayan sido más felices que nosotros.

V.

Leonard sale corriendo de la habitación, corre escaleras abajo. Dice a la sirvienta:

—Creo que a la señora Woolf le ha pasado algo. Creo que puede haber intentado suicidarse. ¿Hacia dónde ha ido? ¿La ha visto salir de casa?

Presa del pánico, la criada se echa a llorar. Leonard sale corriendo en dirección al río, pasa por delante de la iglesia y de las ovejas, por delante del mimbreral. En la orilla no ve a nadie más que a un hombre con una chaqueta roja, pescando.

La corriente la arrastra velozmente. Parece que vuela, forma una figura fantástica, con los brazos extendidos, el pelo ondeante, la cola del abrigo de piel como una estela inflada. Flota con pesadez, a través de rayos de luz parda y granulosa. No va muy lejos. Sus pies (ha perdido los zapatos) tocan el fondo a intervalos y, cuando lo hacen, levantan una lenta nube de suciedad, llena de las negras siluetas de esqueletos de hojas, que permanecen casi estacionarias en el agua en cuanto ella pasa y se pierde de vista. Cintas de algas verdinegras se le enredan en el pelo y en la piel del abrigo, y por un momento le ciega los ojos la gruesa liana de un alga que finalmente se desprende y flota, se enrolla y se desenrolla.

Por último encuentra un punto de descanso contra uno de los pilares del puente de Southease. La corriente la empuja, la sacude, pero está firmemente sujeta por el basamento de la compacta y cuadrada columna, de espaldas al río y con la cara contra la piedra. Se enrosca allí, con un brazo doblado contra el pecho y el otro flotando sobre la elevación de la cadera. A cierta distancia por encima de ella está la superficie brillante y ondulada. El cielo proyecta sobre el río reflejos inestables, blancos, preñados de nubes, surcados por negras formas, recortadas, de grajos. Arriba, en el puente, suena el estruendo de coches y camiones. Un chiquillo —no tendrá más de tres años— cruza el puente con su madre, se detiene en la barandilla, se agacha e introduce entre las tablillas de la baranda el palo que lleva en las manos, para que caiga al agua. La madre le apremia, pero él insiste en quedarse mirando la corriente que se lleva el palo.

Aquí están, un día de los primeros años de la Segunda Guerra Mundial: el niño y su madre en el puente, el palo que flota en el agua, y el cuerpo de Virginia en el fondo del río, como si soñara con la superficie, el palo, el niño y su madre, el cielo y los grajos. Un camión de color pardo aceituna cruza el puente, cargado de soldados de uniforme que saludan con la mano al niño que acaba de lanzar el palo. Él responde al saludo. Exige a su madre que lo coja en brazos para ver mejor a los soldados y para que ellos puedan verlo mejor. Todo esto penetra en el puente, resuena en su madera y en su piedra, y penetra en el cuerpo de Virginia. Su cara, aplastada de lado contra la columna, lo absorbe todo: el camión y los soldados, la madre y el niño.

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Autor: Michael Cunningham. Título: Las horas. Editorial: Tusquets. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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