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Aquello de lo que se habla

Aquello de lo que se habla

Construir un idioma

Encuentro en los Uffizi una edición de la Commedia que recoge la traducción al inglés que Henry Wadsworth Longfellow hizo del texto dantesco en 1867. Es un ejemplar en tapa dura que adorna los cantos del poema con las ilustraciones canónicas de Gustave Doré y cuyo precio resulta más que razonable. Fue la de Longfellow la primera versión inglesa que se hizo de la obra en Norteamérica y eso le concede un mérito y un interés singulares, aunque sólo sea por la relación que se establece en sus páginas entre el idioma que ha terminado convirtiéndose en una de las grandes lenguas francas mundiales y otro que ni siquiera existía como tal en el momento en que el bueno de Alighieri pergeñó los versos por los que lo terminaría recordando la posteridad. El otro día, mientras nos mostraba la que fue su casa y las puertas de la pequeña iglesia de horarios imposibles en la que según la leyenda vio por segunda y última vez a su platónica y adorada Beatrice, Marco recordó que la Commedia no se escribió en italiano, sino en florentino, y que el estándar lingüístico que se sancionó una vez consumada la unificación de Italia empleó como cimiento en el que sustentar su vocabulario y su gramática las páginas en las que Dante daba cuenta de su viaje imaginario al infierno, el purgatorio y el paraíso. Igual que hicieron Gonzalo de Berceo en España y Geoffrey Chaucer en Inglaterra, Dante optó por evitar el latín y escribir directamente en el mismo idioma en que se desarrollaba la vida por las calles, y eso lo llevó a tomar decisiones arriesgadas y sagaces para dotar de plasticidad y relieve a unas palabras que hasta entonces no siempre habían tenido en cuenta esas necesidades. De su empeño y de la popularidad que obtuvo su trabajo —cabe recordar aquí que el adjetivo «divina» que siempre se le antepone al título no procede del mismo Dante, sino que se lo incorporó Boccaccio cuando, entusiasmado por el texto, se dedicó a darlo a conocer por todos los rincones de Italia— emanó la consideración del florentino como una suerte de dialecto mayor de entre todos los que cohabitaban en la península, lo que a la postre lo convirtió en el tronco general de la lengua que se consideraría oficial una vez agrupados sus distintos territorios en un marco estatal. Es un proceso interesante el de la construcción de las lenguas, máxime porque siempre hay quienes gustan de presentar algunas de ellas como objetos de inspiración divina, esto es, herramientas comunicativas que surgieron de la nada y que nos fueron brindadas limpias e inmaculadas, sin reversos ni impurezas, y que por eso deben gozar de una posición de privilegios frente a otras, más esquinadas y minoritarias, que no merecen ni siquiera el reconocimiento de los sanedrines por su carácter vicario y a las que con frecuencia denuestan —con tanta pasión como ignorancia— como deformaciones grotescas de esas otras lenguas supuestamente superiores a las que éstas harían la competencia, como si en el fondo no fueran tan artificiales las unas como las otras. Se prueba fácilmente que el español que nos enseñan en la escuela es una lengua artificial cuando comprobamos que no hay en España una sola persona que de ordinario lo hable tal y como estipula la norma, y que las diferencias son notorias según el punto geográfico del país en el que uno se encuentre —el español que se habla en Badajoz se parece poco al de Valladolid, y éste apenas tiene nada que ver con el de Cádiz—, del mismo modo que un vecino de Liverpool no habla en absoluto el mismo inglés en el que se dirige a sus semejantes una trabajadora de Wall Street. Tampoco el italiano se habla del mismo modo en Florencia que en Roma, Milán o Nápoles, y sería ocioso mencionar las diferencias que separan el portugués de Lisboa del que emplean en Río de Janeiro. Nada de eso arrebata autoridad ni carácter a ninguna lengua: ellas son lo que son y no tienen la culpa de nada; sí la tienen quienes, desde una ignorancia que según el caso pude tener buenas o malas intenciones, trafican con ellas en un sentido o en el inverso y las convierten en el caballo de batalla de sus intereses o sus carencias, como si fueran ellas las que engendran y definen las altas y las bajas pasiones, en lugar de limitarse a darles nombre de muchas maneras, a fin de que todo el mundo entienda en qué consiste aquello de lo que se habla.

Tres piedades

"En los tiempos cada vez más lejanos en los que estudié historia del arte descubrí la Pietà Rondanini, que me atrajo más que la del Vaticano"

En los tiempos cada vez más lejanos en los que estudié historia del arte descubrí la Pietà Rondanini, que me atrajo más que la del Vaticano porque, si justamente esta última destaca por constituir un ejemplo inapelable de la belleza de lo bello —lo cual no deja de ser una obviedad—, aquélla demuestra hasta qué punto la imperfección puede resultar sugestiva o intrigante, si es que ambas cosas en este ámbito no son finalmente sinónimas. Frente a su hermana de la basílica de San Pedro, tan rotunda y tan pulida, esta otra Pietà que se expone en el Castillo Sforzesco de Milán y en la que Miguel Ángel trabajó hasta seis días antes de su muerte es una escultura inacabada que, por esa misma razón, es la antítesis de aquella y que casi se contempla hoy como una precursora de las corrientes expresionistas, con esos cuerpos que se resisten a verse estilizados y el patetismo que desprenden los rostros a medio cincelar de la madre y su hijo muerto, al que levanta por las axilas con más resignación que ternura, con más rabia que comprensión. Entre la Pietà vaticana y la Pietá Rondanini había pasado la vida, y el escultor baqueteado por la experiencia que se afanaba en dar término a la segunda tenía ya poco que ver con el joven que planificó la primera mientras ambicionaba comerse el mundo. Todo eso se refleja en ambas piezas, o más bien en el hilo invisible que las une: el camino que separa la inocencia esperanzada de una con el pesimismo amargo de la otra. En la Galleria dell’Accademia de Florencia, donde la estrella indiscutible es el David, se expone en una esquina una obra que quizá constituya el eslabón perdido entre ambas Piedades. Se trata de la llamada Pietà Palestrina, una escultura de la que ni siquiera está clara la autoría —sólo una atribución realizada por expertos permite deducir que su artífice fue el mismo Miguel Ángel— y cuya primera referencia aparece en un texto de 1756 firmado por Cecconi. Recibe ese nombre porque estuvo colocada durante un tiempo en el interior de la iglesia de Santa Rosalía, en la ciudad de Palestrina, donde decoraba la capilla fúnebre en la que reposan los restos del cardenal Antonio Barberini, y en ella aparece además la Magdalena, que auxilia a María en la tarea de sostener y trasladar el cuerpo de su vástago. Dicen que también esta escultura se enmarca en la última etapa de la biografía del artista, que la esculpió probablemente en Roma mientras trabajaba por su cuenta en el tema de la Piedad para incluirlo entre los motivos de su propia sepultura y que, de ser cierto que es él y no otro el autor, es más que probable que encargara la finalización de ciertas partes a uno de sus discípulos. Es lo de menos. Lo que importa es que esta Pietà Palestrina que pudo ser, al igual que la Rondanini, una obra a medio hacer, despierta en quien la observa un sobrecogimiento inquieto, una admiración que se acrecienta a medida que constata cómo las supuestas imprecisiones del cincel conforman aristas en las que se concentran las resonancias trágicas de un instante que contrapone la placidez serena del difunto con la ternura difuminada por el dolor o por la rabia que se advierte en el rostro de su madre, la resignación contenida aquí en la mirada de una Magdalena que busca al espectador para inducirlo a contemplar con detenimiento la estampa que configuran sus dos acompañantes, dotados todavía de una humanidad que perderán poco después, al verse reducidos casi a meras líneas esquemáticas en la mente y en las manos del escultor que les dio forma cuando se vio, él también, a las puertas de la gran tragedia definitiva e implacable.

En tránsito

"Tienen los aeropuertos esa consistencia informe de las cosas que no nos dejan huella porque están concebidos para que no exista en ellos nada perdurable"

Tienen los aeropuertos esa consistencia informe de las cosas que no nos dejan huella porque están concebidos para que no exista en ellos nada perdurable, más allá de los trámites enojosos que ha de cumplimentar uno para entrar en ellos y de los hacinamientos eventuales si se tiene la mala suerte de que haya que subirse a uno de esos autobuses raquíticos para ir desde la terminal a la pista de despegue. Pese a su inanidad conseguida y contrastada, y quizá gracias a su decidida vocación de no generar el menor interés en quienes los transitan, en su interior se ensanchan los minutos y se eternizan las horas, convertidas en abismos insondables en cuyo vacío se flota a la espera de que una sacudida, a menudo en forma de anuncio luminoso en las pantallas de información, nos desahucie del marasmo. Por mucho que las estaciones de tren se hayan puesto a hacerles la competencia —las de autobuses hace tiempo que se mantienen fieles a una sordidez que me temo que las ha venido definiendo desde sus inicios—, ningún otro lugar de paso ejemplifica tan bien la maña que se ha dado la contemporaneidad para deshumanizar el viaje. Uno puede encontrarse en ellos con colas kilométricas a las que debe sumarse para cumplimentar trámites cuya naturaleza nunca acertará a comprender del todo, salas donde se amontonan sin orden ni concierto maletas anónimas acumuladas a lo largo de semanas o controles de pasaportes similares a esas macrogranjas en las que introducen a las reses que se encaminan, suspicaces pero inocentes, hacia su sacrificio. A veces me pregunto si el tiempo que uno se ahorra viajando por el aire no se equilibrará en realidad con estas horas muertas que tardan en transcurrir mucho más que las normales, si no será esa anulación de las lógicas temporales un pago que abonamos para purgar nuestra prisa o nuestra urgencia. Sólo una cosa buena he conseguido encontrarles en este tiempo: es tanta la gana que tiene uno de abandonarlos que hasta el aerófobo más recalcitrante se sorprende anhelando la salida inminente del avión que lo llevará hasta su destino.

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