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Avatar (2009): James Cameron, el rey de la ciencia ficción

Avatar (2009): James Cameron, el rey de la ciencia ficción

Tratar de abordar la obra del cineasta James Cameron resulta una empresa harto espinosa, intrincada y difícil, no en vano nos hallamos ante un director colosal que jamás deja indiferente a nadie. Alrededor de su egregia figura la cinefilia se divide y agrupa en torno a dos trincheras ideológicas irreconciliables y dogmáticas: o lo veneras o lo detestas, validando así el célebre principio lógico del tercero excluido (tertium non datur). Me veo en la obligación, en primer lugar, de dejar meridianamente clara mi imposibilidad de desprenderme del inevitable subjetivismo a la hora de analizar la vasta y enjundiosa obra cameroniana. Tengan ustedes en cuenta que quien esto escribe vino al mundo en las postrimerías del siglo XX, concretamente a finales del año 1998, en el seno de una generación cuyos progenitores tuvieron la dicha de poder asistir a una de las mayores experiencias cinematográficas vividas en la dilatada historia del séptimo arte: el estreno de Titanic. Por si esto fuera poco, cuando no era más que un carilampiño y errabundo pubescente, allá por el tristemente lejano 2009, Cameron retornaba con Avatar, otro indiscutible y prodigioso evento fílmico. Así que, no me duele reconocerlo, pues sería hipócrita no hacerlo, he de señalar que en la génesis y afianzamiento de mi cinefilia la extraordinaria figura de James Cameron ocupa un destacado lugar de privilegio. Más allá de esta huera facundia sentimentaloide que poco aporta al debate de ideas, trataré de argumentar mis asertos, como diría mi admirado Platón, porque una simple opinión, si no está debidamente fundamentada, poco o nada cuenta. Ya lo sentenciaba el certero apotegma atribuido al sofista Protágoras: “Si lo que tienes que decir no es mejor que el silencio, calla”. Confío que estas humildes líneas sirvan al propósito con el que nacen. No nos enfrentamos a una empresa menor, pero, pese a ello, vamos a intentarlo.

"Si nos convertimos en unos analistas gafapastas, toda creación cinematográfica y literaria va a resultar imitación y plagio de la Iliada, la Odisea y el Quijote"

Pocos cineastas son capaces de suscitar tantos sentimientos y pasiones encontradas como James Cameron. Me atrevo a citar a Spielberg, Scott, Kubrick, Nolan… y muy pocos más. Estos descollantes y renombrados directores cuentan con una vasta legión de devotos prosélitos y una no menor horda de furibundos detractores. Ante cualquier estreno suyo no faltan aquellos que, como voraces y sedientos exegetas, escrutan prolija, minuciosa y maliciosamente cualquier posible nimiedad  o zarandaja con el espurio propósito de desacreditar su trabajo. Avatar no supuso la excepción a esta abyecta regla, ni mucho menos. Recuerdo nítidamente la nutrida crestomatía de vituperios, baldones, oprobios e insultos que cosechó la exitosa película de James Cameron: “los pitufos azules”, “la fábula de Disney”, “el ecolo-jeta de Cameron”. En fin, una rebosante retahíla de falacias ad hominem, poco ingeniosas, por cierto. Tampoco escasearon las soflamas que denunciaban plagio en su obra: “¿Pero bueno, quién se cree Cameron, el autoproclamado rey del mundo, para copiar impunemente el mito de Pocahontas, para reescribir la mitificada conquista de Angloamérica?”. Los argumentos que lo acusaban de plagio caen por su propio peso, pues adolecen de la debida solidez y solvencia: ¿Acaso la película de Disney recrea el mundo de Pandora, a la raza de los na’vi, a Neytiri, al Árbol Madre, a la diosa Eywa…? A no ser que haya sido víctima del genio maligno cartesiano, no recuerdo que en la cinta de la factoría Disney apareciera nada por el estilo. Por otra parte, la larga historia del cine y de la literatura se sustenta en una tradición milenaria: el viaje del héroe, la eterna y constante pugna entre las fuerzas del bien y del mal, el amor imposible, etc. Si nos convertimos en unos analistas gafapastas, toda creación cinematográfica y literaria va a resultar imitación y plagio de la Iliada, la Odisea y el Quijote. ¡Detectores de plagio, cambiad vuestro argumentario, ya que no os sirve! No nos negamos a aceptar que Avatar, como cualquier otra película, bebe de una tradición cinematográfica jalonada por producciones anteriores, como, por ejemplo, Bailando con Lobos o El Nuevo Mundo. Al igual que las cintas gansteriles de Scorsese, como Uno de los nuestros o Casino, beben del noir clásico americano o de El Padrino, de Francis Ford Coppola.

Avatar nos sumerge en un futuro distópico, al estilo de las grandes novelas del género: Un mundo feliz, Fahrenheit 451, El centinela o Dune. Es una cinta que desprende un aroma enormemente triste, desesperanzado, apocalíptico y trágico, como toda la filmografía de Cameron. Recuerden ustedes que el cine contemporáneo no ha llevado a la gran pantalla nada más zozobrante que Titanic, ya que los protagonistas, en contra de la creencia generalizada, no son Jack y Rose, sino el siniestrado buque, el celebérrimo trasatlántico británico RMS Titanic, una sabia y magistral alegoría de una civilización delicuescente y decadente, por decirlo con Spengler, que en los albores del siglo XX cruzaba el exordio de su propia autodestrucción. Ya conocen ustedes los posteriores acontecimientos históricos: dos devastadoras guerras mundiales e irrupción de expansivos y alienantes movimientos totalitarios (fascismo, comunismo y nazismo). ¡Adiós a las armas!, escribía Hemingway; digamos más bien “¡adiós, Europa!”.

"El encuentro de Jack y Neytiri desprende una belleza, una veracidad, un romanticismo, absolutamente fascinantes e insólitos"

El protagonista de Avatar, un convincente, sobrio e hipnótico Sam Worthington, Jake Sully, es un marine tullido que ha de reemplazar a su hermano fallecido en el programa espacial Avatar: una suerte de robots biológicos que emulan a los na’vi,  mentalmente controlados por medio de una compleja y sofisticada tecnología. Su misión consiste en infiltrarse entre los individuos de dicha raza, imbuirse de su cosmovisión, mimetizarse con sus hábitos y costumbres, para poder facilitar así la posterior conquista y devastación militar de su territorio, su Madre Patria. Ahora bien, Cameron, como buen humanista, no suscribe los sombríos presagios de Heráclito, (“la guerra es la madre de todas las cosas”), ni de Marx (“la violencia es la partera de la Historia”). Como todos los grandes poetas fílmicos, en la gloriosa estela de Miyazaki o Terrence Malick, Cameron apuesta por la fuerza del amor como energía expiatoria. ¡Albricias, qué belleza, el arte de amar, que escribiría Erich Fromm! Pues sí, bajo todo el atavío distópico y militar, Avatar, en el fondo, es una historia de amor. Sully descubre en su incursión por Pandora a la seráfica y bellísima Neytiri (magistral Zoe Saldaña), una nativa de la raza na’vi de la que se enamora hasta el tuétano. Distinguidos y conspicuos críticos muy ilustres, de cuyos nombres no quiero acordarme, llegaron a afirmar taxativamente que los na’vi resultaban horrososos hologramas irreales y falsos. Si esto es así, yo padezco una profunda miopía o ceguera total, como aquellos malhadados protagonistas de Ensayo sobre la ceguera, del Nobel portugués José Saramago. El encuentro de Jack y Neytiri desprende una belleza, una veracidad, un romanticismo, absolutamente fascinantes e insólitos. Uno rememora, ineluctablemente, las miradas cómplices de Gyllenhaal y de Ledger en Brokeback Mountain (Ang Lee); de Farrell y Kilcher en The New World (Terrence Malick); de Mara y Blanchett en Carol (Todd Haynes); de Delpy y Hawke, en la trilogía Before (Richard Linklater). Cameron, como todos estos rapsodas de la imagen, sabe captar como un pintor avezado el tiempo, el estado mental del enamoramiento. La hipnótica música de James Horner, la arrolladora cascada de imágenes, la fantasía inagotable de Pandora, conforman un todo coral y sinfónico único e irrepetible, a modo de una solemne y formidable ópera cinematográfica. Alejandro Ballesteros, el protagonista de La tempestad, premio Planeta de Juan Manuel de Prada, aseveraba que el arte es la religión del sentimiento. Cameron transmite sentimientos, belleza y emociones. Marcel Schwob acostumbraba a sentenciar de forma lapidaria y contundente que el artista ha de recrear rasgos humanos. Lo diré con Nietzsche: los na’vi son más humanos que los propios humanos, al igual que los Nexus 6 de Blade Runner. Uno de los pilares del romanticismo literario, el francés Honoré de Balzac, señalaba que “el arte es la creación idealizada”. Si el cine de Cameron no es arte, no sé en qué diantres consiste entonces.

"No estamos muy alejados de la estela abierta por poetas del celuloide como Terrence Malick y su obra maestra The New World"

Como ya hiciera en Aliens: El regreso, película, a mi entender, narrativa y estilísticamente muy superior al Alien de Ridley Scott, Cameron denuncia, de forma implacable, el militarismo que corroe las entrañas de la nación estadounidense. Allí trasladaba el conflicto bélico de Vietnam al espacio. En Avatar, cual historiador benjaminiano en busca del ángel mesiánico, proyecta la mitificada y cacareada conquista de Angloamérica en un futuro distópico. Gustavo Bueno, filósofo materialista español, escribió en 1999 España frente a Europa, un lúcido y preclaro ensayo sobre la exposición y desarrollo de la idea filosófica de imperio. El conjunto de planes y programas que conforman y definen el ortograma imperial depredador se encuentra reflejado de modo admirable en el personaje encarnado por Stephen Lange, un musculado militar ahíto de testosterona, que convierte en su peculiar y execrable leit motiv la devastación de Pandora.

Los tediosos y anodinos apóstoles de la verosimilitud censuran el maniqueísmo de Cameron y su poca credibilidad. A saber, los buenos y virtuosos son hermanitas de la caridad y los maliciosos son poco menos que la mefítica encarnación de Lucifer. Espero que apliquen de igual modo su cortante navaja de Ockham a renombradas sagas literarias como Harry Potter o El Señor de los Anillos, o a celebrados filmes de culto como Solaris o Stalker, que llevan la firma del artista ruso Andréi Tarkovski. El barómetro para medir la calidad de una ficción consiste, según mi criterio, en la capacidad que precisamente posee el literato o cineasta en cuestión para erigir una recreación poderosa, solvente desde el principio y coherente hasta el final. Cameron lo consigue: construye ex nihilo un mundo distópico, singularmente imaginativo, de una fascinante y cautivadora belleza visual sin parangón, trazando el periplo de sus protagonistas sin ningún tipo de fisura. No estamos muy alejados de la estela abierta por poetas del celuloide como Terrence Malick y su obra maestra The New World, donde el susodicho cineasta, una vez más, hallaba en el amor la única posibilidad de redención ante la endeblez y miseria de la condición humana; tampoco estamos muy apartados del furibundo antimilitarismo de Senderos de gloria, Apocalypse Now o La delgada línea roja.

Jake es una revitalización del coronel Dax, un irredento idealista en busca de un objetivo imposible, un hombre “solo ante el peligro”, que porfía denodadamente contra gigantes, follones y malandrines —por decirlo en lenguaje quijotesco—, encarnados, nada menos, que por la sedienta e implacable maquinaria destructora de la civilización tecnológica. Heidegger llevaba razón en su lúgubre presagio: el dominio de la técnica provoca inexorablemente un indeseable proceso de deshumanización.

"James Cameron es uno de los cineastas, quizás junto a John Carpenter y Georges Miller, que mejor ha sabido retratar en su obra un más que previsible futuro apocalíptico de la humanidad"

A modo de epílogo, concluyo estas breves líneas con una reflexión metacinematográfica: Jake Sully, una vez que ha conocido la mansedumbre, bondad y belleza de los oriundos de Pandora, en una suerte de rito religioso ancestral de un subyugante esteticismo, decide abandonar su agostado y marchito cuerpo humano para convertirse en un na’vi más. En Sully nos sentimos representados todos los letraheridos y cinéfilos que abandonamos, con permiso de Descartes, la bartolina de nuestro cuerpo para entregarnos a los gozos y deleites del alma. Pandora, como el Hogwarts de J. K. Rowling, o como el sanatorio Berghof de Thomas Mann, es ese reducto que siempre está ahí para amenizar nuestras desdichas e infortunios, para hacer más vívidos nuestros momentos de exultación y gozo. La ficción se hace realidad o la realidad se torna ficción. El orden de los factores no altera el producto. La vida es sueño y los sueños, sueños son. Masson de Morvilliers iniciaba su infausto artículo de la Enciclopedia francesa con una capciosa pregunta: ¿qué le debe el mundo a España? Este poco honorable pensador debió de ser víctima de una amnesia pasajera que le hizo olvidar una nada desdeñable pléyade de ilustres personajes: Cervantes, Quevedo, Lope, Góngora, Gracián, Nebrija y un larguísimo etcétera. Los detractores de James Cameron, reencarnados en este desventurado Masson de Morvilliers, inquieren con indisimulada malicia: ¿qué le debe el cine a James Cameron? Básicamente, algunas de las obras de ciencia ficción más logradas e imponentes de la historia del séptimo arte: Aliens: El regreso, Terminator, Terminator 2: El juicio final, Avatar y Avatar: El sentido del agua. Una desafortunada amnesia les ha hecho olvidar su vasta filmografía. En definitiva, James Cameron es uno de los cineastas, quizás junto a John Carpenter y George Miller, que mejor ha sabido retratar en su obra un más que previsible futuro apocalíptico de la humanidad.

En definitiva, la filmografía de James Cameron, como cualquier obra artística, debería ser objeto de un sereno y profundo debate y de una sesuda reflexión filosófica, siendo un error la traslación al mundo del cine del virulento guerracivilismo que impera actualmente en otros ámbitos de la sociedad. Si aceptamos la tesis materialista que asegura que el arte ha de aspirar a interpretar y transformar la realidad, creo que el “humanismo científico” de James Cameron logra dicho objetivo de forma admirable: retrata la depravación moral y la maldad inherentes a la condición humana, y nos invita a una sosegada reflexión para que los lóbregos vaticinios, que como cárdenos nubarrones se ciernen sobre el futuro, se tornen en halagüeños y prometedores senderos de esperanza. Debatamos y reflexionemos sobre su cine desde el respeto y la honestidad intelectual. Espero sinceramente que este humilde artículo pueda contribuir a ello.

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