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‘Avatar’: Ecología y opresión

‘Avatar’: Ecología y opresión

Recién estrenada, sin haberse ido aún de los cines, ya se estaba hablando de Avatar como una película que haría historia, y la verdad es que en eso está especializado James Cameron. No porque vaya a crear escuela, ni mucho menos (tanto tiempo después de Titanic, ¿acaso se ve que alguien «desee» rodar como Cameron?), sino por la osadía de ir donde otros no se atrevían tecnológicamente. Parte de su éxito seguramente está en que a pesar de lo técnicamente innovador de muchas de sus películas, tienen dentro un guión simple. Simple en el sentido peyorativo del término. De buenos contra malos, diálogos de niño de diez años y mucha testosterona. Pero eso, lejos de ser un hándicap, en su caso convierte un defecto en una virtud: sin atraer a los amantes de ese cine simple en el sentido peyorativo del término no podría haber hecho lo que ha hecho. Y además, el guión de Avatar, aunque pueda ser simple en muchas partes del diálogo, no es simple en absoluto.

[Aviso de destripes de recursos naturales en todo el texto]

Tras verlas ambas cuando se estrenaron en 2009, alguien me dijo que cómo podía ser que Ágora no hubiera pasado los filtros de la censura yanqui y esta apología del terrorismo del sometido, de la justificación de la respuesta violenta a la ocupación sí? Y ciertamente, aparte del tema puramente de entretenimiento, y de los récords, y de la influencia que en el futuro pudiera tener esta película, una de las cuestiones más interesantes de explorar en Avatar es el tema político. Una de las reacciones que más me llamaron la atención fue que «si en un cine de Kentucky la gente se pone en pie y aplaude cuando el ejército estadounidense es derrotado, es que los efectos especiales deben de ser condenadamente buenos». Bueno, quizá no sean los efectos, sino los matices. Y es que en la película, y es fácil que esto no se note, no aparece ningún ejército estadounidense. A pesar de que los soldados hablan continuamente con pinta, lenguaje y manerismos convencionales del típico sargento de hierro hollywoodiense, los milicos que aparecen en la película no lucen ni una sola bandera con las famosas barras y estrellas por ninguna parte. Lo que llevan sobre el brazo es una especie de emblema con franjas de varios colores, que no se aclara nunca qué son, pero que puede tener varias explicaciones: 1) es un cuerpo militar multinacional, al estilo de los cascos azules de la ONU, 2) es un cuerpo militar privado, probablemente con veteranos anteriormente entrenados por el estado y ahora al servicio puramente de la multinacional que está minando el planeta Pandora, o 3) los Estados Unidos, al menos tal y como los conocemos hoy, lo mismo ni siquiera existen en el futuro en el que está ambientada la película. El protagonista, Jake, nos aclara que es la segunda, pero no hay mucho más que indique cómo es ese mundo del siglo XXII, ya que lo único que vemos en la Tierra es un futurista hospital de veteranos que podría pertenecer a cualquier país, si es que en el futuro todavía hay países. Se mencionan nombres como Venezuela o Nigeria, pero en seguida pasamos al planeta Pandora, y allí no vemos nada más que la corporación que parece dominarlo todo sin ningún tipo de control gubernamental.

Incluso el hecho de que todos los humanos que vemos hablen inglés no tiene por qué significar gran cosa. De la misma forma en que hoy en día el inglés se está convirtiendo en la lingua franca de hecho de todo el mundo, porque es más fácil que inventarse un idioma común artificial, quizá en el futuro ese idioma inglés será el que se siga usando aunque las naciones que lo hablan hoy hayan dejado de emplearlo, lo mismo que pasó con el latín siglos después de la caída de Roma. En cuanto a los apellidos, se pueden ir heredando sin que lleguen a significar gran cosa tampoco. La piloto Trudy Chacón (Michelle Rodríguez) sigue conservando su apellido español a pesar de que probablemente no use ese idioma casi nunca (de hecho, lo escribe sin tilde). O quizá el español para entonces será tan dominante como el inglés hoy. No lo sabemos. O el hindi, ya que tenemos un doctor Patel entre el personal. Cameron simplemente deja que asumamos que las cosas serán en el futuro como las conocemos ahora, pero sin explicitarlo del todo. Quizá alguien recuerde que la primera frase que dice el coronel Miles Quaritch es: «Ya no estamos en Kansas». Aah. Kansas. Mundo real. Americanos de toda la vida, entonces. Pues no necesariamente. Esa frase es de El mago de Oz (por cierto, la película favorita de Cameron), y se la dicen a la protagonista, Dorothy, cuando, efectivamente, entra en otro mundo muy distinto desde su Kansas natal. A través de esa película, hoy en día lo de «ya no estamos en Kansas» se ha convertido en una frase hecha, casi un refrán, para indicar que entramos en un lugar o una situación que no nos es familiar. De hecho, en Matrix le dicen a Neo una frase parecida, «Kansas is going bye-bye» cuando éste acepta la famosa píldora roja. Deducir que quien diga «ya no estamos en Kansas» es estadounidense es tanto como decir que todo aquel que diga «todos los caminos llevan a Roma» es italiano.

Así pues, Cameron es muy sutil con este tema, y sólo cabe deducir que, en una producción donde cada píxel está medido, tales precauciones están tomadas a propósito, con el objeto, quizá, de poder dar un paso atrás y decir «eh, que esto es todo imaginario» si las críticas le ponían de antipatriótico. Aunque Cameron, por otro lado, es canadiense, y recordemos que en muchos aspectos, desde la seguridad social hasta el papel internacional de su patria, Canadá a veces parece otro mundo comparada con Estados Unidos, así que hay que andar con mucho ojo a la hora de decir «norteamericano»: en absoluto Canadá es un vecino clónico de la potencia que tienen al sur. Indudablemente, Cameron desea criticar, y lo ha dicho públicamente, un uso masivo de la fuerza militar en ayuda de corporaciones o incluso de naciones que esquilman los recursos naturales de otros pueblos, pero se guarda muy mucho de que sus soldados queden excesivamente identificados con los marines específicos de hoy en día, con bandera bien clara en el antebrazo. ¿Por qué? Primero, porque los estadounidenses no son los únicos que han ido a otros lugares a llevarse sus riquezas, y también seguramente porque las fuerzas armadas tienen hoy en día un status de héroes casi semidioses en la sociedad estadounidense. La gente por la calle podrá apoyar o criticar invasiones o guerras en el extranjero, pero lo que nadie discute es que los curritos de a pie viven una vida muy jodida y que a menudo vuelven a casa en un cajón de pino. Incluso los más antimilitaristas del país evitan dirigir sus críticas a sitios que no sean los políticos o generales que toman las decisiones. Jamás se pinta a los soldados del país como vikingos sanguinarios, sino como profesionales modélicos que con su sacrificio protegen a la sociedad y las familias que dejan atrás, que hacen lo que se les dice y que se arriesgan sin dudar tras haber sufrido un entrenamiento duro, especializado y riguroso.

Por eso Avatar termina necesitando, y me parece una debilidad, que la figura del coronel Quaritch acabe resultando tan desquiciada que resulte incluso paródica. No dialoga jamás, está en permanente cabreo y le domina una sed de destrucción casi irracional que termina convirtiéndolo en culpable absoluto de todo lo malo que acaba ocurriendo y en la famosa figura del tirador solitario a quien convertir en causante, fin y principio de todos los males. No parece luchar por proteger algo, ni siquiera por algo tan vil como el dinero, sino porque simplemente tiene ganas de matar a alguien. Ni siquiera el hecho de que los Na’vi sean mucho menos amenazadores como enemigo que los terroristas islámicos de hoy parece hacer mella en él. Nada de proteger a la población civil o a los niños. Nada de ejercer diplomacia, ni de «ganarse sus mentes y corazones», como se decía durante la invasión de Afganistán o Iraq, ni de negociaciones económicas o presiones no violentas. La destrucción es lo único que le vale. ¿Y qué hacen los soldados al respecto? Seguir sus órdenes, que es para lo que están entrenados, en parte tras atemorizarlos con proclamas sobre que vienen a por vosotros y los vuestros. Pero ellos no son el problema. Al igual que se decía del Cid, serían unos grandes caballeros si tuviesen buenos gobernantes. El fallo, entonces como ahora, está en saber cómo es posible que gente como Quaritch (o su equivalente en el mundo real actual de principios del XXI) llegue a posiciones desde las que pueda ordenar genocidios, o incluso planeticidios si nos ponemos en este caso.

Cameron, pues, es muy hábil a la hora de ganarse a un público, tanto estadounidense como mundial, que ahora mismo tiene una relación difícil con la idea de las fuerzas armadas, tanto las propias como las americanas, y aquí es donde viene la sutileza del guión, que en la carrera hacia los Oscars dividió de verdad a algunos votantes. ¿Son protectores o asesinos? ¿Son garantía de fuerza independiente o están manejados? ¿Los estados a quienes oficialmente sirven están a su vez manejados por las corporaciones que dictan las condiciones económicas en que vivimos, o hay lugar para una democracia digna de tal nombre? ¿Son, en suma, amigos o enemigos de sus compatriotas? Cuando a alguien le sale un hijo soldado, ¿hay que sentir orgullo o temor? Ninguna madre merece que le manden el cadáver de su hijo a casa tras haber muerto en otro país, pero ¿merece alguna que el hijo de una madre extranjera venga a matar al suyo a su propia nación?

Otro de los detalles interesantes, siguiendo con lo de la obediencia de los soldados, es cómo Quaritch recurre a estigmatizar a los Na’vi como terroristas. Ya al principio vemos que sus armas no llegan más que a unos cuantos arcos y flechas que quedan ridículos clavados en enormes neumáticos de vehículos blindados, que pueden seguir rodando tranquilamente como si fueran picaduras de mosquito. Después, a través del avatar de Jake, vemos cómo los Na’vi se acercan tanto a la figura del noble salvaje que casi resultan, de nuevo, parodias. En este sentido, los Na’vi están claramente influidos no por los terroristas de hoy, sino por los indios nativoamericanos, incluyendo sus «flechas neurotóxicas». No hay más que ver que una de sus voces es la del actor Wes Studi, de etnia cheroqui, que hizo de Geronimo en un biopic, de un magnífico Magua en El último mohicano y que también apareció en Bailando con Lobos. Las otras tres voces de Na’vi, por cierto, son de actores negros o latinos o las dos cosas. Esto tampoco debe de ser casual. De modo que, para responder a la pregunta del principio, Cameron sí que se metió en el fregado hasta los codos (y en los EE UU de A lo llamarían comunista directamente), pero se dejó una carta en la manga, que es la de dejar libre de culpa al soldadito superpreparado (Jake Sully, el protagonista, es uno de ellos), de los que hace falta tener a tu lado en ocasiones (véase que a los marines se los derrota aquí con sus propias armas y en combate denodado, no con marchas de paz y velitas), pero que merece ser dirigido bien, y es ahí donde está el problema. Visto desde arriba, un soldado es una pieza de ajedrez más, con unas habilidades concretas, entre ellas la de usarlas para lo que se le mande, sin que haga falta una «caída del caballo» que abra los ojos a un juguete roto como Jake. A la película se la ha acusado de ser una nueva versión del «salvador blanco» que viene a ayudar al pobrecito pueblo oprimido de otra raza. Habría sido interesante ver qué se habría dicho si Jake hubiera estado interpretado por un actor de otra etnia.

Cuando se estrenó la película, la (ni siquiera muy velada) analogía financiera/militar, que Cameron ya había usado en Aliens fue el foco de los comentarios, mientras que el tema ecologista se citó como una de las azucaradas razones para denostarla. Sin embargo, cuanto más tiempo pasa más valiosa resulta esta parte. En las primeras escenas, mientras Jake se mete en la cama, la pantalla de su cubículo nos informa de que «el tigre de Bengala, extinto durante más de un siglo, está de vuelta. Estos cachorros clonados en el zoo de Pekín son los últimos de una serie de especies que han sido clonadas para volver a existir en los últimos cinco años». Y obviamente, el sobrehumano grado de conexión que tienen los Na’vi unos con otros y con el resto de la naturaleza de su planeta está ahí para ilustrar la importancia de estos vínculos también para nosotros. Al final de la película, Jake llega a usar ese peculiar «rabo USB» que tienen las criaturas de Pandora para intentar explicar a Eywa, su madre/deidad, que en el lugar de donde vienen los humanos invasores «no hay verde, han matado a su madre, y van a hacer lo mismo aquí». Su pareja local, Neytiri, le responde que «nuestra Gran Madre no toma partido, Jake. Solo protege el equilibrio de la vida». Lo mismo pasa con nuestra Madre Naturaleza: ni nos odia ni la odiamos (o eso decimos). Simplemente aplicará sus leyes. Jake había empezado la película rechazando la compasión ajena por la pérdida del uso de sus piernas, diciendo que «los fuertes depredan a los débiles, así son las cosas, y nadie hace nada». Buscaba una causa, y aquí la encontró.

(La lista de todas las reseñas de este blog, por orden cronológico, puede encontrarse aquí)

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