Antes de deshuesar Avatar: Fuego y ceniza, la tercera parte de la aventura de ciencia ficción estrenada originalmente por James Cameron en 2009, un apunte a pie de página. En redes sociales el debate ha estado, tanto por fans represaliados del director como en críticos sesudos, en que la saga espacial y ecologista carece de “impacto cultural” verdadero, sobre todo si lo comparamos con otros productos anexos como Star Wars o El Señor de los Anillos, pobladas todas ellas por personajes míticos y mitificados por la cultura popular. Esto ocurre, ténganlo claro, mientras Cameron se enciende otro puro con un billete de cien dólares a costa de unos y otros (otro memorable meme de internet que refuerza el vigor del personaje-director) y el film crece y crece en recaudaciones, dejando sin armas a unos detractores que tratan de minar el producto apelando, precisamente, al punto fuerte del mismo: las recaudaciones. Y eso que, aclarémoslo, el film de ¡200 minutos! no llega libre de defectos, o más bien imperfecciones, muchas de ellas características congénitas de su autor… y otras propias de una tercera parte que no acaba de pisar el acelerador en ciertos elementos.
Hablamos de Cameron autor. Uno que, en pleno apogeo del nuevo 3D y esa crisis económica que, junto a la piratería, comenzó a expulsar espectadores de los cines mucho antes que el streaming (¿se acuerdan?), pergeñó un espectáculo monumental capaz de devolver al público a las salas (al menos temporalmente) apelando a fórmulas míticas presuntamente obsoletas, hábilmente mezcladas con elementos contemporáneos que el amour fou de Cameron por la ciencia ficción revistió de una hábil mezcla de sinceridad y cálculo. De ese modo, el espíritu de Edgar Rice Burroughs se combinó, con bastantes años de adelanto, a esa especie política que ahora asola Bruselas y el bolsillo del ciudadano utilizando el lema del ecologismo, pero sobre todo al espíritu del cine moderno de Hollywood basado en IPs y sagas eternas de universos descomprimidos. Solo que en el caso de Cameron, emprendedor de la técnica y el arte cinematográfico (su próximo objetivo, redirigir la IA a una aplicación profesional humana), se hizo a su manera: mi propia saga, mi propia franquicia, mi propia propiedad intelectual.
Basta de contexto, que si de algo carece Avatar: Fuego y ceniza es, precisamente, de largos prolegómenos (bueno, no del todo: los primeros diez minutos del film, aquellos en los que el ojo del espectador se amolda a la particular fluidez visual de la película, con más fotogramas por segundo de lo habitual, son verdaderamente pobres). Porque lo que sigue en las siguientes tres horas es algo que a los fans de Cameron no les es precisamente ajeno: si el realizador convirtió su mítica Terminator 2 en una de esas secuelas-remake que reimaginan y mejoran el original, Fuego y ceniza hace lo propio con las dos anteriores (y sobre todo la segunda, El sentido del agua) y repite, corregido y ampliado, esa esquematización argumental que se convierte en lo más obvio, por repetido, del relato. Que Cameron no se atreva a introducir ningún elemento particularmente nuevo que sorprenda o impulse la saga en una nueva dirección es, sin duda, lo peor del film.
Pero por lo demás, albricias: las enormes set pieces selváticas de Avatar 3, que se prolongan durante extasiantes minutos, muestran un sentido de la tensión y el crescendo dramático ausente en blockbusters del estilo. La pureza, el trazo limpio de la narrativa de un film que ¡solo! posee una única trama, protagonizada, eso sí, por una decena de personajes, es de una simpleza, falta de ironía y solidez que delatan la confianza plena de Cameron en su historia. Una historia que abunda en el exotismo primitivista de las entregas previas, sí, pero que lo viste de persecución de La selva esmeralda de Boorman, y que refuerza al máximo el particular sexismo y fuerza típicos de los personajes de la filmografía de Cameron, y su visión de las relaciones de pareja (la que se inicia entre Quaritch, de nuevo Stephen Lang, y la nueva villana Varang, Oona Chaplin, es memorable y lo mejor del film), al tiempo que desarrolla el paralelismo del viaje del antagonista con el de Sully, el héroe de las tres entregas, dando pie a momentos de un laconismo y masculinidad hilarante típico del firmante del guion de Rambo II.
Hay más, aparte de la previsible exhibición de criaturas y efectos visuales, como ese despliegue de diseño industrial igualmente clásico en Cameron (nadie como él para diseñar factorías, fábricas, escenarios industriales todavía tangibles y físicos) que contrasta con la apología de la Madre Tierra que tanto molesta todavía, pero que huye de la limpieza del cine descorporeizado de realidades virtuales; o el honesto, simple trabajo a la hora de caracterizar las relaciones familiares y los elementos más oscuros de la trama, con los propios héroes identificándose con ese fanatismo y racismo que habitualmente atribuiríamos a “los malos”. Avatar: Fuego y ceniza fracasa en la parte primitivista y legendaria, pero no a la hora de canalizar el manejo de conceptos, ideas y sentimientos básicos, que no simples, de una manera comprensible y sin resultar reduccionistas, la misma que ha caracterizado a Cameron en toda su filmografía.
Al final, uno sale del cine extenuado, en el mejor de los sentidos. El acoso incansable a los Sully es la constante de una secuela que sufre por presentar un clímax virtualmente repetido de la segunda película, pero que es capaz de presentar mito e historia, sin trabajar el homenaje de manera explícita, sin trazar referencias meta para alabar la inteligencia del espectador más subido, y sobre todo, narrada de manera pura, sin estrategias irónicas de franquicia calculada como contenido para plataformas. Que la saga Avatar no tenga impacto cultural es un tema de conversación inútil: su valía está todavía por probar, y es una terroríficamente cercana a los impulsos de pura necesidad, no dudas morales, que empujan hacia delante a sus personajes: sin productos como Avatar: Fuego y ceniza, la experiencia cinematográfica del cine en cines ya no existiría.

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