Siempre sé que soy un forastero; un extraño
en este siglo y entre aquellos que
todavía son hombres.Howard Philips Lovecraft
Es más que evidente. Se nota en el aire, puede respirarse. Y si acaso le pones un cierto grado de atención —tampoco demasiada—, el odio con el que sabes que te miran los ojos de tus vecinos, larvados y blancos, te hace sentir como el siempre extraño del pueblo al que han ido a parar —otra vez— nuestros pobres huesos.
Y como tenemos que cuidar de papá, no perdemos el tiempo como lo hacen los otros chicos del pueblo: no vamos al colegio ni jugamos al balón —tampoco tenemos uno—, ni quedamos en las casas de otros niños para merendar, porque papá dice que eso de quedar es cosa de gallinas y lo de merendar, de nenazas. Por eso mis hermanos y yo —nunca he sabido exactamente cuántos somos— siempre mantenemos nuestras preciadas posesiones a buen recaudo, cada uno en su cajita de cartón con olor a huevo, por si tenemos que salir corriendo en mitad de la noche para escondernos…
Yo meto en ella un montón de chapas: chapas blancas, amarillas, verdes y negras, dependiendo de la botella que papá traiga a casa. Por eso es tan importante el trabajo de papá, porque si a papá en su trabajo no le dan dinero, papá no trae a casa botellas grandes y bonitas, rematadas con chapas de aluminio brillante y dibujos raros.
Porque cuando el trabajo de papá se acaba —cosa que suele pasar muy a menudo—, papá no compra más botellas… ni grandes, ni pequeñas, ni bonitas, ni feas. Y tampoco compra carne, huevos o leche. Y entonces, a todos se nos salen hacia afuera las costillas, y las tripas nos rugen muy fuerte. Pero nunca se lo decimos a papá porque sabemos que eso le molestaría y la hebilla en punta de su cinturón de cuero nos haría mucho daño. Papá conoce todos los rincones, todos los huecos que existen para esconderse: tras el aparador, en las grietas de la escalera o bajo el mueble del fregadero, y si nos encontrase ¡lloraríamos! Aunque Papá diga que eso de llorar es cosa de caguetas. Por eso nunca le decimos nada y nos mordemos los dedos los unos a los otros para matar el hambre. Aunque corramos y nos escondamos, papá nos huele y nos encuentra sin necesidad de luz. Las bombillas hace tiempo que no alumbran y solo sirven para balancearse a un lado y al otro, como si fueran ahorcados que juegan a descolgarse desde lo alto del techo.
¿Que nunca has visto a un ahorcado? Yo sí. ¿Y sabes a qué se parece? A las bombillas quemadas: negros como el carbón y con la lengua larga asomando hacia afuera. Eso algunos, porque otros no llegan ni a sacar la lengua: en el momento en que caen, el cuello les cruje y se quedan ahí, balanceándose, con la cabeza hacia un lado y el cuerpo hacia el otro. Pero no dan miedo, porque luego despiertan y te piden que les ayudes a quitarse la soga y a enderezarles la cabeza. ¡No, no dan miedo! Da más miedo papá cuando no tiene botellas a las que agarrarse y se siente solo, y camina por la casa gritando nuestros nombres y agitando en mitad de la noche su oscuro cinturón de cuero y su hebilla de sangre.
Por eso queremos que papá trabaje y no esté en casa —aunque eso no ocurra a menudo—, para que no grite y no nos cuelgue del techo. Porque cuando lo hace, la casa se llena de vecinos. Vecinos molestos con sus linternas. Y aunque nos quedemos muy callados y escondiditos entre los muebles o bajo las rendijas del suelo, ellos nos buscan. Y a veces nos encuentran. Y nos miran con odio, con cara de lombriz y poniendo los ojos en blanco, y después se dan media vuelta y salen corriendo.
Yo pienso que lo hacen porque papá les da miedo, o bien porque nunca han visto bombillas quemadas. Sí, seguro que es eso: odian a las bombillas negras que, como nosotros, desde lo alto del techo se balancean.
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