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Buenas noches, señor Soares, de Mário Cláudio

Buenas noches, señor Soares, de Mário Cláudio

Buenas noches, señor Soares (editorial la Umbría y la Solana), de Mário Cláudio (Oporto, 1941), es una novela lisboeta. En ella, el autor del Libro del desasosiego, Bernardo Soares, nacido de la imaginación de Fernando Pessoa, es revivido a través de la de Mário Cláudio en uso de un procedimiento que no es raro en su obra, puesto que en otras ocasiones ya ha recreado la vida de personajes históricos.

Zenda publica las primeras páginas.

***

I

Aquella mañana, cuando llegué al almacén de telas, los muchachos acababan de matar una rata del tamaño de un conejo pequeño. Sin saber siquiera quién era yo, vinieron a enseñármela, explicándome que semejantes bicharracos aparecían con frecuencia en los edificios de la Rua dos Douradores, construidos por el marqués de Pombal. Justo en ese momento irrumpió el jefe, el patrón Vasques, un sujeto muy bien plantado, con su bigote perfectamente recortado y su camisa de cuello almidonado. «¡Venga, ahora toca trabajar!», determinó, y solo entonces le declaré lo que pretendía: el puesto de aprendiz de dependiente. Esto sucedió a comienzos de marzo, llovía torrencialmente y yo estaba sin blanca, no tenía ni para pagarme el café. «¿Cómo te llamas?», me preguntó el patrón Vasques con una sonrisa que de inmediato supe que no duraría, que era lo que en mi tierra llamábamos «huevos de Pascua». «António da Silva Felício», contesté asustado. Él, acto seguido y casi sin escucharme, prosiguió: «¿De dónde eres?». «De Escalos de Cima, en los alrededores de Idanha-a-Nova, distrito de Castelo Branco, señor Vasques», le respondí y, al asentir él con la cabeza, comprendí que me aceptaría como empleado suyo. Se metió en el bolsillo del chaleco aquella mano velluda y venosa, y ordenó a un mozo que tomase nota de mis datos en una hoja de papel costero, los cuales se copiarían, llegado el momento oportuno, en una ficha limpia. El patrón Vasques se alejó en dirección a lo que denominaban la «dependencia general de la oficina», y otras veces la «repartición», y fue entonces cuando, al topárselo justo antes de desaparecer en sus aposentos, el señor Soares le plantó cara. El señor Soares no profirió palabra alguna, pero el patrón Vasques murmuró como si quisiera justificarse: «El tipo me da pena, se va a quedar en la miseria». Se encendió despacio el puro que se había sacado del bolsillo interior de la chaqueta y añadió: «En todo caso, si él necesitase algo de mí, yo no me olvido de que le debo un buen negocio y unos cuantos miles de escudos»*. Uno de los muchachos abrió las ventanas y nos pusimos todos a escuchar al patrón Vasques, ya de vuelta en su despacho, que vociferaba al teléfono: «¿Pero aún está ocupado?», gruñendo a continuación: «¡Su puta madre!». La lluvia continuaba con mucha fuerza. El patrón Vasques se asomó por sorpresa ante la contrapuerta de la oficina y repitió: «¡Venga, ya me habéis oído, a trabajar se ha dicho!». Se dirigió hacia la sala grande, otro mozo abrió de par en par la única ventana que se mantenía cerrada y subió hasta nuestros oídos el sonido de las voces de los carreteros, del timbre de los tranvías y del llanto de un niño. El señor Soares pasó a mi lado (quizás fuese uno de aquellos días en los que acababa antes al no haber nada encima de su escritorio) y salió, lanzando esta información a nadie en particular: «Me voy a Cascais y me parece que ya no podré volver por aquí hoy». Durante una semana entera no le vi el pelo. Los muchachos rara vez se referían a él y, cuando lo hacían, era para reírse un rato, intercambiando miradas, pero sin ofenderlo con sus comentarios. Por la tarde me enseñaron en qué consistía un albarán de entrega, cómo debía rellenarse un impreso de correos para el envío de los pedidos y de qué forma se embalaban los artículos destinados a provincias.

En el almacén había, además de mí, del patrón Vasques y del señor Soares, que trabajaba como nuestro traductor, el señor Moreira, el contable, el señor Borges, el cajero, los tres muchachos, empleados, y el mozo de los recados. Los tres muchachos eran José, Sérgio y Vieira, al que apodábamos el Alfama porque vivía en la parroquia de Santo Estêvão; el mozo se llamaba António, como yo. De vez en cuando aparecían los viajantes, el señor Tomé y el señor Ernesto, y teníamos también al gato, Aladino, al que según constaba había bautizado el señor Soares. El señor Moreira, un hombre muy gracioso que vivía al lado de la Avenida, no conseguía pronunciar las erres y nos hacía reír por lo bajo con aquellas frases que nosotros, los muchachos, no nos cansábamos de repetir y de las que nunca me olvidaré. «Eso de que pedominan los pecios bajos es una teta» fue una de sus salidas, a la que recurríamos si nos apetecía un poco de pitorreo. El contable iba generalmente hecho una piltrafa y siempre había sido un enorme comilón. Se dejaba el sueldo en llenarse la panza con doña Lalá, su esposa, y no había lunes que no llegase al almacén añorando los manjares de la víspera: «Ayer me comí unas anguilas en Alcochete que ni os cuento» o «Ayer me eché unos tragos en Colares que hasta traigo aún el sabor en la lengua». Se notaba a las claras que al señor Soares le caía bien el señor Moreira, porque le hacía gracia quizás, o porque en el fondo se daba cuenta de que era un tipo de buenos sentimientos, algo que por lo demás se reflejaba en aquella cara mofletuda, cubierta de sudor en verano y un tanto violácea en invierno. Aunque teóricamente ocupaba el puesto de jefe del traductor, el señor Moreira nunca se las daba de superior, ni con él ni con nadie, y tan solo censuraba la indiferencia que el señor Soares sentía por todo cuanto fuese de comer. «Pero qué cosa más triste», decía el contable para desahogarse, «que lo único que le pasa por el gaznate a este hombre sea un caldito de gallina o a lo sumo, muy de vez en cuando, una rodajita de merluza cocida». Al traductor no parecían importarle tales chanzas, y solo muy raramente se divertía tomándole el pelo al señor Moreira, al que apodaba Don Barómetro. En efecto, su preocupación por las condiciones atmosféricas no tenía parangón, no porque ello le provocase algún tipo de trastorno en lo tocante a los días de semana, sino porque temía que su almuerzo dominical, festejo en el que depositaba todas sus alegrías de glotón, se le hiciese imposible debido al mal tiempo. El señor Moreira estudiaba por lo tanto constantemente el aspecto del cielo, especialmente aquellas tardes turbias y cálidas, con nubarrones ennegrecidos. En esas ocasiones, levantaba los ojos del Libro mayor y declaraba con pesar: «Se avecina una gran tormenta», no como si tal cosa constituyese una amenaza para su escapada gastronómica, sino como si equivaliese a una auténtica señal del fin del mundo. En cuanto al señor Borges, no solo poseía un escritorio más alto que el de los restantes empleados, incluso más que el del patrón Vasques, como igualmente destacaba por cultivar ese secreto que dicen que constituye el alma del negocio. Había enviudado tres veces, y sus tres mujeres habían sido a su vez viudas ricas que le posibilitaban la cura de su úlcera de estómago, emprendida todos los años en el balneario de Vidago, y el presentarse trajeado con el máximo esmero. Se rumoreaba que, aparte de la consorte reinante, el señor Borges tenía alguna que otra amiguita, y Sérgio juraba que lo había visto una noche abrasadora de julio chupando percebes con una rubia en una cervecería de Cais do Sodré.

De todos los muchachos era con José, un joven triste y lleno de granos en la cara, con quien yo me llevaba mejor. No comprendo por qué, a lo mejor porque era de pocas palabras y por eso confiaba en no tener que ponerme a gastar saliva en balde con él. Natural de Pernes, en la región de Ribatejo, José era huérfano de padre y madre. Vivía con su madrina en el barrio de la Penha de França y sufría con las manías de la mujer, una borrachina a la que tanto se le daba por montar el escándalo entre los vecinos, gritando que se iba a matar porque estaba harta de la vida, como por tener fases de devoción al doctor Sousa Martins, el médico santo de Lisboa, exigiéndole a su ahijado que la acompañase a poner velas y flores a los pies de la estatua que el protector de pobres y desamparados, con fama de milagrero, posee en el Campo dos Mártires da Pátria. En cualquier caso, la madrina le cobraba puntualmente la habitación y la comida, y la verdad es que el desgraciado pagaba una fortuna por un cuchitril sin ventanas y una raspa de bacalao mal desalado, regada con un escaso chorrillo de aceite. Sérgio salía con una costurera de Poço do Borratém y se pulía cuanto ganaba en ropa, primero para la niña, y solo después para él mismo. Andaban los dos hechos un pincel, ella con enormes escotes en la espalda y el pelo peinado a la pierrette, él con una pajarita de lunares, y hasta hubo un domingo en el que me crucé con él en los billares del café Chave d’Ouro, enfundado en unas polainitas blancas, de piqué. Saltaba a la vista que Sérgio no era propiamente santo de la devoción del señor Soares. No puedo olvidarme de aquel día en el que entró el chaval, dándose muchas ínfulas y haciendo ademán de entablar conversación con el traductor, y aún estoy viendo cómo este le volvió la espalda con la mirada repleta de odio, un odio que yo nunca había advertido en él, y que obligó al empleadillo de tres al cuarto a batirse en retirada al almacén y a limitarse a balbucear un «Buenas tardes, señor Soares». Y también me acuerdo de una mañana en la que a Sérgio se le cayeron, con un estruendo de mil demonios, unas cajas pequeñitas de grasa de una nueva marca, a lo que el señor Soares respondió con un «chist» que parecía el de una serpiente venenosa recién pisada. Con el Alfama todo el mundo se llevaba bien porque era muy amable, siempre estaba dispuesto a hacernos favores. Hacía algún recado cuando el mozo estaba fuera, despachaba más pedidos de los que tenía a su cargo si algún compañero tenía que ausentarse para ir a un funeral y compartía con nosotros la fruta que traía para la merienda. El Alfama sabía muchas cosas que nosotros ignorábamos y era el alma del Club Lusitano: organizaba rifas, ensayaba espectáculos o montaba la instalación eléctrica en el salón de baile. En una ocasión estaba preparando un número de revista, de cuyo texto era autor, titulado Militronches y chachas, y me preguntó a quemarropa: «¿Y si le pidiese al señor Soares, que es poeta, que me pergeñe la letra para la apoteosis? ¿Qué me dices?». «Ni lo sueñes, Vieira», me apresuré a contestarle, «lo que él escribe es en serio y al parecer nadie lo entiende». Allí estábamos nosotros, los empleados, al fondo de la oficina, embalando lo que hubiese que embalar, pasando dos veces los cordeles atados con nudos, de doble vuelta también, alrededor de los rollos de papel de estraza, muy resistente. Contábamos chistes y ahogábamos las risas para que el patrón Vasques no nos oyera y viniera a mandarnos callar a gritos. Una víspera de Navidad estaba Sérgio empezando a musitar, temeroso: «Se me ocurre otro del estilo», y de pronto el señor Soares lo redujo al silencio con un puñetazo en la mesa que el pobre del lechuguino se quedó pálido como la cal y después se puso rojo como un tomate. No hay duda de que el señor Soares, tan afable con todos nosotros, no soportaba a Sérgio ni aun sentado a la diestra de Dios Padre, como suele decirse.

Llegaría a decirse más adelante que el señor Soares no se distinguía de cualquier otro sujeto, pero lo cierto es que siempre había dado muestras de ser un tanto extraño. Lo espiábamos en su puesto, con una arruga en la frente, intentando traducir en las cartas que redactaba aquellas designaciones antiguas y aquellos números que era imprescindible reducir a yardas, pulgadas y pies. Los días en los que estaba menos apagado, al señor Soares le gustaba conversar con nosotros sobre determinadas telas que eran de seda, originaria de Samarcanda, o sobre los brocados, provenientes de Ispahán, y se ponía a fumar, muy pensativo, aquellos cigarrillos de tabaco de liar que le chamuscaban los dedos. Nos miraba con mucha atención, fijando la vista en el señor Moreira, en el señor Borges, en los dependientes, en el mozo y hasta en el gato Aladino, con una especie de ternura que nos asustaba, y se encendía otro cigarrillo, y volvía a la escritura. No faltaba quien hiciese notar que, como traductor, lo estaban explotando, pues el patrón Vasques le pagaba mucho menos de lo que se merecía, pero esto no parecía preocuparle al pobre del señor Soares. Seguía utilizando un tintero viejo que se negaba a que se lo cambiasen por uno nuevo, y sumergía la pluma en él con toda la parsimonia del mundo mientras iba pensando en cosas que no debían de ser de este planeta. Cerca del sitio donde trabajaba el señor Soares, y encima de donde solía sentarse Alves (un majareta al que le habían dado el alta en el hospital Miguel Bombarda, al que por caridad le consentíamos que nos doblase las hojas de papel de estraza y nos envolviese los cordeles de los pedidos que recibíamos), había un calendario de 1931 que nadie quiso descolgar de la pared. El señor Soares se ponía a mirarlo, clavando la vista en él con gran concentración, y acababa por sonreírle a aquel grabado de la chica de labios rojos, con un lazo rosa en el pelo negro y blusa de escote abierto, abrazando un ramillete de amapolas. En otras ocasiones lo sorprendíamos examinando con minucia el papel secante del secafirmas, y nos percatábamos de que el señor Soares se sentía fascinado por los garabatos que habían quedado a medio absorber, todos negros porque él solo usaba tinta de dicho color, y salpicados de borrones que parecían islas en mitad de la niebla. Muerto de curiosidad, me atreví una vez a ir a ver qué había allí estampado, y descubrí su firma invertida y vuelta del revés, pero me marché enseguida con la idea de haber cometido una indiscreción imperdonable. Mi mayor sorpresa tuvo lugar, no obstante, una tarde en la que estábamos los dos solos en la oficina, y el señor Soares salió sin mediar palabra dejándome sobre la mesa un barquito de papel pautado con este nombre en el casco, escrito a lápiz: António. Nunca me había construido mi padre nada que pudiese comparársele, y durante mucho tiempo guardé el barquito en el cajón donde tenía la cadena de oro que me había regalado mi madre y el rosario blanco de la primera comunión. Pero había momentos, menos frecuentes, en los que el señor Soares nos causaba bastante inquietud, sobresaltándonos al lanzar de repente la estilográfica para luego observar, divertido, cómo rodaba por la inclinación del tablero del escritorio. Algo así ocurrió una mañana en la que descubrió en el borde del tintero un moscardón repugnante, en tonos verde y azul oscuro. El señor Soares se levantó de la silla y se dirigió hacia la puerta de las escaleras sin volverse hacia el espejo, como si el espejo pudiera asesinarlo. Cogió el sombrero del perchero y, sin tan siquiera despedirse como era habitual en él, fui yo quien dijo muy en sordina: «Buenas noches, señor Soares».

Había además el socio capitalista, un sujeto que se llamaba Alcino dos Santos Camacho y que vivía en el barrio de Brandoa, en los alrededores de Lisboa, en un chalé de lujo coronado por un voladizo pintado de amarillo con dos estatuas de porcelana, una que representaba al Comercio y otra a la Industria. El señor Camacho no aparecía nunca por la oficina, pero al parecer no necesitaba trabajar porque tenía mucho dinero pese a estar enfermo, tal vez a consecuencia de lo que había sufrido en la Gran Guerra, en la que lo habían gaseado. Nadie sabía seguro cuál era el origen de la fortuna del señor Camacho, pues nunca había pasado del puesto de sargento, pero se rumoreaba que su padrino, un solterón sin descendencia, le había dejado todo su patrimonio a condición de que el señor Camacho le pusiese el nombre de su madre, la del tal padrino (Maria do Patrocínio era su gracia), a la primera hija que tuviese. Vino en efecto al mundo una niña, la única de la que sería padre el señor Camacho, dado que su esposa, doña Marília, no se pudo volver a quedar embarazada tras el parto. La chiquilla se puso muy gorda porque se pasaba días enteros tumbada en la cama, leyendo novelas de Max du Veuzit, pero el hecho es que parecía atraer un profundo respeto por parte del patrón Vasques, quien, al referirse a ella, solía decir «la mademoiselle», y ya se entendía al momento a quién deseaba aludir. La riqueza del señor Camacho proporcionaba el pretexto para varios comentarios y hasta algunas mofas. «Ese Camacho», declaraba a veces el Alfama, «está tan forrado que no sabe ni cuánto tiene». «Pues, sí», confirmaba Sérgio, siempre un tanto ordinario, «se comenta que tiene tanta pasta que hasta el culo se lo limpia con billetes de quinientos», y añadía: «¡pobre Vasco da Gama!», queriendo con ello recordar elretrato del navegante ilustre, impreso en aquellos billetes. Cuando la pequeña Patrocínio alcanzó la mayoría de edad, el señor Camacho invitó a todo el personal de la oficina a una fiesta, aunque en el banquete de verdad solo participaron el patrón Vasques y los señores Moreira y Borges. Nosotros, los dependientes y el mozo, nos sentamos en una mesa corrida que montaron con tablas en el jardín trasero, delante de una gruta artificial donde se metían a refresca las botellas de vino blanco. El señor Soares, que por entonces andaba muy neurasténico, no pudo ir, excusándose con los descansos a los que estaba obligado y con la prohibición médica de salir de Lisboa. Al final de la tarde todo el mundo se reunió en el salón noble. El señor Camacho mandó parar la música del baile, que era el pasodoble Valencia, se dirigió muy solemne hacia la cumpleañera y procedió a la entrega de un sobre cerrado, profiriendo estas palabras: «Maria do Patrocínio, hija de mi corazón, aquí van cincuenta mil escudos que te doy como regalo de cumpleaños, con mis mejores deseos para el futuro». Trajeron la tarta, la homenajeada hizo los honores y la empezó, y el señor Camacho le insistía para que comiese otro trozo, algo que la joven rechazaba con esta justificación: «no puedo, papá, que ni siquiera he eructado todavía». A la mañana siguiente, entró por la oficina un caballero que afirmaba haber recibido el encargo del señor Camacho de fotografiarnos a todos. Al analizar las pruebas, comprobamos que habíamos salido muy bien. Y fue en esa ocasión cuando el señor Moreira observó, dirigiéndose a uno de los dependientes y apuntando con la barbilla al señor Soares: «Es su vivo retrato, ¿eh?». El aludido se sonrojó, y a mí me pareció ver un mar de lágrimas subiéndole a los ojillos entornados*.

***

*1. [Nota de la trad.] Para entender estas palabras del personaje debe tenerse en cuenta que, en el Libro del desasosiego, con el que la presente obra establece un continuo diálogo intertextual, el joven sin nombre al que ofrece trabajo el patrón Vasques pertenece a una familia a la que el mismo jefe acaba de llevar a la ruina tras cerrar un negocio beneficioso para él. Los hechos recogidos en este pasaje son narrados en dicho Libro, desde la perspectiva de Bernardo Soares, en los siguientes términos: «el patrón Vasques ha hecho hoy un negocio en el que ha arruinado a un individuo enfermo y a su Mientras hizo el negocio, se olvidó por completo de que ese individuo existía, excepto como parte contraria comercial. Hecho el negocio, le vino la sensibilidad. Solo después, claro, pues, si le hubiese venido antes, el negocio no se habría llegado a hacer. “El tipo me da pena”, me dijo. “Se va a quedar en la miseria”. Después, encendiéndose el puro, añadió: “En todo caso, si él necesitase algo de mí –entendiéndose alguna limosna– yo no me olvido de que le debo un buen negocio y unos cuantos miles de escudos”».

*2. [Nota de la trad.] En el Libro del desasosiego, Bernardo Soares se refiere a este episodio como un momento en el que «he sufrido la verdad [del documento fotográfico] al verme allí», porque «mi cara delgada e inexpresiva no tiene ni inteligencia, ni intensidad, ni nada de nada, sea lo que sea, que la eleve de la marea muerta de las otras caras».

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Autor: Mario Cláudio. Traductora: Ana Belén Cao Mínguez. Título: Buenas noches, señor Soares. Editorial: La Umbría y la Solana. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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