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Buenos Aires, buenos libros, buenos baños

Buenos Aires, buenos libros, buenos baños

[28 julio – 10 agosto]

No pegas ojo en el vuelo a Buenos Aires. No has podido elegir asiento en la salida de emergencia y la incomodidad te impide dormir, por mucha melatonina que te eches al cuerpo. Con tus dimensiones —a lo largo y también a lo ancho— deberías empezar a plantearte si realmente merece la pena el esfuerzo de estos trayectos transoceánicos, por mucho que te seduzca el evento o el lugar.

Al aterrizar, un taxi os espera para llevaros al hotel. A ti y a Javier Serena, el organizador del festival, que ha volado en el mismo avión. Durante el trayecto, mientras observas la ciudad hipnotizado, charláis sobre literatura. Te sorprende la cantidad de autores latinoamericanos que ha leído Javier. Y los que a ti aún te faltan por leer.

"Una pieza sin la cual la vida entera parece desmoronarse. Hoy, de un modo u otro, todos somos ciborgs"

En el hotel, las habitaciones no están listas: es demasiado temprano. Entonces te das cuenta de que no llevas el móvil. El pánico te sacude, pero piensas rápido: el último lugar donde lo has tenido —lo sabes porque has hablado con el conductor— es el taxi. Abres el ordenador y buscas su número. Afortunadamente, el WhatsApp de escritorio conserva la conversación y puedes escribirle. Sí, el teléfono estaba allí. Cuando, al cabo de un rato, el taxista regresa y te lo devuelve, respiras al fin. En ese aparato estaba todo: billetes de avión, tarjetas, direcciones… Casi prefieres perder la cartera que perder el teléfono. Es lo que piensas mientras subes por fin a la habitación y miras el móvil con recelo. Es prácticamente una prótesis, una prolongación del cuerpo y de la mente. Una pieza sin la cual la vida entera parece desmoronarse. Hoy, de un modo u otro, todos somos ciborgs.

*

La habitación te la dan a media mañana y, antes incluso de deshacer la maleta, caes rendido sobre la cama. Despiertas tres horas después y sales a pasear hasta la cena. Notas el frío de la calle. Es pleno invierno y solo has traído el plumas de entretiempo. Aunque lo sabías, con cuarenta grados en Murcia te resultaba difícil siquiera tocar el chaquetón grande. Así que ahora tienes que comprar un abrigo. Una campera, como la llaman aquí, que te sale carísima. Eso es lo primero que te llama la atención de la ciudad: los precios; todo aún más caro que en España.

Paseas por el barrio de Recoleta y, si no fuera por la antigüedad de los coches y algunos otros detalles, pensarías que estás en Madrid, en el barrio de Salamanca. O tal vez en algún barrio de París. Enseguida te conquista la energía de la ciudad y, sobre todo, la mezcla de tiempos: lo más chic y moderno entrelazado con otras temporalidades ancladas en el pasado. Varias capas superpuestas, actuando a la vez. Una ciudad que tiende a ser como las demás —con sus Zaras y sus cafés de especialidad— y otra que se resiste a cambiar. Te hechiza esa hibridación, ese tiempo múltiple y heterocrónico.

"El espacio es precioso. La librería más bonita del mundo, dicen en varias páginas web. Y no les falta razón"

A media tarde ya estás entregado a la ciudad. Te acercas a la librería Ateneo Grand Splendid. Habías visto fotos y tenías la visita pendiente. El espacio es precioso. La librería más bonita del mundo, dicen en varias páginas web. Y no les falta razón. Aunque tal vez esté más concebida para la foto que para mirar libros con tranquilidad. No cabe un turista más.

Después, en la cena, te encuentras con algunos de los invitados del festival. Cenáis pizza en un restaurante cerca del hotel. Afortunadamente Juan Cárdenas toma la iniciativa y pide por todos. Está todo delicioso. Pero la cebolla y el queso de las pizzas pasan la noche contigo.

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Al día siguiente, comida con la organización del Centro Cultural de España en Buenos Aires y con los invitados internacionales. Emiliano Monge, Alejandra Moffat, Daniela Tarazona, Aroa Moreno, Mónica Ojeda, Julián Herbert, Ben Clark y Juan Cárdenas. Te sientas junto a Emiliano y disfrutas de la conversación. Lo conociste brevemente hace años en Madrid y admiras su literatura. Y ahora te cautiva su lucidez y su sentido del humor.

Después, en la charla no estás especialmente lúcido. Aún llevas el jet lag encima. Y, sobre todo, un frío que se te mete en la garganta, te tapona los oídos y hace que no te escuches bien cuando hablas. No es tu mejor día. Aunque, en realidad, nadie sale demasiado contento de su intervención.

"A cada paso, esta ciudad es literatura: no puedes evitar pensar en la novela de Sara Gallardo"

Por la noche cenáis con escritores argentinos. Tienes la sensación —quizá solo eso— de que os miran, a los españoles, un poco por encima del hombro. Siempre has tenido esa percepción, ese complejo de inferioridad respecto a las literaturas latinoamericanas y, en especial, a la argentina. Intuyes que lo que se hace en España, salvo excepciones, no acaba de interesar: ni por la forma ni por el contenido. Que existe la idea de que la española es una literatura convencional y ramplona. Tal vez sea —te comentan después algunos amigos— porque lo que llega allí es, precisamente, lo que alimenta esa imagen.

Más tarde, con Javier y Daniela, tomas unas últimas copas en el bar Los Galgos. A cada paso, esta ciudad es literatura: no puedes evitar pensar en la novela de Sara Gallardo. Allí os encontráis con Daniela y África, escritora y editora, y charláis sobre el mundo literario. Una vez más, te sorprende la cantidad de autores que no conoces y que, a partir de este viaje, te prometes leer.

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Despiertas con resaca. Los dos Old Fashioned de anoche quizá hayan contribuido. Con Emiliano, Aroa y Alejandra visitáis la librería Eterna Cadencia, otro de los espacios que querías conocer. Sigues los consejos que te dan y compras libros de algunos de los autores del festival, y también de otros de los que te han hablado estos días. Tienes el firme propósito de remediar esa carencia.

Por la tarde, mesa redonda de escritores argentinos —Pablo Katchadjian, Hernán Ronsino, Roque Larraquy y María Sonia Cristoff—. Hablan de procedimientos, dispositivos, narratividad… Una discusión abstracta y teórica que no todo el mundo parece seguir. A ti, secretamente, te interesa ese uso de la teoría, aunque a veces el debate terminológico lo vuelva todo demasiado oscuro y enrevesado.

Cenáis en el mismo lugar de ayer. Otra vez pizza. No cabe más queso en tu cuerpo.

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Mañana tranquila: lectura y un paseo agradable por la ciudad. Plaza de Mayo, Casa Rosada, librerías de la calle Corrientes… Entras en todas. Buscas El arqueólogo, la última novela de César Aira, publicada esta misma semana. Y, de nuevo, terminas llenando la mochila de libros. Menos mal que todavía queda espacio libre en la maleta.

Regresas al hotel con tiempo para una siesta antes de la mesa redonda en la que te toca intervenir: vida y literatura. Este tema sí te lo sabes bien. Es el tuyo. Lo tienes tan claro desde el primer momento que, esta vez, te cuesta callarte. Sales satisfecho con la intervención. Tan solo te apena que hoy haya venido menos gente —sobre todo menos escritores argentinos—; no has podido demostrarles que tú también sabes teorizar y citar a Derrida.

Después cenáis en un bar de juegos de mesa y acabáis jugando al Dixit. Te gusta esta ciudad inesperada.

*

Comes con tus primos argentinos. Florencia y Emilio son hijos de tu tía María —que murió hace poco más de un año—, una de las hermanas de tu padre que emigraron a Argentina a finales de los cincuenta. No los veías desde hacía más de veinte años.

"Te avergüenza saber tan poco de ellos. Algún día te gustaría escribir una novela para remediar ese desconocimiento"

Te dicen que van a llevarte a una de las mejores pizzerías de la ciudad, Los Inmortales, que, además, está cerca del hotel. No les confiesas que llevas comiendo allí desde que llegaste. Y vuelves a pedir pizza con cebolla.

Conversáis sobre la familia. Te avergüenza saber tan poco de ellos. Algún día te gustaría escribir una novela para remediar ese desconocimiento: contar la historia de tu abuelo, que llevó a toda la familia a Argentina y luego la abandonó a su suerte. Y reflexionar también sobre esa manera tuya de ser tan desapegada, que no todo el mundo logra comprender.

Les hablas del proyecto y te animan a escribirlo. Y, sobre todo, a hacerlo cuanto antes: si quieres conocer de primera mano lo que sucedió con tu abuelo, solo queda vivo el tío Pepe. Tendrás que darte prisa. Te despides con la promesa de volver pronto. Lo más pronto que puedas. Solo esperas en que ese “pronto” no llegue demasiado tarde.

*

El festival se cierra con una fiesta en la que Julián Herbert pincha cumbia electrónica y todo el mundo baila. Tú también, aunque sabes que al día siguiente pasará factura.

La noche continúa en el Café San Bernardo, un bar clásico de Villa Crespo con mesas de ping-pong y billar. Es noche de hermandad. Habéis congeniado todos. Recordarás estos días y esta compañía. Os quedáis hasta que cierran. Después, con Ben y Javier, alargas la noche un poco más en otro bar oscuro. Son tus últimas horas en Buenos Aires y, aunque volar con resaca no sea la mejor idea, no quieres marcharte. Terminas con Ben, charlando en la habitación hasta bien entrada la madrugada. Conocerlo de cerca también ha sido un descubrimiento.

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El vuelo del sábado se te hace interminable. Aunque esta vez sí viajas en salida de emergencia, el hombre del asiento de al lado no para quieto un instante. Y cuando por fin se queda dormido, se apoya en tu hombro y empieza a roncarte en la oreja. Sientes incluso cómo se le escurre un hilo de baba. De vez en cuando mueves el hombro para ver si despierta, pero vuelve a caer rendido. Estás tentado de acariciarle la barba o darle un beso para ver si así se asusta. Al final, apoyas la cabeza en la ventanilla e intentas huir de los ronquidos. De nuevo te preguntas si merece la pena este hacinamiento.

"La escena empieza a crecer y la dejas esbozada en unas páginas. Estás convencido de que será una de las más recordadas del libro"

En Madrid te espera Antonio, igual que en tu regreso de Nueva York. También ahora le llevas unos libros y él viene a recogerte al aeropuerto. Tomáis un café y te lleva a Atocha. No es mal plan, sobre todo por la conversación, aunque estés reventado y no puedas seguirle el ritmo.

En el tren hacia Murcia, por fin, logras dormir unos minutos. Antes de cerrar los ojos, piensas que en toda la semana no has tocado un segundo la novela. Tenías claro que eso sería así, pero aun así te sientes algo culpable. Al pasar por Albacete, abres el ordenador y relees unos párrafos. De pronto, se te ocurre una idea: una conversación fundamental entre dos personajes que aún no habían tenido interacción. La escena empieza a crecer y la dejas esbozada en unas páginas. Estás convencido de que será una de las más recordadas del libro.

Ya has hecho algo por la novela. Gol por la escuadra en el tiempo de descuento.

*

El lunes dormitas todo el día. Te cuesta remontar. Empiezas a notar el párpado hinchado. Por la noche, Joaquín te envía el tratamiento final del guion de la película: casi cuarenta páginas. Hay que reducirlo a más de la mitad y preparar unas páginas con los personajes para solicitar una ayuda al desarrollo.

Al día siguiente, te levantas temprano y lo haces como puedes antes de volver a salir de viaje. Deberías haberte dejado uno o dos días de margen antes de las vacaciones. Terminas justo a tiempo para cerrar la maleta y salir con Raquel hacia el balneario de Alhama de Aragón. Al menos allí podrás descansar y leer tranquilo, te dices. Has metido ocho libros, por lo que pudiera pasar.

"Al fantasma de Doña Blanca —una de las leyendas de Albarracín— no parece haberle gustado tu energía negativa"

Antes de llegar, habéis planeado dos noches en Albarracín. Pueblo con encanto, enclave histórico. Pero a ti lo único que te apetece ya es tumbarte frente al lago termal, y esta parada, desde el principio, te sobra. Seguramente esa falta de ganas es la que hace que todo empiece a torcerse, sobre todo cuando comprobáis que el hotel —histórico, con encanto— no tiene aire acondicionado. En plena ola de calor, la habitación es inhabitable. Comienzas inmediatamente a sulfurarte y a buscar otros hoteles en el ordenador. Hay algo allí que no te gusta. Raquel es más templada, pero a ti no te apetece pasar dos días de tus vacaciones en un lugar incómodo.

“Yo me quiero ir ya al balneario”, dices. “Esto no lo aguanto. Aquí no se puede estar.” Y, justo al pronunciar esas palabras, una ventana se abre de golpe y tira el ventilador al suelo. Estaba cerrada con pestillo, pero incluso se ha roto un poco la madera. Una ráfaga de aire que enseguida se disipa. Los dos os miráis sin dar crédito a lo que acaba de suceder. La habitación tampoco quiere que os quedéis. Al fantasma de Doña Blanca —una de las leyendas de Albarracín— no parece haberle gustado tu energía negativa. Aun así, aguantáis la noche. Al menos, en la madrugada refresca.

*

Al día siguiente despiertas con dolor de ojos y el párpado derecho totalmente inflamado. Casi no lo puedes abrir. Era lo que faltaba para salir de allí. Aunque perdáis la noche de hotel. Mejor perder dinero que perder otro día allí.

En el consultorio médico del pueblo, la doctora te confirma que es un orzuelo infectado y te receta un colirio. No es la primera vez que te pasa algo así. Y siempre tiene que ver con el estrés. Se te va a los ojos, al cuello y a la espalda. Afortunadamente, esta misma tarde vas a poner remedio.

Llegas a Termas Pallarés y, de repente, todo se aquieta: el baño en el lago termal, la lectura tranquila, la comodidad, el ambiente conocido, estar todo el día en albornoz y ropa de baño. Es lo que necesitabas. Nada de pueblos con encanto y cuestas empedradas. Solo hamacas, toallas y baños reparadores.

*

Los días allí son todos iguales: desayuno, mañana en el lago —lectura, baño, lectura, baño, lectura—, comida, siesta, tarde en el lago —lectura, baño, lectura, baño, lectura—, cena, capítulo de serie, cama. A veces te despiertas un poco antes y lees lo que llevas escrito de la novela. Lo haces para tenerlo en la cabeza, para que las voces sigan contigo cuando flotas en el lago o dejas caer la cabeza bajo el chorro de agua termal del balneario.

Repasas lo que has corregido y hay algo que sigue sin convencerte: la voz de la narradora, el tono. Es demasiado administrativo, demasiado funcional para la trama. No hay música. La historia funciona, la trama avanza, pero falta encontrar la cadencia justa, ese ritmo de palabras capaz de acunar al lector y colarse en su mente como una melodía. Eso es lo que aún no tienes. Y estos días, aunque todavía no te obsesiona, no logras desprenderte de la preocupación.

*

Antes de bajar al lago, cada día seleccionas la lectura. Lees por puro placer, aunque no puedas evitar llevarte el lápiz para subrayar y apuntar. Es lo que haces con Los ilusionistas, la novela de Marcos Giralt Torrente. Ya hablaste aquí de sus virtudes, pero aún te faltaba leer el último capítulo, el dedicado a su madre. Lo terminas la primera tarde en el lago. Es hermosísimo. El más bello del libro. Las últimas páginas te emocionan: “Recuerdos que traerán lágrimas”. Fotos, voces, palabras, momentos. Solo por esas páginas el libro ya merece la lectura. También por las reflexiones sobre el pasado y la memoria, que no dejas de subrayar: “Me pregunto por la materia sobre la que se construyen los deseos; por el influjo ambivalente de los afectos; por los túneles de memoria que nos conectan con un pretérito anterior. Me pregunto por lo que nos hace ser lo que somos.” Subrayas esas palabras como si fueran también tuyas. Tal vez lo sean. En el fondo, te conducen a la misma pregunta secreta que recorre este diario.

*

Lees Hasta aquí todo va bien, la primera novela de Estela Sanchís, publicada por Candaya. Lo tiene todo para gustarte: una novela de artista repleta de reflexiones sobre el arte y referencias a obras y creadores que te interesan (Sophie Calle, Bas Jan Ader, Marina Abramović). Y, sobre todo, una novela-performance que funciona en sí misma como obra de arte, con un final que convierte la historia narrada en parte de un dispositivo artístico. En cuanto llegues a casa, colocarás el libro en la estantería que tienes dedicada a las novelas de artista. Y sabes que esa Estela, la protagonista, también aparecerá en el proyecto de ensayo-ficción que tienes en mente: tu siguiente libro después de la novela.

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Lees también Camanchaca, la primera novela de Diego Zúñiga. La tenías en casa desde hace tiempo, pero en Argentina conociste al autor, te pareció una persona encantadora y te llevaste el libro para estos días. Lo devoras en una mañana. Es una delicia de tono: la voz del chico que viaja a arreglarse los dientes y recuerda la extraña relación con su madre. La prosa te mece y te acuna. Eso es, precisamente, lo que le falta a tu novela y que debes conquistar: esa manera de contar que permanece incluso más allá de lo contado. Una voz precisa que escuchas con claridad y que reverbera tiempo después.

"Sabes que, si quieres transformar el tono, debes empezar por el principio: la primera frase, el primer párrafo"

El domingo, mientras haces el muerto en mitad del lago y sigues rumiando la novela de Zúñiga, de pronto llega una voz. Dos frases. Una gramática. Un modo de puntuar. Al llegar a la habitación, abres el ordenador, creas otro documento —“Prueba inicio”— y escribes un párrafo con esa voz. Otro comienzo, otra manera de encarar la historia. Sabes que, si quieres transformar el tono, debes empezar por el principio: la primera frase, el primer párrafo. Encontrar ahí el tono preciso. Decía Javier Marías que, si tenía un párrafo, tenía una novela. Tú tenías la novela, pero te faltaba ese párrafo. Tal vez hoy lo hayas encontrado.

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