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Cada día es una vida

Cada día es una vida

…Y entonces la tarde cae sobre la llanura. Le mete un brochazo de oro a los prados, espachurra sus manos sobre las colinas, remueve la cuchara dentro de la chatarra de la tierra. La luz entra así, con pinceladas grandes, rasguña, hurga, como si quisiera meterse en la carne misma de esa tierra que se hace tierna, como si quisiera tirarse ahí, allí, de cabeza, de pezones, y no volver nunca más a levantarse, porque ahí cada día es eso, es una vida. Así terminó la primera tarde que pasamos juntos, en medio de los lienzos, con un buen verdejo en la mano, afrutado, coloreado, y Carlos, en toda su gloria, porque detrás los cuadros que no paraban de soltarse la melena, porque delante la vida misma, con todo su fulgor, con todo su amor.

El libro de Carlos León, que ahora publica La Cama Sol, está dedicado a los que aman. A todos los que lo hacen de verdad, de cuerpo entero, a la proa de su alma. Porque todo lo demás son bambalinas. A la tarde te examinarán en el amor, lo decía también San Juan de la Cruz, quien, por estas tierras segovianas, donde Carlos León ahora vive, también pasó. Y traigo al cuento a San Juan porque de eso se trata: de lo carnal que puede también ser rotundamente espiritual. El cuerpo es lo de menos o lo de más, como se quiera ver, a la vertical, a la horizontal. El cuerpo es solo la punta de la lanza, el altar, todo lo que sigue tampoco importa. Lo que nos hace nacer es eso que brilla en la pulpa de los ojos cuando dos se encuentran, tropiezan el uno con el otro y la vida entonces no tiene remedio y, lo sabes, entonces nunca más volverás a morir. Mientras tragamos el vino, se escucha ladrar una manada de perros, la luz sigue saqueando, metiéndose en el vientre desnudo de la tierra, metiéndose ahí, en su calor, porque el día se apaga, porque la noche sube. Ahí están ellos, los lienzos desparramados, patas arriba, testigos de una vida entera que supo amar.

"En ambas obras está, pues, plasmada esa alegría del vivir, los cuerpos sueltos, soleados, de Bonnard; los colores carnales, repletos de otoños y de veranos, de León"

No tengo pinceles, solo tengo este puñado de palabras. Así que haré con esta miseria, con esta misericordia, para buscar decir lo que sé de Carlos, de su arte, de su poesía. Hay pintores que tienen la alegría en la sangre. Y no es cuestión de colores. A veces los oscuros iluminan, como esos negros salvajes, todos ellos llenos de melenas, que Soulages pintó sin parar durante dos cuartos de siglo, que se dice pronto. Pero quién me viene a la mente es otro, es un artista figurativo, en la otra punta del espectro de la pintura abstracta. En quién pienso ahora es en ese maestro que ha sido Pierre Bonnard, un pintor inmenso, que sabía retratar como nadie la alegría de vivir, un pintor que el poeta Guy Goffette retrató de manera infinita en Elle, par bonheur, et toujours nue, un libro, una joya, un diamante breve publicado por Gallimard. Como Pierre Bonnard, Carlos León no entra en ninguna casilla, y en ambos casos tampoco importa mucho la biografía —salvo quizás la amorosa— porque en lo íntimo está lo infinito, en todo caso la pulpa misma de nuestro palpitar.

En ambas obras está, pues, plasmada esa alegría del vivir, los cuerpos sueltos, soleados, de Bonnard; los colores carnales, repletos de otoños y de veranos, de León. Ambos saben que todo lo que clarea, la luz del día, los ojos que se abren, no siempre es bueno para lo que se trama, lo que gatea, en el vientre de una habitación. El amor necesita de colores, pero también de claros y de oscuros, de rubios y de hoyos. Una mañana te levantas y entonces el día te atraviesa de par en par, como lo hacen los recuerdos. Entonces la infancia te entra por la garganta, demasiado tarde, aquí está ese souvenir de cuando, palma contra palma, él, ella, se ponían de cuerpo en cruz, subiendo, bajando, en el altar. Fuera el soplo del viento que trepa por los cipreses, o serán robles, o será, no importa, ahí están los troncos, ahí están, hincándose, los manantiales de las ramas, las copas de los pinos, los bodegones de los montes. Y esos árboles entonces dejan de ser de cera, dejan de ser velas muertas, candelabros que nadie ya quiere soplar. Hace muchos años hubo una primavera, hace siglos hubo un verano, hubo una mano, miles de combinaciones de la sangre, que baila, que brinca, que salta.

"Por el mosaico del cielo las nubes se agachan, se hincan, estornudan, ellas también saben que es otro día que se va, ellas también se aprietan, se encogen, viven"

De eso nos habla la pintura de Carlos y su poesía. La vida se queda entonces en blanco para siempre y en ese trazo que nos lleva está el fulgor del color. Todos los colores: los repletos, los que se quedan vacíos, los que arden, los que se apagan y vuelven a encenderse. Ahí están, en sus lienzos, como arañas, como alacranes, como salamandras, se enroscan debajo de otros, como víboras debajo de las piedras porque fuera calienta el sol, ellos se retuercen como animales que llevan dentro el veneno mismo de la vida, esa vida que mata, que empuña, que se enzarza a palos con la muerte, que le mete mano, la patea, se impone aunque sea un breve latir, aunque solo sea un fingir. Entonces el verdejo nos entra, nos baja por la tráquea, nos atraviesa toda la tubería del cuerpo, mientras sobre la colina el sol se hace más crujiente, aplasta sus barnices, se hace cálido, íntimo, entra en el vientre de la tierra. Y ahora leo lo que escribe Carlos, leo esa escritura también en blanco, llena de colores, llena de ardores. Las horas pasan como arena en mano, la noche y el día se mezclan sobre el lienzo. Por el mosaico del cielo las nubes se agachan, se hincan, estornudan, ellas también saben que es otro día que se va, ellas también se aprietan, se encogen, viven.

Cada día es una vida y por eso no apetece quitarse esta ropa, meterte entre las sábanas, sacudirte sobre el colchón. Por eso te quedas erguido, esperando que algo, alguien, te cornee, para recibir la vida de pie, a la vertical, como lo hacen los árboles, como lo hacen los gaiteros, los que nunca se tumban. Ahora, mira, la noche esparce su cuchilla por el campo, la tarde se quedó sin aliento, ella también esparcida, sin barba. El viento se lleva los pájaros que voltean en el área para meterse en esa garganta que los traga, la noche tiene hambre, ansia de día, de luz, de color. A veces lo conseguimos, un poema atraviesa la página, brota en medio de ese blanco y se queda a su ancho, frágil, indestructible, como si fuera una taza de leche, algo de pan perdido que flota en medio de un recuerdo de infancia. La felicidad a veces es eso, una pizca, un pezón, algo que se pinza entre los dedos, que se alza sobre la escalera breve para ver si la vida sigue bien viva, por encima, más allá de ese muro, que crece, y a cada escalón, a cada peldaño, año, el cuerpo se hace más gruñón, se cierra como un cañón. Pero no importa, porque seguimos siendo ese niño travieso que lo atraviesa todo, ese veinteañero al que le gusta meter mano entre esas piernas, porque la muerte no le pillará.

"Cierro los ojos, abro otro lienzo, atravieso otro poema. Y entonces leo: una boca está buscando otra boca, unos labios están buscan otros labios"

Y tendremos, verás, un porvenir repleto de manos, eso nos dicen nuestras infancias, nuestros veinte años. El lenguaje nace como una mañana en el puerto o en la montaña. Un día habrá un tiempo en el que no tendrá ni prisas ni risas, un tiempo sin carcajadas, que dejará de patearnos, que nos soltará las manos y nos dejará ir a por libre, como cuando los montes o cuando los mares eran sin fin. La vida sabrá entonces de nuevo a manzana, a cuento perdido, y la palabra tendrá, entonces, para siempre tu rostro. Eso nos dicen los poemas de Carlos. Las frases no pesan nada sin las palabras, las frases no importan si no hubo un antes, días, meses, años, que se llenaron. El cuerpo no importa nada sin el alma. Él se hace ligero, se esfuma, se muere, pero basta una mirada, solo una palabra tuya, y entonces la vida se encarna, se hace carne, se libera. Tu vida, mi muerte, son ambas caras de una misma moneda, pero de las muy rubias, de las que se tensan y aguantan, que son cielos y raíces, algo que se va y algo que vuelve. Los álamos son como mujeres ancianas, de las que se vestían antes de negro, eso pienso mientras la noche se tira de cabeza por la ventana. Ahí está la oscuridad que se ata los cordones, para irse por los montes, para calzar los ríos. La muerte se irá con ella y se llevará esas sandalias, esos zapatos de viento que nunca se cansan, que caminan sin parar.

Cierro los ojos, abro otro lienzo, atravieso otro poema. Y entonces leo: una boca está buscando otra boca, unos labios están buscan otros labios. Buscan algo que les acantila, buscan ese barranco dónde el mundo se hace nudo, deja de irse por fin a la deriva, irse en balde. El acero caliente de la vida se nos mete entonces por todo el cuerpo y ese ácido entonces se hace viña, cosecha, otoño, palpitar, habitar, el mundo deja de ser un pueblo vacío, un camino sin andar. Y entonces uno y dos, y dos y dos, y una multitud de cuerpos en llamas, llenos, que se hacen barro, oro, cuerpos sueltos, sin ataduras, todo llanuras, hasta que la vida los fulmine, hasta que los deje como un banquete después de la boda, cuando las copas tiradas, cuando ni la novia ya sabe dónde quedarse a dormir, cuando la misma muerte se ha ido, con sus sandalias de viento, vete a saber dónde ella también se habrá metido. Apretamos esa mano que no quisiéramos que nunca se fuera, nunca soltar, ni ella, ni la nuestra, aquí está la mesa, el pan esparcido, los invitados que se han ido. Aquí nos quedamos con el cuchillo cortando el mollete, y detrás del viñedo los labios llenos de carmines, detrás el sol que aplasta sus manos sobre la masa rubia del aire.

"Un día podremos ser como un barco sin mar, algo que se queda en tierra, bajo tierra, sin crestas, pero siempre, para siempre, despeinados, porque allí, dentro de nuestra garganta, seguirán anidando las olas"

Y entonces los recuerdos nos llenan la pileta. Recuerdo como metía mis pasos en tu caminar, detrás, delante, recuerdo el panadero, la calle cortada por los campos, había un girasol, quizás alguno más, había nada y ese nada lo es todo. Entre esos cuatro muros, allí estuvimos, mientras el sol gateaba por las colinas, la nada entonces era todo, andaba por todas partes, la vida en vivo, sin ataduras. Allí estuvimos mientras por la ventana el azul se asomaba, él también quería entrar, sentarse detrás de la cocina y esperar que llegaras, que atravesaras el día, la mañana, la tarde. La tierra no para de girar. La vida es un vértigo. Pronto llegará otro día que abrirá el frasco de la mañana, las horas soltarán sus aromas y el sol, sin pedir permiso, se nos meterá de nuevo por la garganta. Nos levantaremos, saldremos, iremos entonces a descolgar esa lámpara mal enroscada en el techo del aire, iremos a cosechar flores, alguna que otra amapola, o lirio, o delirio, dos o tres acras de mar, quién sabe. Quizás lo hagamos en alguna que otra ciudad y entonces, también erguidos, saltaremos de tejado en tejado, chillando, gritando, para que nos escuchen bien, que todos sepan el recuerdo que hemos sido. Para que todos sepan que mañana nunca terminará.

Y entonces otro día. Nos podremos entonces quedar sin quilla ni timón. Un día podremos ser como un barco sin mar, algo que se queda en tierra, bajo tierra, sin crestas, pero siempre, para siempre, despeinados, porque allí, dentro de nuestra garganta, seguirán anidando las olas. No te creas lo que dicen por aquí y allá los que dicen que el mar un día se acaba. Todo, al contrario, sigue. Toda esta sed de sol, de viento, de yodo, incluso aquí en medio de estos campos, cuando la meseta se atraganta, cuando el día arde, se hace calcio, se hace ceniza. Y entonces nos quedan las palabras, nos quedan los lienzos, las carnes que hemos amado, las almas que nos han atravesado, las tibias, los fémures, las fiebres. Nos quedamos con todo, dando vueltas, revolcones, porque ni en ese hoyo, ni en esa tierra, nos quedaremos quietos, seremos como niños. Los amantes se muerden, su alimento es el hambre, y esa hambruna, incluso bajo tierra, ahí sigue, gime, boquea, se hace insomnio. Incluso siendo barro, cuenco, aljibe, playa sin reposo o montaña sin mañana, no nos quedaremos quietos, nos daremos la vuelta en el hoyo, porque fuera el otoño ardiente, porque fuera el pezón que nos llama, es el verbo que se hace carne, son las horas cada vez más altas. Fuera la vida, dando vueltas sin parar, sin cesar.

"El sol es una víbora que cada día cambia de piel. Cada día se hace orquesta y se pone a tocar para todos los que quieren, para todos los que recuerdan esos veranos que nunca acabaron"

Tocar la madera de otro cuerpo, atravesar el bosque de una vida. Incluso cuando los libros sean polvo, cuando los lienzos se quiten del medio, nos quedarán estos besos que nos dimos, nos quedarán estas manos que, un día, una noche, lo que sea, hemos compartido. Las frases sólo son un poco de leña que quemará como lo demás. Los verbos apenas despiertan, se quedan roncos, no saben nada de la vida, de cuando uno cae y otro sube, cuando uno entra y otro recibe. La mesa se queda entonces vacía, se han ido todos los invitados. Debajo del mantel el trigo, sin embargo, se agita, la hierba crece, debajo del mantel el día tiembla. Ya lo tengo todo preparado para el gran viaje, he colgado mi mochila sobre la ventana, la que se quiere escapar monte arriba, los armarios, las puertas, todos tiran de las riendas. De proa llegan los campos, hacia el oeste la tarde se desangra, aquí estamos, listos para salir y esta lámpara nos mira, ella quisiera ser algo más, quiere ser ese sol, quiere ser esa gloria. La alegría lo sabe, es roja, roja como la sangre, roja como el hambre. Y por mucho que la muerte saque su cuchilla, ahí estaremos, dando vueltas, entre las sábanas del tiempo.

Lo sabemos por instinto: el mar siempre será algo muy joven, algo que nunca deja de palpitar, de gruñir, será como esos pájaros verdes o quizás amarillos, que un día atravesaron el horizonte de la ventana y se metieron como si fueran dedos, en los ojos grandes, abiertos, del cielo que no dejó de mirarlos pasmado, enamorado. El sol es una víbora que cada día cambia de piel. Cada día se hace orquesta y se pone a tocar para todos los que quieren, para todos los que recuerdan esos veranos que nunca acabaron. Ahora escucho las ruedas de la carreta que se ponen a gemir, los bueyes tiran del carro mientras las rutas se desangran. No importa que ya no nos queden cuerpos para vivir, no importa que ya no tengamos piernas, troncos, pechos, porque ahora que se cierran tus nalgas, ahí todavía estoy, aprieto, me quedo. Porque un día, de nuevo, aunque nada, aunque todo, ahí estaremos de nuevo, con esa copa de vino brindando el aire, mientras los campos se ensanchan, mientras los cielos se estiran. Allí estaremos a ciegas, sedientos, felices como cepos, tanteando la tierra como lo hacen las setas o los hongos, como lo hacen todos los que sabe que la muerte no es nada.

Porque nos quedan aún, todavía, para siempre, un millar de horas por abrir. Porque aún nos quedan miles de años que quemar. Porque nos abraza ahora, de nuevo, la noche y, como dices Carlos, ella es un fandango, algo que nos entra en la carne, que viene para quedarse. Porque los ríos son siempre jóvenes, porque siempre el olor de las vísceras, de las cepas, de los viñedos, y allí está el embrión que late, los ojos que buscan, las manos que encuentran, ahí están todos los que fuimos, fósforos, lámparas, sudarios. La tarde se acaba de quitar el guante, en el aire brilla el bisturí, el cielo tiembla, entre las zarzas el sol se ríe a carcajadas, serán los nervios, por el monte el viento patea, cabezudo, terco. La tarde se acaba, brindemos una última vez, que todo aún queda por vivir, nada se ha pintado, nada se ha escrito. No importa que la huerta se quede a la deriva, que la tarde se quede sin hoguera o el trigo sin espiga. Aún ahí debajo, mezclados a la tierra, la lluvia nos despertará, las fresas nos comerán los labios a bocados y el amor se quedará hambriento, sabroso como el mosto, ahí lo tienes atravesando el río, sembrando, corriendo a campo abierto, por fin libre.

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Autor: Carlos León. Título: Arena en mano. Editorial: La Cama Sol. Venta: Todos tus libros.

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