Inicio > Libros > Cuentos > Caída de las exportaciones (vale)

Caída de las exportaciones (vale)

Caída de las exportaciones (vale)

Era un día como cualquier otro en la oficina.

Habían bajado drásticamente las exportaciones y no teníamos mucho que hacer; desde hacía meses la economía se había detenido, al menos en este rincón del noroeste del mundo. Sin embargo, la calle hervía de turistas y el debate público giraba en torno a otros temas.

Cataluña, siempre Cataluña.

Y un poco el País Vasco.

Todos en la oficina sabíamos que estábamos al borde de una recesión, pero qué más daba, si nadie nos iba a creer. Ni Gobierno ni oposición estaban enzarzados en la cuestión económica, los índices eran buenos, el crecimiento del país era superior al de la media europea.

Preguntábamos a otras agencias: igual; el mismo sentimiento de impotencia y estupor que nosotros.

Los almacenes de los cargadores, vacíos.

Los transportistas, mendicantes.

La economía iba en picado y Twitter o X, a lo suyo.

 

A media mañana, la jefa salió de su despacho y dijo: «Mis padres hacen hoy cincuenta y tres años de casados».

(Como no había trabajo, hablábamos de cualquier cosa).

Juan, del departamento de Facturación, a pesar de vivir desde hacía tiempo con su novia, dijo que le parecía ciencia ficción, y nos preguntó a todos cuánto llevábamos con nuestras parejas.

Mi jefa con su marido, veinticinco años.

Teresa, una de las comerciales, veintiuno con el suyo.

Mercedes con su novio, diez años.

Carlos y su mujer, doce.

Desde luego, las excelentes y extraordinarias condiciones laborales que disfrutábamos y las dieciséis pagas al año por convenio eran el mejor abono para que germinase el compromiso.

«¿Y vosotros dos?», nos preguntó Juan.

María Pérez y yo nos miramos.

Ella dijo que llevaba siete años con su chico.

Yo, quince con mi mujer.

Lo que no sabían nuestros compañeros es que, como no teníamos nada que hacer, el viernes anterior María y yo habíamos hecho el amor como bestias sobre la mesa de la sala de juntas, aprovechando que todo dios, menos nosotros, teletrabajaba y no sonaba el teléfono.

—Qué parado está todo —me había dicho María.

—Desde la crisis del 2008, yo no he visto nada igual —respondí desde mi mesa, situada frente a la suya.

—¿Follamos?

—Vale.

Su pregunta y mi respuesta me recordaron vagamente a un diálogo de Jackie Brown, de Quentin Tarantino, entre un sonado Robert de Niro y la amante aburrida de Samuel L. Jackson. Como aquellos personajes del lumpenproletariado californiano, nosotros no teníamos mucho que hacer; no solo ya en el trabajo, con la caída de las exportaciones, sino fuera de él, en la vida. Al contrario que nuestros compañeros, ninguno de los dos habíamos tenido hijos, no íbamos a clases de nada y los días se sucedían uno tras otro con la misma cadencia que cuando frecuentábamos los bares, salíamos de noche y todo nos parecía eterno. Pero claro, sabíamos que nada era eterno; los selfis nos los decían a todas horas.

—¿Quieres a tu mujer? —me había preguntado María, una vez terminado todo, mientras se alisaba la falda.

—La quiero, sí —admití—. ¿Y tú a Esteban?

—No lo sé —reconoció ella—. ¿Lo hacemos otra vez?

—Vale.

María Pérez y yo teníamos esa edad en la que se empiezan a morir los primeros amigos, los primeros actores de la serie Friends, sembrando de incertidumbre la vida propia. Había sido precisamente a raíz del deceso por enfermedad de una colega de otra agencia, cuando mi compañera y yo nos hicimos más caso que de costumbre. Carlos, ella y yo habíamos subido al funeral en mi coche; de vuelta, dejé a Carlos en su casa y llevé a María a la suya. Durante el breve trayecto que recorrimos a solas -jalonado, eso sí, de innumerables semáforos-, hablamos más que en los tres años que llevábamos trabajando juntos. Juventud, universidad, música; habíamos frecuentado los mismos tugurios sin ser conscientes de ello. Al despedirnos, experimenté algo que no sentía desde hacía mucho: curiosidad.

—¿Te ha gustado? —le había dicho al terminar de hacerlo por segunda vez sobre la mesa de la sala de juntas; estaba agotado y tenía cierta sensación de ahogo.

—No ha estado mal —sonrió ella.

—Podíamos seguir viéndonos en un hotel… —aventuré.

—No creo que sea buena idea —me cortó de plano.

—Lo siento.

—No pasa nada. Voy a ver si ha entrado algún correo.

—¿Ha entrado? —grité treinta segundos después.

—Ni uno —dijo regresando a la sala—. ¿Te gustaría…?

—No sé yo si… —dudé de mis capacidades.

—Podemos hacer otras cosas —rio María.

—¿Otras cosas?

—Tú déjame a mí.

—Vale.

Ignoro si las personas con hijos estarán más ocupadas que quienes no los tenemos; supongo que tendrán, en todo caso, más preocupaciones. María y yo habíamos llegado a ese punto en la vida en que uno comienza a cuestionar su lugar en el mundo, a revisar las decisiones tomadas o en la mayor parte de los casos, las decisiones que se dejaron de tomar. Habíamos acordado no tener hijos con nuestras parejas de común acuerdo, plenamente convencidos, pero ahora, a medida que los pubs y los garitos de nuestras vidas cerraban, y los hijos de los amigos crecían y los callejones insalubres donde nos besábamos se llenaban de turismo nacional, no teníamos claro si la decisión había sido la acertada.

—Voy a dejar el trabajo —me informó María (su dedo había accedido a mi ano y yo acababa de aullar como una oveja).

—¿Qué?

—Dentro de un mes; no lo sabe nadie. Me han autorizado una excedencia. Necesito cambiar de aires.

—No te vayas, joder —me lamenté.

—Y a Esteban también lo voy a dejar —siguió ella—. No puedo continuar así.

—Sí que puedes —pensé o dije muy bajo.

—Tú también deberías hablar con tu mujer…

—Soy un cobarde —-le confesé.

—¿Acabamos a lo grande? —preguntó con malicia.

—Madre mía —dije yo.

—¿Sí o no?

—Vale.

Habían caído las exportaciones y en la oficina no había demasiado que hacer. María Pérez y yo éramos dos chavales en la cuarentena a quienes cualquier variación en el comercio afectaba en demasía, como el clima a los gallos de Barcelos. Europa y nuestras almas envejecían pero al menos nos teníamos el uno al otro en aquel preciso instante, en el hogar de la fría sala de juntas. Cuando terminamos y regresamos a nuestras mesas, sentí una cierta tristeza y también alivio; lo que había sucedido era tan increíble que se lo podía contar a mi mujer sin peligro de que me tomase en serio (por supuesto, no le dije nada a nadie).

Durante el tiempo que permaneció en la empresa, mi compañera y yo volvimos a tratarnos como siempre. El amor entre miembros del departamento Comercial (María) y el de Operaciones (yo) no estaba bien visto en el sistema de castas de la oficina. Solo sufrimos un fugaz y nostálgico arrebato de complicidad cuando Juan, del departamento de Facturación, nos preguntó cuánto llevábamos con nuestras parejas y ella y yo nos miramos.

Y medio sonreímos.

 

Por amor al comercio, voy a cruzar ese puente.

Esclarecidos.

4.7/5 (18 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios