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Callao – Plaza de España

Callao – Plaza de España

…porque queremos el pan nuestro de cada día,
flor de aliso y perenne ternura desgranada,
porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra,
que da sus frutos para todos. 

(Federico García Lorca)

En la puerta del cine, con una mano en el cristal y la otra terminando de colocar la bufanda, tapando la boca y ligeramente la nariz, sentía todo el frío que no le había acompañado durante la hora y media de proyección. Y la luz, un gran relámpago amarillo, constante, abarcador, que la cegaba, porque la película que había visto abusaba de la noche, de las imágenes ambiguas, sombras que acechan detrás de las ventanas de una casa de campo, de un terror y un suspense que ella encontraba trasnochados. Nunca mejor dicho: trasnochados. Un gran relámpago amarillo, constante, abarcador…

Miles de bombillas colgadas en racimos, dibujando no muy bellas figuras, puentes inútiles tendidos entre las calles. Y muchas farolas, y muchos coches. Luz amarilla, fragmentada en origen en miles de filamentos. Callao, plaza del Callao. El Corte Inglés, FNAC, el Metro, la gente que no andaba, corría, con sus abrigos y sus paraguas, ahora inservibles, porque no llovía. Las palomitas que venden, a granel, a la puerta del cine. Cine Callao. Un inmenso cartel anunciaba desde uno de los edificios una película, uno de esos filmes, “como dicen los entendidos”, pensó, que nadie se puede perder. Actores famosos, mujer bella y elegante galán, sonreían desde las alturas. No veía el título porque se había quitado las gafas después de la película, y no le interesaba tanto como para rebuscar en sus hondos bolsillos. “He aquí un fallo de los responsables de la publicidad de esta película; no tengo tantas dioptrías como para no ver un anuncio, y éste es desmesuradamente grande, de una película que nadie, nos dice la publicidad, se la puede perder”. A veces le salían, mentalmente, estas frases, extensas como autopistas hasta el mar, correctamente construidas, que a ella tanto le fatigaba leer en sus manuales de Derecho.

"La luz amarilla los encofra, encierra las cosas en ataúdes invisibles, pero luminosos. Luz oscura y apolillada, la luz amarilla"

Hemos congelado la imagen. La bufanda le tapa la mitad de la cara. Ya salía del cine con un gorro de invierno duro. Le vemos los ojos, y los tiene azules, si no nos engaña el amarillo luminoso de las calles. Pero no acertamos a verle el cabello. Parece rubio, por lo poco que se le ve. Lo puede tener largo o corto, porque el gorro se lo puede ocultar en moño. La ropa que lleva es cara, se nota, de buena marca, pero está vieja. Al igual que sus zapatos, bien confeccionados, con un diseño de alguna firma importante, pero tampoco son muy nuevos. Están gastados de estas calles, de trasbordos metropolitanos, autobuses y universidades. Ella nos diría, ahora, como se lo ha dicho tantas veces a sus padres, que pasa por comprarse ropa buena, ya que no le permiten otra, pero que no pasa por comprársela a capricho, cuando no la necesita.

“La luz amarilla es triste, deprimente, de biblioteca pública, antigua, polvo y silencio. La luz blanca es alegre, optimista, huye de todo escepticismo, da claridad a los objetos. La luz amarilla los encofra, encierra las cosas en ataúdes invisibles, pero luminosos. Luz oscura y apolillada, la luz amarilla”.

Descongelamos la imagen y nuestra chica pone en marcha sus 22 años abrigados, engorrados, embufandados. Baja las escaleras del cine, pisa la calle, una tromba de hombres y mujeres, niños y viejos, con bolsas y paquetes, acarrean la prisa de la Navidad en sus ojos, esos ojos que caminan y no se fijan apenas en nadie, porque apartan la mirada cuando empiezan a fijarse, pudorosos. “La calle —se dice nuestra amiga— es el lugar donde la gente exhibe con mayor ostentación su vergüenza. Si fuéramos desnudos no andaríamos tan pudorosamente como lo hacemos así, vestidos de esquimales europeos, este clima de ciudad sagrada y vulgar que tiene Madrid”. Huele a castañas pilongas, asadas, achicharradas. “Abrasan con sólo mirarlas, a mi padre le gustaban de niño y ahora apenas se las puede permitir su enorme tripa”.

Va a coger el Metro aquí, en Callao, pero se lo piensa mejor y decide bajar andando la Gran Vía hasta Plaza de España. Es un paseo que ha hecho muchas veces, quizá el que más le guste de Madrid, desde niña. Los cines, las tiendas, esta cuesta o bajada que nace o culmina en Plaza de España, Cervantes y Don Quijote y Sancho, en estatua, un parque, el Hotel Plaza, su pequeño territorio mítico. El primer beso madrileño se lo dieron aquí, el primer beso largo y húmedo, vértigo de bufandas, como hoy, pero hoy está ella sola, sólo una bufanda, la suya. Ropa de niña bien venida a menos”. Nadie se puede imaginar que no ha venido ni a más ni a menos, que es ella la que elige sus caprichos, y sus caprichos, ahora, consisten en no satisfacerlos. Vulgares y sagrados antojos, como Madrid. “Qué tonterías se nos pasan por la cabeza cuando estamos aburridos, o cuando salimos de ver una película mala, en soledad, la cumbre del aburrimiento”.

"Todo triunfo esconde una frustración, piensa, pero no sabe bien por qué lo ha pensado, en este instante"

Es Navidad, bueno, faltan muy pocos días para Navidad, pero la Navidad empieza y acaba cuando lo decide El Corte Inglés y otras firmas. Le gusta la Navidad, aceptando su mercantilismo, su hipocresía; le gusta sobre todo porque es un punto de referencia desde el cual mirar hacia atrás o hacia delante. El futuro y el pasado, desde la segunda quincena de diciembre se ven muy claros, terriblemente claros. ¿Qué hacía ella un día como hoy hace justamente un año?

En la Gran Vía no sólo se tienden puentes de bombillas, equilibrismo de la luz y el orden, de la alegría consumista. También se tienden manos. “Piden, me piden, cuando paso por delante de ellas, manos que se prolongan en barbas piojosas, ojos de menos, muñones, mantas raídas por la nieve que caerá mañana, por los otros cuerpos que las ocuparon, calientes hogares”. Baja la gran avenida, la calle amplia, en un sueño de cine, de sesión nocturna, y hay personas que jalonan este desfile con manos tendidas, pasando revista, estáticos, a la opulencia de los demás. Para ellos poco opulenta tiene que ser la opulencia para ser opulencia. “Algunos engañan, me dicen y lo veo, pero ¿dar o no dar?, ésa es la cuestión. El que da nunca se equivoca, me dijo una monja en el colegio, y yo soy rica. Doy, no siempre. Mi padre es rico y casi nunca da nada”.

Un año más es un año menos, según se mire. Hace un año no tenía carné de conducir, le bastaba con el del metro, como ahora. Hace un año arrancaba la Universidad para ella. Le dijeron, en los primeros exámenes, sus profesores, que debía dedicarse a la investigación y a la enseñanza, que tenía una mente prodigiosa para entender con pocos datos todo un fenómeno histórico, que era capaz de explicar lo  aprendido en pocas palabras, y añadir un juicio frío, objetivo. “Unas condiciones innatas para el estudio del Derecho”. Empleaban estas dos palabras “frío, objetivo”, como el colmo de la virtud. Pero la calle, pensaba ella, también es fría y objetiva, y nadie le hace caso a la calle, nadie arregla lo que hay que arreglar; la lentitud con que se ponen en práctica las soluciones teóricas es insoportable. “Menos teoría y más práctica”. La calle es esa señora que pasea sola, siempre, mientras cientos de miles de personas, gran ciudad, caminan sobre ella, pisoteando sin ira, pero con constancia, el escenario de sus frustraciones. “Todo triunfo esconde una frustración”, piensa, pero no sabe bien por qué lo ha pensado, en este instante.

"Basta una calle céntrica amurallada de boutiques y grandes almacenes, de cines que ofrecen sueños comprados"

Se ha detenido, en este descender que tan bien conoce, en una joyería. Venden magníficos relojes, joyas “dignas de una reina”, o “de la mujer de un presidente”, dirían ahora. Reconoce el reloj de su padre, oro sobre oro, exactitud milimétrica, pesadez visual. Mira sin admirar un collar lleno de ceros y adivina una simplificación modesta del que lució su madre en una gala benéfica. “¿Por qué este aliento marxista en mí, por qué ahora y no antes?”.  Los beneficios de los que ganan a costa de los más pobres acaban desembocando, como ríos mutilados por sequías y afluentes inversos, en las galas benéficas. “El mísero beneficio de lo benéfico”. Ya había hecho otra frase. Obviamente no había aprendido a construirlas en sus libros de texto. “Basta una calle céntrica amurallada de boutiques y grandes almacenes, de cines que ofrecen sueños comprados a los que han olvidado los suyos propios; existen los sueños, siempre, pero los olvidamos”.

¿Y por qué Derecho? Porque su padre era notario, un notario muy importante, un señor muy serio y muy alegre, según, que ganaba mucho dinero y tenía muchas influencias. La estela familiar, la falta de vocación, o la falta de rebeldía que se le presupone a la hija de un notario, ese afán de hacerse notar que acaba consiguiendo todo lo que se propone. La rebelde con causa, pero sin argumentos para defenderla, nació más tarde. Entre las hojas blancas de sus apuntes de clase, manchadas de azul, cuidados márgenes, ella disimulaba una pregunta, una injusticia eterna, una idea visionaria, un proyecto novelesco de paz y prosperidad para el mundo, todo lo que no le enseñaban en la Facultad, en ninguna Facultad. “Ver una película un viernes por la noche da para pensar muchas tonterías, las idioteces que una ha ido madurando de forma más o menos inconsciente”.

Sigue su paseo. No camina rápido porque no tiene ninguna prisa. Se arregla la bufanda; se le había caído un poco. Tiene la nariz respingona, con pecas. Ojos azules y pecas. El gorro, negro, la camufla pobremente en esta noche amarilla de adornos de Navidad.

"Plaza de España es el lugar de Madrid en que sólo van peinados los que caminan en contra del viento; los demás parecen romanos en guerra"

En Plaza de España estalla el vendaval doméstico de todos los días. Plaza de España es el lugar de Madrid en que sólo van peinados los que caminan en contra del viento; los demás parecen romanos en guerra.” Pero a ella le da igual esta minucia; el gorro negro, casi de presidiario cinematográfico, mantiene su pelo a cubierto de la meteorología.

El Metro, la boca de Metro, como un portal tumbado, la recibe, le interrumpe el extraño fluir de su pensamiento. Desciende las escaleras, está a punto de perderse en el subterráneo, pero antes mira atrás, hacia arriba, hacia donde estamos nosotros, que la hemos seguido, y desenrolla la bufanda, y después se quita el gorro, muy oscuro y muy basto. Nariz respingona, pecas tenues por toda la cara, ojos azules, delicados y firmes, y una larga cabellera rubia que le debe de llegar hasta la cintura. Lo ha hecho como un último gesto de rebeldía. Es guapa, pero no idílicamente guapa. Ahora, viéndola allí abajo, podemos calibrar su estatura: mediana, tirando a baja. Guarda el gorro en uno de los bolsillos del abrigo. Se echa la bufanda sobre los hombros. No nos ha visto, pero sabía perfectamente dónde estábamos.

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