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El cadete

Cuentan que hace no mucho tiempo vivía en un pueblo de la costa coruñesa un joven de dieciocho años famoso en la región por su enorme pericia en el arte de navegar. Aquel pueblo se llamaba, se llama, Puentedeume, y sirve de arranque y final a la ría de Ares, no muy lejos de La Coruña. El joven, de cuyo nombre no se guarda memoria porque pasó a la de los lugareños con diferentes apodos, el joven de este relato preparaba sus oposiciones para ingresar en la Armada Española.

Había perdido a su padre y a su madre, uno detrás de otro, por la misma e incurable enfermedad, cuando tenía diez y doce años. Si esto fuera una historia falsa y lacrimógena, típica e increíble, contaría que a partir de entonces el muchacho fue muy desgraciado, se sintió solo y esa soledad le empujó al mar. Pero no se quedó solo, sino más bien al contrario. Se trasladó a casa de unos tíos que vivían en lo más alto del pueblo, y fue uno más en la familia, pasando de ser hijo único a miembro de un tumultuoso clan. Cuatro primas y tres primos. Con ellos practicaba toda clase de juegos y deportes, pero a ninguno le gustaba el agua y los barcos tanto como a él, por lo que tuvo que desarrollar esta pasión en solitario o en compañía de gente adulta. Los de su edad no se atrevían a llegar a donde él llegaba, y el muchacho pronto adivinó que para él el mar nunca sería un juego, ni un deporte, sino una manera de pensar y de moverse, un primer y último pensamiento antes de irse a la cama o justo después de despertarse. Una obsesión limpia que él compaginaba con otras, la amistad, el amor o el estudio.

"Donde de verdad destacaba nuestro protagonista era en la navegación práctica, en el enfrentamiento, casi siempre pacífico, con el mar"

Cuentan que no había en toda la costa gallega, de la desembocadura del Miño a la del Bidasoa, nadie, de ninguna edad, con unas condiciones innatas para la navegación tan buenas como las de nuestro joven marino. En la academia donde preparaba sus asignaturas era considerado el aspirante ideal para incorporarse a la nómina de los cadetes de la Armada. Sus conocimientos no eran sólo de índole teórica, aunque había estudiado todos los textos que le recomendaran sus maestros y había leído una buena cantidad de relatos marinos de todas las épocas, dominando como ningún otro alumno la terminología náutica, la técnica de los rumbos y el manejo de cualquier instrumento que al hombre de mar pueda servir para orientarse y llevar a buen puerto su embarcación.

No, no era ése su fuerte, con ser suficiente su maestría en lo teórico como para superar a cualquier otro aspirante al puesto de cadete de la Armada. Donde de verdad destacaba nuestro protagonista era en la navegación práctica, en el enfrentamiento, casi siempre pacífico, con el mar, desde Finisterre hasta más allá de la ría del Ferrol, que era donde había navegado con mayor frecuencia, solo o en compañía de otros marinos, profesores o amigos de sus tíos.

Cuentan que el orgullo de este aspirante era un barco de vela, bien cortada madera, tan grande como sus ambiciones pero no tanto como para no poder manejarlo él solo. El Carolina, llamado así en honor de su novia —el único nombre que conserva esta historia—, le servía para adentrarse incluso en el mar, superar la Marola, la frontera entre la ría de Ares y las ya muy respetables olas que dividían aguas mansas de otras más fieras. Estudiaba hasta la hora de comer, y a eso de las cuatro de la tarde ya estaba embarcado, las velas desplegadas según la intensidad de cada día, y salía del puerto lentamente, con una pericia que más que envidiada era admirada por sus compañeros de academia. El Carolina navegaba altanero y humilde por entre los barcos del pueblo. Siempre parecía misteriosamente limpio, reluciente como la novia que se ha arreglado durante todo el día para no decepcionar al novio, en las escaleras de la iglesia. Aquello era como una continua boda entre el hombre y su instrumento, y si de alguien llegó a sentir celos Carolina, la verdadera novia de nuestro joven marino, era del barco que llevaba su nombre, aunque ella misma amaba al ágil velero casi tanto como su dueño.

"Pensaban cómo habrían estado de orgullosos sus padres si hubieran visto el respeto que suscitaba su hijo en Puentedeume y en los demás pueblos de la comarca"

Lo había comprado con los ahorros de varios años de trabajo en la fábrica de sus tíos, madereros de una tradición que se remontaba más allá del siglo pasado. Trabajos físicos y trabajos intelectuales. Desde cortar madera a llevar cuentas o representar la fábrica fuera del pueblo, nuestro joven lo hacía todo. A sus tíos les hubiera gustado que él heredara el negocio, su gestión y su espíritu, pero sabían de sobra que por nada del mundo abandonaría la que desde hace muchos años —muchos en relación con su corta edad—, desde que tuvo uso de razón, fue su única vocación, la única digna de ese nombre: el mar. Pensaban cómo habrían estado de orgullosos sus padres si hubieran visto el respeto que suscitaba su hijo en Puentedeume y en los demás pueblos de la comarca. Allá donde había un puerto, o una simple cala con unos cuantos veleros, ya se hablaba de la fama del joven marino. Todos le conocían de haberlo visto en una u otra ocasión, a la caña del Carolina, mostrando sin exhibicionismos la pureza de su arte, ese batir de velas armonioso en las viradas, la escora suave y constante en las ceñidas, o las más complicadas maniobras, con fuerte viento, que él conseguía que parecieran fáciles, porque con facilidad las hacía.

El barco lo diseñó con ayuda de un amigo de la familia que había trabajado muchos años en los astilleros de Ferrol. Tenían un presupuesto y había que aprovecharlo al máximo. Durante meses Carolina y su novio siguieron el proceso de construcción del barco, como los que contemplan la edificación de su propia casa. Carolina, una chica del pueblo, “de toda la vida”, compañera de juegos de las primas de él, no ignoraba que si quería compartir el mayor tiempo posible con el muchacho que la llenaba por completo, tendría que pasar muchas horas y muchas experiencias en ese barco que entonces veía vestirse, de la crujía a las bordas, como un esqueleto presumido, elegante, pero tímido y noble.

En otoño, en invierno, en primavera, en verano, en todas las estaciones, cuando el tiempo no era demasiado malo, que entonces salía solo o no salía, el muchacho paseaba a su novia en su barco. Entonces éste se convertía a sus ojos en el más espectacular velero que haya surcado nunca los mares del mundo, porque el amor que alimentaban, unido a la pasión por el mar que él llevaba en la sangre, lo transformaba todo, desde las rocas de la costa a las gaviotas que subían y bajaban en el cielo, pescado fresco en la boca, o el sol que alumbraba con mayor o menor intensidad —al fin y al cabo, aquello era Galicia— su navegar por la ría.

"Pero lo cierto es que el aspirante, el eterno aspirante a vestir el uniforme de la Armada, fue suspendido, y la noticia fue una conmoción en todo Puentedeume"

El futuro que tenía reservado, pues, era un futuro de marino, siempre en contacto con el mar, añorando durante las travesías la compañía de su esposa, pero consolándose con la presencia infinita de lo que más le llenaba: el agua, el viento, los barcos, la gente que, al igual que él, era feliz en aquel medio. Pero parece que las historias felices no quedan en la memoria de la gente.

Cuentan que el día que llegó de Madrid la noticia él estaba navegando con Carolina. En esta ocasión no utilizaron el hermoso velero, orgullo de nuestro joven marino, sino que se embarcaron en una modesta barca de remos para ir a pescar río arriba, no muy lejos. Con el Carolina resultaba imposible entrar en los dominios del río Eume. El palo no permitía atravesar el puente de piedra, y por nada del mundo él se hubiera atrevido a quitárselo con la excusa de una tarde de pesca. Igual que los hombres expresan su personalidad en sus gestos, en la sonrisa, la mirada, lo que muestra el espíritu de un velero es el palo, la vela, el juego, que también es lucha, que entabla con el viento, el mar como sonoro, siempre sonoro testigo.

En aquel tiempo, se decía, sólo lograban ingresar en la Armada los hijos de los altos cargos del ejército: almirantes, capitanes de navío, etc. En el pueblo todos sabían que en la familia del muchacho no había marinos, y menos altos cargos; él habría fundado su propia dinastía de hombres de mar: la vocación le había surgido espontáneamente desde niño, en el puerto y en el agua, moviéndose al son del viento en un barco, o sentado en una silla con un libro de aventuras náuticas entre las manos. Todos en el pueblo, sí, sabían esto, pero también pensaban que en Madrid no se atreverían a suspender al mejor alumno de Galicia y, con toda probabilidad, uno de los mejores de España. Pero lo cierto es que el aspirante, el eterno aspirante a vestir el uniforme de la Armada, fue suspendido, y la noticia fue una conmoción en todo Puentedeume, donde desde hace años se respiraba el orgullo de poder dar al país tan gran marino. En el ingreso a la academia del chico se concentraban las ilusiones de cientos de hombres y mujeres, deseosos de que el “huérfano afortunado” entrara a formar parte de esa “gran familia” que decían era la Armada.

Cuentan que el muchacho se enteró de la mala nueva cuando entró en su casa con Carolina, de vuelta de la pesca. Ni en el puerto ni en el camino la gente que se cruzó con él se atrevió a decirle nada. Parece una ironía que él fuera el último en enterarse de que todos sus proyectos e ilusiones se iban al traste.

"Cuentan que muchos de ellos, en días de tempestad, salvaron la vida gracias a ese barco que, pese a sus dimensiones, parecía imposible de hundir"

Él apenas dijo nada. Entró en su cuarto, se cambió de ropa, preparó una bolsa y salió de casa, sin despedirse de sus tíos ni de sus primos. Carolina fue la última en hablar con él, pero nunca pudo imaginar que lo que al final ocurrió pudiera llegar a suceder. Porque embarcó en su velero, desplegó el velamen y se fue alejando del puerto. El día era claro, un día soleado de mediados de julio, con una temperatura muy agradable y suave brisa. Él iba vestido de blanco, camisa blanca y pantalón blanco, como el uniforme que nunca vestiría, con una gorra del mismo color. La bandera española ondeaba en la popa del Carolina, como una advertencia. Nunca más se le volvió a ver en el pueblo.

Cuentan que desde entonces, por las Rías Altas, un barco de vela, no muy grande, pero muy marinero, acompaña a los pescadores en su faenar. Cuentan que muchos de ellos, en días de tempestad, salvaron la vida gracias a ese barco que, pese a sus dimensiones, parecía imposible de hundir. Cuentan que los pilotos que se acercan a la Costa de la Muerte disponen desde aquella época de una nueva luz que guía sus movimientos. Cuentan que en las cadenas de los barcos de la Armada aparecen, en botellas, mensajes misteriosos que conducen a las patrulleras a la localización de contrabandistas. Cuentan, en fin, que en Puentedeume, durante muchos años, de tanto en cuando, aparece la luz de un farol, a lo lejos, más allá del Puente de Hierro, más allá de la Virgen de piedra que da la bienvenida a los que entran en el pueblo por mar. Son unas señales luminosas que los lugareños identifican con aquel muchacho que, años y años atrás, se embarcó profundamente herido por una injusticia y nunca más volvió a poner el pie en Puentedeume. Cuentan que esas señales hablan del amor por una mujer, Carolina, que dio nombre a un barco, y que nunca se cansó de esperar, aunque supiera que jamás volvería a ver al hombre de su vida. Y cuentan que también hablan del ascenso progresivo del joven marino en la carrera militar: de alférez a almirante, por méritos propios, el muchacho de la historia cumplió con las exigencias de la vida que había elegido, sin botones dorados ni gorras de plato.

Y la leyenda acaba con el recuerdo de un chico y una chica bañándose en el mar, al lado de un barco, en mitad de una ría gallega, recitando al ritmo de las olas las líneas confusas de un viejo manual de navegación. El recuerdo del sol secando sus espaldas mientras jugaban con la brújula y el sextante, enredados en cabos, soñando con vientos de nordeste, con el amor que sólo el agua salada puede inundar.

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