Aunque al llegar la halles vacía y vencida, distinta de lo que soñabas,
sabrás —algún día— que lo importante iba ya contigo.
Lo único real es el camino.
I
Cuando salgas hacia Ítaca
ruega por que el camino sea largo,
lleno de peripecias y descubrimientos.
Amanecía en Casas Bajas cuando echamos a andar. Al principio, la pista de cemento subía entre una loma seca y rojiza por un lado, y bancales de olivos y almendros al otro, todavía quietos en la sombra. Al coronar la primera altura, vimos el depósito de agua junto al camino, y otro más arriba, sobre una montaña algo retirada. Abajo, la carretera se perdía en un túnel. Más cerca, una antigua granja —hoy almacén de plantas aromáticas— nos enviaba su olor áspero, limpio, familiar. El sol apenas rozaba las cimas.
Ese instante, cuando se anda sin prisa, sin miedo, sin saber aún que el trayecto ya nos pertenece. No buscábamos nada. Solo avanzábamos.
Seguimos caminando.
II
Ruega por que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
cuando arribes —¡con qué placer y alegría!—
a puertos nunca vistos.
Seguimos ascendiendo. La mañana de verano pesaba en la espalda, pero la luz era limpia. A nuestra izquierda, una ladera que bajaba hacia el almacén de plantas aromáticas mostraba aún las cicatrices de un incendio antiguo: el negro había cedido ya al verde, pero las heridas seguían allí, visibles, como recordatorio. Al llegar a la altura de una barraca de bloques de hormigón —ninguna nobleza en ella, nada que ver con la piedra seca de mis paisanos, auténticos artistas de la piedra, que yo tanto admiraba—, dos hombres jóvenes, altos, nos pasaron con paso firme, sin mirar atrás. Sin saberlo, marcaban una diferencia: nosotros caminábamos, ellos pasaban.
Habíamos ganado altura. El sonido era otro. Se oían grillos, un trino insistente de pájaros, y el aire venía con una ligereza que antes no tenía.
El Turia, abajo, serpenteaba entre bancales. Las vistas eran sobrias, sin espectáculo, pero decían lo esencial. Pronto llegamos a una bifurcación. El sendero de la derecha conducía a Las Cambretas —aquel fue nuestro camino el verano pasado, incluso de algún diciembre frío—. Esta vez tomamos el otro. El de la izquierda. El que no subía tan alto. El que tocaba hoy.
Todo camino se enfrenta tarde o temprano a bifurcaciones. Se elige uno y se deja atrás el otro. Elegir es también dejar marchar. Algo queda fuera, y no vuelve.
Seguimos caminando.
III
Ten siempre a Ítaca en la mente.
Llegar allí es tu destino.
Pero en ningún modo apresures el viaje.
No hay apuro. No hay meta urgente. Lo esencial ocurre mientras uno anda. Las piedras, el polvo, la sed: eso es lo que queda. Uno aprende a caminar sin esperar nada. Aprende a fallar, a soltar la idea de un destino. Ítaca muchas veces es una idea en la mente, un propósito o acaso una ilusión. Pero gracias a ella, andamos.
El sendero se suavizaba un rato, luego trepaba de nuevo por una cuesta larga y lenta. Estábamos en la zona de Los Aljezares, y el terreno lo dejaba claro: arcillas de tonos apagados —ocre mate, gris yesoso, blanco calizo— que parecían pulidas por siglos de sol y erosión. Al fondo, los bancales se alineaban como gradas vacías. El Turia, delgado como un cuchillo curvado, partía el valle en dos con sus meandros. Una carretera descendía a plomo, siguiendo la aspereza del terreno. Y enfrente, más montañas. Más hueso.
Fue entonces cuando vimos la cruz: en el borde del camino.
De madera robusta y bien cuidada, más reciente que el crimen que recuerda. La cruz se alza sola, firme, en un margen del sendero. No busca protagonismo, pero impone respeto. El crucifijo de metal reluce apenas bajo el sol, y a sus pies, entre romeros y jaras, el silencio hace de testigo.
Aquí mataron al sacerdote Ramón Fos Adelantado, en 1936. Lo sacaron del rento de Benarruel, donde se ocultaba. Un pastor lo delató. Lo bajaron hasta Barrachina, nuestra particular Ítaca, hacia la que nosotros también caminábamos.
Lo obligaron a sentarse, a compartir mesa con sus verdugos. Tuvo sed, y no le dieron de beber. Poco después lo sacaron al camino. Aquí mismo le dispararon.
Dicen que lo envolvieron en una manta. Que lo cubrieron con romeros, ramas y piedras. Dicen, porque todo el relato puede ser inexacto, menos su asesinato.
Y al terminar la guerra, los verdugos del sacerdote tuvieron su turno. Más cruel si cabe. Vivir y morir. Es lo único cierto que tenemos: la muerte. Y la cruz nos lo recuerda.
Memento mori, memento vivere. Recuerda que vas a morir, así que no olvides vivir.
La cruz —como la muerte— no estaba en el camino. Estaba en un borde. Porque al final se sale del camino. Un día también nosotros lo haremos. Siempre se acaba saliendo.
Ese es el juego macabro: toda existencia acaba en derrota. Y entonces seremos otra cruz más en cualquier otra orilla.
Pero nuestro camino no termina allí. Lo roza apenas, como una advertencia de lo que un día llegará sin falta, y sigue.
Porque la muerte no es Ítaca. Ítaca no es tumba.
Es la forma que adopta la esperanza para empujarnos a avanzar.
Seguimos caminando.
IV
Ítaca te dio un hermoso viaje,
si no es por ella no habrías emprendido el camino,
pero no te dará más.
Allí está Barrachina, al frente. Asentada en un altozano, mimetizada con la tierra pajiza y las aliagas que la cubren. Casas del color del cerro: un pardo blanquecino con fondo terroso, desdibujadas por la luz.
Barrachina fue el primer nombre que le puse al horizonte cuando tenía ocho años.
El terreno se quiebra en parches irregulares, donde el verde de los árboles resalta con una belleza seca, sin pretensiones. Abajo, un valle estrecho con chopos —se adivina agua, quizá constante. Y más allá, en lo alto, las ruinas del castillo de Barrachina.
De niño creía que el castillo escondía un tesoro. Se hablaba de un pasadizo secreto que descendía desde la torre hasta el Turia. Nadie lo había encontrado. Tal vez fueran solo cuentos, porque el hombre necesita leyendas, algo que sostenga el misterio. Yo también querría creer. Pero al mirarlo, no intuyo revelación. Solo ruina, piedra y silencio.
Entonces, como si la tierra negara el relato, un par de jabalíes cruzó el sendero a pocos metros. Rápidos, tensos, con esa violencia exacta del instinto. Nos vieron, calcularon el peligro y huyeron sin vacilar. La naturaleza sabe cuándo retirarse. Nosotros, no siempre.
Nos acercábamos ya a Barrachina. El camino descendía un poco, hasta cruzarse con un riachuelo delgado, casi oculto entre cañas. Lo saltamos y nos internamos en una senda angosta, cerrada por zarzales a ambos lados. También había avispas, tal vez atraídas por el agua, que giraban en círculos a nuestro alrededor.
Fue allí, en ese último tramo, donde una zarza desgarró el antebrazo de mi hijo. Nada grave, pero sangró. Gritó, se detuvo en seco, miró la herida y rompió a llorar.
Poco después, con el niño aún llorando, llegamos al pie del altozano. Allí estaba Barrachina. Sencilla. Sin estridencias. No ilusiona. Tiene algo de abandono, una leve proyección de pena o desolación. Mi hijo ni la mira, pues solo atiende a su dolor.
El viaje a Ítaca no siempre termina en revelación. A veces acaba con sangre en el brazo y lágrimas en los ojos. Y ni eso lo invalida.
Seguimos caminando.
V
Y si la encuentras pobre, Ítaca no se ha burlado.
Así de sabio como te volviste, con tanta experiencia,
entenderás entonces qué querían decir las Ítacas.
Hemos subido al altozano. Ya estamos en Barrachina. Es un rento cuarteado, de casas derruidas y boquetes por donde se cuela el olvido. Una metáfora cruda del tiempo y del desgaste: incluso lo más joven sucumbe. Incluso mi hijo, que ha llegado a mi lado a esta Ítaca sin puerto y sin presente.
El destino —ese espejismo de premio— no importa. Lo que cuenta es el camino. Cada paso, cada mañana, es un crédito prestado que hay que saber emplear. No se trata de perseguir la alegría, sino de aprender a soportar los zarpazos de las zarzas, que siempre aparecen en el camino.
Ítaca no redime. Pero nos enseñó a andar.
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A mi hijo Blas, en recuerdo de nuestro camino, el 2 de julio de 2025, de Casas Bajas (Valencia) a Barrachina (Moya, Cuenca).


Gracias, he sido parte del viaje.