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Canción de agua y aire

Canción de agua y aire

Durante diez años frecuentó Nan Shepherd los montes Cairngorms, en el noroeste de Escocia, como quien, siendo niño, frecuenta la casa del vecino de enfrente: sin propósito concreto alguno más allá del de la propia visita y como imantado por esa mezcla de familiaridad y sorpresa de lo que es como lo de uno sin serlo. Representaba ésta una actitud extraña para la época, atravesada entonces por el auge del montañismo y la búsqueda de la cima por la cima. Producto de aquellas escapadas al albur es este volumen que redactó en los años cuarenta, pero que no publicó —y sobre por qué no lo dio a imprenta entonces proporciona interesantes pistas el iluminador prólogo de Robert Mcfarlane—, hasta tres décadas después. Contienen estas reflexiones de Shepherd una apología de la quietud, entendida como habilidad para “aprehender la naturaleza de la montaña” y solo desde la cual, sostiene la autora, podrá el visitante acceder a dimensiones a menudo obviadas como el aire, el agua, la luz y, especialmente, los recovecos. Siguiendo el canon del nature writing, asoman a estas páginas, por supuesto, plantas, animales y seres humanos. Pero son tal vez los capítulos en los que se aleja de él, los dedicados a lo inerte, los de más fulgor y vida.

"Durante diez años frecuentó Nan Shepherd los montes Cairngorms, en el noroeste de Escocia"

Shepherd repara tanto en la belleza que desprende la confrontación entre el movimiento del agua y la inmovilidad del hielo como en la imposibilidad del silencio en las cimas por el constante rumor del agua corriendo, que es, dice, tan consustancial a la montaña como el polen a la flor. De hecho, advierte, si algo es difícil de encontrar en los montes es eso: el silencio. Porque cuando no comparece el sonido de las corrientes lo hace el vibrar del viento, cuya intermediación apenas perceptible propicia de paso una diversidad infinita de colores en lo vivo y en lo muerto. Shepherd nos sumerge también en el placer sensitivo que, tanto en la forma como en el movimiento, puede dejar una lluvia torrencial. En su olor de agua y aire, pero también en su sabor e, incluso, en su tacto. Porque las montañas de Shepherd no solo se ven o se oyen, sino que también se huelen, se tocan y se saborean. Todas estas aproximaciones, insiste, surgen de renunciar a ver el monte como algo ajeno y peligroso, algo que solo se puede abordar desde la huida o la conquista.

"Muestran estas páginas la posibilidad de una simbiosis espiritual entre naturaleza y ser humano"

Comprobamos en estas líneas una vez más que la poesía es, sobre todo, precisión, porque solo desde una muy afinada mirada lírica es posible captar, para después transmitir, muchos de los fenómenos que el ojo de Shepherd percibe. Mirada que después, como en el movimiento de retorno de un telar, la propia montaña devuelve afinada, advierte la autora: “El ojo ve lo que no había visto antes o ve de una forma nueva lo que ya había visto. Y lo mismo con el oído y los demás sentidos.” Porque lo que después de todo muestran estas páginas es la posibilidad de un intercambio estético nuevo y una y otra vez renovado, una simbiosis espiritual entre naturaleza y ser humano que perfecciona a ambos a través de la mirada, sí, pero también del oído, el olfato, el tacto y el gusto.

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Autor: Nan Shepherd. Título: La montaña viva. Traducción: Silvia Moreno Parrado. Editorial: Errata Naturae. Venta: Amazon y FNAC

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