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Caravana de farra y difuntos

Caravana de farra y difuntos

Vaya esta conclusión por adelantado: esta novela es una de las más libres que se han escrito en cierto tiempo, al menos contándola entre las que uno lleva leídas. Ninguna otra se le parece, y de buscarle algún parecido, habría que hacerlo, por citar dos, entre las páginas más abigarradas de Valle-Inclán (si es que no todo Valle-Inclán lo es) y especialmente en las de Louis-Ferdinand Céline, quien es aludido varias veces a lo largo de la estrepitosa travesía que el lector se atreve a comenzar una vez pasada la primera página, que cuenta con aviso para transeúntes despistados que puedan no saber muy bien lo que les espera.

Este desbarre, como su autor, Miguel Sánchez-Ostiz, lo ha definido y lleva practicando desde sus últimos títulos novelísticos, es una necesidad más que un recurso estilístico con el que el escritor navarro pueda sostener los descalabros que se le ocurren. La memoria y la vida, de tanto camino recorrido, por si no siguieran aguantándose, han decidido mandar todo a donde se debe y emprender una juerga de nivel. Así, enredándose como sierpes, su frote y su trote irán dejando restos de lo compartido, sin orden aparente ni concierto, y si el ánimo de fiesta está por las nubes, el autor, obediente y complaciente con la jarana, pondrá de su parte para que eso vaya a más. Este es el ritmo que se mantiene en El tranvía fantasma, con el subtítulo de Soliloqueo memorioso de difuntos varios. Un ritmo que oscila entre la tumba abierta y sin frenos y las paradas obligatorias para refrescarse y que el cuerpo y la cabeza permanezcan rumbosos.

"Como dice un personaje del Ulises, Joe Hynes, respecto a su condición de abstemio estricto: no se preocupe, entre trago y trago, no bebo nada. Así con las barbaridades de los transportados que suben y bajan a placer del tranvía"

Aquí no han de buscarse ápices de normalidad o cordura. Es el libro equivocado si se va con tales pretensiones. Sánchez-Ostiz te mete en vereda desde la primera línea, y uno se ve montado en ese tranvía que surca las vivencias de sus pasajeros más rijosos: Chandríos, Perico de Alejandría, Caifás, Micky Azcona, Zabalegui, Bidós del Castells. Quedan asegurados los cachondeos más broncos y las peripecias más difíciles de contar, porque esa es otra, qué se puede contar de lo vivido, al fin y al cabo. Si ya sucedió, por qué hay que vérselas y deseárselas para intentar rememorar las escenas que se agolpan ante uno, con sus empellones y sus mejoras que creemos posibles gracias al maquillaje de la vejez, que no es tal, sino una certitud más sabia y más agria de que todas fueron de esa manera y ahora es ridículo pretender repeinarlas por si pudieran tener arreglo. No. Nada vuelve pese a las mejoras. La esencia puede quedar, pero son tantos los vapuleos, los mangoneos. Y lo peor de todo: no se habla de los demás, simplemente de uno mismo. Nosotros nos valemos y sobramos a la hora de cambiarnos las pieles de abrigo por las mortajas y las tablas de pino. Nos pillamos en el renuncio, y ahí comienza la cuesta abajo. Por suerte, en este tranvía de almas errantes, ni la más encabronada corre el riesgo de quedarse sin asiento. Tampoco en el cabaré en el que van alternando el mortuorio ágape. No se malgasta nada. Como dice un personaje del Ulises, Joe Hynes, respecto a su condición de abstemio estricto: no se preocupe, entre trago y trago, no bebo nada. Así con las barbaridades de los transportados que suben y bajan a placer del tranvía. Por errático que sea lo que quieran añadir, aun si salen a escena un momento y de seguido desaparecen, tienen el permiso del autor y el de los parroquianos que vitorean de lo lindo. Entre unos y otros, el correr incesante de trastadas.

"El tranvía fantasma va sobrado de párrafos de este tipo, atravesados por el miedo a la conspiración, a los hechos que son orden del día, a nuestra actualidad, a las guerras y suciedades de las esferas políticas, sociales, editoriales, culturales, artísticas"

‘El tiempo es otro, se acabó lo que se daba, hay muchos menos sanitarios que policías dispuestos a abrirte la cabeza por gusto y por dinero. Como no tengas guita, estás condenado a reventar de mala manera. Como alces la voz te vas a llevar un palo propinado por alguien de uniforme que pega, repito, por gusto y por dinero. El tiempo es otro, del soñado poco o nada queda. Me queda la duda de si fue de verdad soñado y por quién. ¿Qué mundo era aquel que se soñaba? ¿El de la ventaja? Los aficionados a los guiñoles burlescos y a los desbarres de noche larga saben que tras las burlas, hay veras y que estas son tristes, cuando no de verdad lamentables, que las carcajadas enmascaran las lágrimas y las muchas vergüenzas de las que se procura no dar razón, y que la penumbra de las candilejas del cabaré invitan a apagar del todo las luces y a quedarse inmóvil con los ojos cerrados en nuestra guarida, esa que unas veces nos expulsa y otras nos acoge a sagrado’, lamenta en uno de los capítulos finales. Un lamento de advertencia, pues El tranvía fantasma va sobrado de párrafos de este tipo, atravesados por el miedo a la conspiración, a los hechos que son orden del día, a nuestra actualidad, a las guerras y suciedades de las esferas políticas, sociales, editoriales, culturales, artísticas. Esferas que hacen sonar su música de trueno. Temibles, sin excepción.

"Sánchez-Ostiz ha escrito lo que ha querido, indiferente al recibimiento del público, más arrimado a lo que sus creaciones le sugiriesen. ¿Esto conlleva peligros? Naturalmente, sobra mencionarlos"

Ante un panorama semejante, la mejor opción es el pitorreo de todo y de todos. Por las sombras memoriosas, se mueven en clave y bajo máscara muchos personajes que el autor ha conocido por suerte y por desgracia, además de otros ficticios que ya habían protagonizado anteriores libros. Cambian los nombres, como esas animaciones antiguas en las que esqueletos se intercambiaban sus calaveras en pleno bailoteo. El lector puede perderse. Es más, se perderá. No pasa nada. En las páginas del Tranvía sólo importa el rumor fuerte de la resaca y el chafardeo que roza la brutalidad, la caricatura, y algún elogio a los que fueron dignos y apreciados. Cambian también las ciudades por las que remonta y desciende. Valparaíso se funde con calles bolivianas, madrileñas, pamplonesas, parisinas. Va marcando su ruta umbría. Es todo una ilusión, un fondo cambiante. No hay que olvidarlo.

Es de una libertad abrumadora, lo decía al inicio. Sánchez-Ostiz ha escrito lo que ha querido, indiferente al recibimiento del público, más arrimado a lo que sus creaciones le sugiriesen. ¿Esto conlleva peligros? Naturalmente, sobra mencionarlos. Uno cree que este es el destino adecuado de todo escritor seguro de su mundo literario y lo que tenga por decir. Que la fortuna le acompaña o le deja tirado, bueno, hay que darlo por sentado. Tarde o temprano llegará ese presentimiento de final, de palparse las mollas para asegurarse si uno sigue vivo o si ya se ha vuelto un fantasma parlanchín que vagabundea y maldice y resuenan sus risotadas, como aquí, ‘en el aire otoñal de una ciudad querida y muy vivida, por soñada, frente al Pacífico, ardiendo, ardiendo…’

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Autor: Miguel Sánchez-Ostiz. Título: El tranvía fantasma. Editorial: Pamiela. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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