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Recordando a Juliet Berto, otra chica de Godard

Recordando a Juliet Berto, otra chica de Godard

Lo mío con el cine es semejante a esa representación del átomo que sintetiza la grandeza del universo. Se trata de una pasión inmensa, desmesurada, inconmensurable, que, sin embargo, se explica en algo tan sencillo como la fuerza con que me magnetizan las actrices que me gustan. Ciertamente, lo más importante de una película —si la cinta es de ficción— es que te creas a sus intérpretes en la incorporación de sus personajes. Si se trata de un filme documental, esa convicción, que han de transmitir los comediantes en sus papeles, tiene su equivalente en la veracidad que ha de emanar del testimonio de los entrevistados.

Sin embargo, no es sólo por eso por lo que, siempre que me preguntan qué es lo que más me gusta del cine, no dudo en contestar que, muy por encima del libreto, la puesta en escena o incluso la realización, lo que más me gusta son las actrices. Tanto es así que, si la chica me magnetiza, puedo ver una película mala y disfrutar del visionado. De hecho, he visto decenas de cintas malas tan ricamente porque me gustaba su actriz. Baste con citar el díptico que Sergio Solima dedicó al Tigre de Mompracem —Sandokan (1976) y El Tigre vive todavía (1977)—. En la primera me quedé prendado de la dulce Carole André —Lady Marianna en aquella ocasión— como sólo un “soñador del cine”, que nos llamó el crítico Nöel Burch, es capaz de hacerlo de una actriz. En la segunda entrega de aquel díptico me cautivó Teresa Ann Savoy en su interpretación de Jamilah. Pero hoy vengo a hablar de Juliet Berto, mi favorita de entre las musas del gran Godard.

"Aquellos primeros fines de semana estaban presididos por las maravillas del cine de los sábados y el tebeo que me compraba mi madre al salir de misa"

Yo no adoro a las estrellas. Dejo esas idolatrías para la gente con conciencia política, que en la asamblea del fin de semana asienten al líder o a la lideresa cuando les empieza a adoctrinar, micrófono en mano o desde el trípode del atril, pero exactamente igual que un telepredicador. Yo admiro a las actrices que me recuerdan a las chicas de verdad, a las que frecuentaba en el Madrid de mi juventud. Carole André y Teresa Ann Savoy bien podían haber sido las más maravillosas de los bares de Argüelles, dos de aquellas de mis quince años a las que, apabullado por sus encantos, me daba vergüenza hablar. Juliet ya era como aquellas chicas algo posteriores: las freaks de la Latina y la Arganzuela que los domingos, al volver de El Rastro, te daban un arroz en su buhardilla y, terciándose, algo más. Jamás las olvidaré.

Tuve la suerte de ir siempre a colegios mixtos, integrados hasta el punto de que nos sentaban a un chico y a una chica en cada pupitre. De modo que el primer placer que me deparó la vida fue la contemplación de mis compañeras de clase: me tenían totalmente fascinado. De ahí viene mi sempiterna propensión al hedonismo. Aquellos primeros fines de semana estaban presididos por las maravillas del cine de los sábados y el tebeo que me compraba mi madre al salir de misa. Hablo de hace 60 años y, como ya he escrito en numerosas ocasiones, aún recuerdo con precisión las dos primeras películas que vi: Tres lanceros bengalíes (Henry Hathaway, 1935) y ¡Hatari! (Howard Hawks, 1962). De aquélla sublimé esa secuencia última en la que, muerto en combate el teniente McGregor (Gary Cooper), como es costumbre en el regimiento, condecoran a su caballo, de ésta, todos los planos de Elsa Martinelli y Michèle Girardon. Con ellas me di cuenta de que a las chicas del cine las podía admirar sin tener que volver la vista disimulando, como hacía con las compañeras de clase cuando me cogían mirándolas obnubilado. Sí señor, entiendo perfectamente a Leos Carax cuando dice que lo que le cautivó del cine fueron “las mujeres filmadas”. Ahora bien, en modo alguno comparto su pasión por Marilyn Monroe. Mi estrella favorita, sin llegar a la idolatría, por supuesto, es Audrey Hepburn. Pero, ya digo, me gustan, sobre todo, las actrices que se parecen a las chicas de mi época.

"Pese a los subjetivas que puedan ser mis apreciaciones respecto a Juliet Berto, está claro que fue esa imagen de la contemporaneidad femenina su primera característica"

Nacida en Grenoble en 1947, Juliet Berto entró en contacto con Godard en el coloquio que siguió a una proyección de Los carabineros (1963), el singular acercamiento a la guerra del maestro. En aquel primer encuentro, Godard, siempre ojo avizor para el encanto de las actrices —recuérdese que fue él quien dijo aquello de que, “para hacer una película, solo hace falta una chica y una pistola”—, le prometió incluirla en su primer reparto. Fue así como Juliet Berto entró en el cine interpretando a una de las jóvenes de Dos o tres cosas que sé de ella, la cinta del 67 de Godard.

A partir de entonces, la maravillosa Juliet sería una de las intérpretes más frecuentes de Godard. Colaboró con él en La chinoise y Week End —ambas de 1967— para acabar protagonizando Le gai savoir (1969). Prácticamente, en aquellos primeros años de su filmografía, la actriz alternó entre el cine militante, donde interpretaba a bellas comunistas —Wheel of Ashes (Peter Emmanuel Goldman, 1968), Camarades (Marin Karmitz, 1969), Vladimir et Rosa (Jean-Luc Godard, 1970)— y la pantalla de la modernidad de la época —Slogan (Pierre Rimblat, 1969), Ciné-Girl (Francis Leroi, 1969), Un verano salvaje (Marcel Camus, 1970)—, donde incorporaba a hippies o a yeyés que estaban a punto de la transformación en hippies. Al cabo, ambos arquetipos reproducían a dos de los tipos de chicas más característicos de finales de los 60. Pese a los subjetivas que puedan ser mis apreciaciones respecto a Juliet Berto, está claro que fue esa imagen de la contemporaneidad femenina —esa representación de las chicas con más encanto de hace medio siglo— su primera característica. Un rasgo que su prematura muerte —su estigma, sólo tenía 42 años cuando La Parca se la llevó— habría de remarcar.

Ninguna actriz envejece en los personajes con los que cautivan a sus espectadores. Para mí, Carole André sigue siendo la lady Marianna Gillonk de Sandokan, por mucho que ahora sea una de esas señoras mayores, dulces y apacibles, afincada en Roma, que dejó el cine hace más de 30 años y se hace notar en los campeonatos de natación donde compite gente de avanzada edad. Pero las que mueren, aún jóvenes en la vida real, parecen dejar un recuerdo más intenso. Al fin y al cabo, partieron sin envejecer, como esos deseos que pasaron sin cumplirse, sin la noche de placer y la subsiguiente mañana luminosa, que nos refiere Cavafis.

"Habiendo entrado en la pantalla de la mano de Godard, es natural que fuese una de las grandes musas del cine de autor francófono de los años 70. Lo fue principalmente de Jacques Rivette"

El diez de enero de 1990, cuando Juliet Berto falleció a consecuencia de un cáncer de mama fulminante, hubo quien discurrió un triunvirato de antiguos colaboradores de Godard muertos prematuramente. A la suicida Jean Seberg, y al también asesino de sí mismo Jean Eustache, se le sumaba la dulce Juliet. Yo entonces aún bebía y aquella noche me emborraché. Me mamé bien mamao pa no pensar. Pero lo hice en la cafetería de los Alphaville, el primer cenáculo de la cinefilia madrileña de entonces. Tanto era así que —como también he contado en varias ocasiones— allí fueron a presentar las películas que estrenaron en aquellas salas realizadores del calibre de Wim Wenders, Dennis Hopper, Alain Tanner, Chantal Akerman o el mismísimo Godard.

A Juliet Berto la trajo Nieve, la cinta que dirigió en 1981 junto a Jean-Henri Roger. Un drama sobre el mundo de la droga. Creo recordar que en el barrio parisino de Belleville. Pero Nieve es una de esas películas que nunca he podido volver a ver. Allí, frente a la foto de ella que daba cuenta de la visita, me cogí un ciego porque la chica que sintetizaba con su encanto el de todas las freaks de mi época, como esa representación del átomo nos remite a la inmensidad del universo, no habría de hacer más películas. Pero las que había protagonizado —y yo atesoraba— nada ni nadie me las iba a poder quitar.

"Todo quedó en nada cuando el cáncer de mama se la llevó antes de tiempo. Todo menos esa sublimación de las chicas de mi época en aquellas películas"

Habiendo entrado en la pantalla de la mano de Godard, es natural que fuese una de las grandes musas del cine de autor francófono de los años 70. Lo fue principalmente de Jacques Rivette: “El más fanático de nuestro grupo de fanáticos”, le enmarcaba el gran Truffaut dentro de la Nouvelle Vague. Además del más fanático, el gran Rivette fue el más balzaquiano. A él se debe Out 1, noli me tangere (1971). Dividida en ocho episodios, se trata de una adaptación libre de La historia de los 13, una trilogía dentro de La Comedia humana que a Rivette parecía llamarle especialmente la atención. Con el tiempo también adaptaría La duquesa de Langeais (1834), otra de sus entregas, en No toquéis el hacha (2007). Pero estamos con Out 1, noli me tangere, una de cuyas protagonistas fue Juliet Berto. También para Rivette protagonizó Duelle (1976), en cuyas secuencias incorporaba a una hechicera inmortal que mantiene un duelo con otra bruja —encarnada por Bulle Ogier— en el París de la época. Cómo olvidar Celine y Julie van en barco (1974), otra de aquellas fantasías contemporáneas del gran Rivette, en cuyos guiones solía colaborar Juliet.

Con Alain Tanner trabajó en El retorno de África (1973) y El centro del mundo (1974); con Nadine Trintignant, en Prohibido saber (1973); con Joseph Losey, en El otro señor Klein (1976), donde recreaba a la amante de Klein (Alain Delon)… Ya digo, una de las grandes musas del cine de autor francófono de los años 70, que se prodigó igualmente en la escena y la televisión. Y todo quedó en nada cuando el cáncer de mama se la llevó antes de tiempo. Todo menos esa sublimación de las chicas de mi época en aquellas películas. Igual que esa representación del átomo que sintetiza la grandeza de un universo que fue mío. La filmoteca de Grenoble lleva su nombre.

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