El arte tiene que revelarnos ideas, esencias espirituales sin forma.
La cuestión suprema sobre una obra de arte es desde qué profundidad de vida emerge
James Joyce, Ulises
Querido Mateo,
Déjame comenzar hoy en tono de broma, para abrir una ventana que permita a la carta tomar aire frente a mi acostumbrada nostalgia: Platón fue uno de los hombres más sabios que hayan existido, pero voy a permitirme decirte que, al menos en una cosa, no estoy de acuerdo con él. En el libro segundo de sus conocidas Leyes sostiene, en versión breve, que quien se hace virtuoso como solista en la música atenta contra el arte, porque éste sólo florece en la armonía colectiva, en la subordinación del individuo al conjunto. Tal vez en la Grecia de su tiempo eso tenía sentido: el coro y la medida, la contención, incluso la estricta legislación sobre el asunto que luego desarrolla en otros libros de la misma obra… Pero pienso en todo lo que he vivido como espectador, o como oyente, y me cuesta reconocerme en su afirmación. La música, como la escritura (déjame llevarlo a mi terreno), puede perfectamente nacer del silencio o del temblor de una sola voz. Y a veces esa voz, cuando se alza, es capaz de contener a todas las demás.
He pensado en ello muchas veces, al reflexionar sobre la que me parece más evidente diferencia entre el músico y el escritor. Aquel tiene la fortuna de ver, en el mismo momento de su entrega, la respuesta del público: un cuerpo que vibra, unas manos que aplauden, una multitud que respira al mismo ritmo. El escritor, en cambio, no presencia nunca ese momento. Vive en la soledad de la página y sólo puede imaginar la emoción de quien la visita, tal vez años después, tal vez en una lengua distinta. El músico lanza una nota y recibe otra de vuelta; el escritor lanza una palabra al vacío, y si alguna vez regresa, lo hace en silencio.
Dándole vueltas al tema y curioseando por internet, pude recuperar una imagen conocida, que te envío con esta carta para que ella ilustre la cuestión mejor que mis errantes palabras: Josele Santiago, cantante y alma de Los Enemigos, en pie y sosteniendo una de sus guitarras frente a un público tan exultante como fiel. Y, bueno, como te decía al comienzo, cuesta atreverse a no estar de acuerdo con una de las mentes más brillantes de la Historia, pero mi sensación —los momentos que he experimentado durante infinidad de noches viéndolos tocar, en ciudades distintas, en pequeños locales o en plazas abiertas de tantos lugares— ha sido siempre la misma emoción. Una mezcla de júbilo y fragilidad que se siente cuando sabes que cada concierto puede ser el último en que los vieras… Todos esos momentos fueron para mí de auténtica e inmensa felicidad, de alegría inexplicable frente a algo que uno no sabe definir, querido Mateo, pero que puedes ver reflejado en las caras de la imagen, que no querrían ver nada más en ese momento: Josele con su guitarra en la mano, como quien sostiene una verdad, una respuesta, un antídoto a base de belleza, de arte en estado puro, para intentar vencer a ese veneno que es el tiempo en constante fuga.
A veces, cuando releo alguna de mis cartas —o ahora mismo, al hacer afirmaciones un tanto atrevidas sobre la felicidad que uno siente ante el simple hecho de escuchar una canción— me pregunto qué pensará de mí el lector que serás tú algún día. Si reconocerás en estas palabras al hombre que soy ahora, o si verás en ellas a otro: alguien que intentaba explicarte el mundo y que, sin ser plenamente consciente de ello, también intentaba explicarse a sí mismo. Hay días en que me parece que escribirte es mi modo de aprender a escucharte, de ir descubriendo el tipo de silencio que deja la vida cuando la vives con atención. Como si yo, con mis cartas, al escribir, me pusiese a tocar ante un público invisible, confiando en que al otro lado del aire alguien escuche y entienda. Como si compusiese una melodía que no sé si escucharás tal como la oigo yo.
Platón decía que el arte debía servir a la comunidad. Estoy convencido de que él tiene razón, pero también de que hay un modo de servirla a través de la emoción individual. El guitarrista que toca solo frente a la multitud no se aparta del arte: lo expande. Su soledad es una forma de entrega. Al sostener la guitarra al final del concierto, cuando el público grita y las luces se apagan, nos recuerda que, por un instante, todos hemos sentido lo mismo. Que el arte —sea música o palabra— no consiste en obedecer una norma, sino en lograr que, aunque sea un segundo, alguien sienta que no está solo. Yo también intento eso, Mateo. Con estas cartas, con cada línea que te escribo. Con el mucho o poco arte que sea capaz de insuflarles a estas palabras, como un modesto demiurgo que trata de ordenarlas del modo más bueno y bello, para poderte decir lo que siento: aquí estuve, aquí toqué mi parte, aquí te quise con todas mis fuerzas.
Tal vez escribir no sea tan distinto de hablarle a alguien que aún está creciendo. Uno se pasa la vida buscando las palabras que le pertenecen, y cuando por fin cree encontrarlas, entiende que nunca fueron del todo suyas, sino del vínculo que las hizo necesarias. Yo escribo estas cartas sin saber exactamente cómo las leerás algún día, ni qué entenderás de mí en ellas. Me basta con pensar que, mientras existan, habrá entre nosotros una forma de conversación que no depende del tiempo ni del ruido del mundo. Eso es, quizá, el único arte al que aspiro: seguir hablándote, incluso cuando el silencio llegue antes que yo.
Muchos besos, hijo.


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