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Cartografía del infinito

Cartografía del infinito

Cuenta Eloy Tizón en el prefacio a Herido leve (Páginas de Espuma, 2019) cómo la escritura de esta antología de ensayos literarios surgió casi del azar. A comienzos de 2018, recién regresado de un congreso en Cartagena de Indias, se encontró atascado con un libro de ficción que tenía entre manos. ¿Qué hacer? —se dijo—. Le resultaba difícil permanecer ocioso.

Para llenar el vacío, no se le ocurrió nada mejor que curiosear un disco duro antiguo, sin revisar desde hacía años, a ver qué se encontraba. Afanado en su tarea, tropezó con una carpeta que despertó su interés: contenía una cantidad considerable de reseñas y artículos literarios que había escritos años atrás para revistas como El Urogallo y Revista de Libros, o para periódicos como El Mundo y El Sol.

"El mapa de Tizón es una cartografía del infinito que abarca ingentes regiones, todas ellas en proceso de cambio"

Los textos le intrigaron porque apenas los recordaba. Además, estaban escritos con un programa informático antiguo del cual ya no disponía, lo cual le obligó a descodificar pictogramas sumerios a un idioma legible y limpiarlos de toda la hojarasca tipográfica con que suelen ensuciarse estos trasvases.

Los tres párrafos anteriores son una transcripción —en estilo indirecto, eso sí— del prefacio de Herido leve. Quizá el lector de esta reseña se pregunte por qué los reproduzco fielmente y no resumo su contenido. Pues bien, no lo hago porque me parecen una metáfora exacta de lo que es la lectura y la escritura a lo largo de la vida.

No solo no recordamos lo leído o escrito en las distintas etapas de nuestra vida, sino que cuando releemos o reescribimos, nada parece significar lo mismo que antaño. Como sugiere el autor en el capítulo dedicado a El arte de la ficción, de David Lodge, un mismo libro es infinitos libros dependiendo, no solo de nuestra edad al leerlo, sino de la etapa histórica o el contexto social en que se lee.

Con la colaboración de su editor, Juan Casamayor, Eloy Tizón ha trazado en Herido leve un itinerario de sus lecturas de las tres últimas décadas, que abarca desde La novela de Genji (siglo XI), hasta la última obra del argentino Andrés Neumann, Fractura (2018). Su singladura lo lleva de la literatura española a la europea; de la estadounidense a la latinoamericana; con incursiones en la narrativa africana o japonesa.

Y por seguir con las metáforas, se me ocurre que el libro es un gigantesco mapa —si se me perdona la hipérbole— donde cada lector puede escoger ir hacia el norte o hacia el sur; hacia el este o hacia el oeste; sin saber nunca adónde llegará, porque, aunque hubiera visitado ya una determinada región (leído un determinado libro), cuando vuelva a ella será totalmente distinta a cómo la encontró la primera vez. El mapa de Tizón es, por ello, una cartografía del infinito que abarca ingentes regiones, todas ellas en proceso de cambio.

"Si tuviera que diseñar mi ruta, una vez visitado todo el mapa cual turista compulsivo, observo mi preferencia por aquellos autores que priman ante todo el relato"

Si tuviera que diseñar mi ruta, una vez visitado todo el mapa cual turista compulsivo, observo mi preferencia por aquellos autores que priman ante todo el relato, desnudo de alardes sintácticos o reflexivos. En el género narrativo, la sintaxis no debe, en mi opinión, expulsar a ningún lector potencial de una novela o un cuento. La reflexión es preferible que se encuentre soterraba bajo el relato sin ocultarlo jamás. Por ello tal vez me he decantado por los capítulos dedicados a Cheever, Kafka, Flaubert, Shikibu, Twain, Chejov, Bellow, Dinesen, Chesterton o Cervantes.

Cuando escribo, como Cheever, tengo una doble vida (aunque no tan insalubre como la suya, espero): soy economista de mañanas y escritor de tardes. Al modo de Kafka, que entregaba cartas apócrifas a una niña del parque, remitidas por su muñeca perdida, me encanta mentir creando ficciones. Al igual que a Flaubert, me gusta copiar lo real con detalle de hiperrealista. Como la dama Murasaki Shikibu y la aristócrata Karen Blixen, amo la prosa cristalina, transparente a través de las épocas, que narra lo esencial sin pretensiones.

Tengo una visión optimista del mundo, contemplo a mis personajes con ternura y les perdono sus defectos, a semejanza de Mark Twain. A la manera de Chejov, me gusta que mi literatura sea un objeto sensible, ultraligero y portátil; que huela a ciprés y a café y suene a música antes que a drama. Por ello, porque no me atrae el drama, amo satirizar, convertir lo grave en comedia, como Saul Bellow en Ravelstein.

Y por último, Cervantes me ha enseñado a entrecortar los relatos, a meter en mis narraciones a “curiosos impertinentes” que importunen al lector. No me gusta trazar fronteras nítidas entre la verdad y la mentira, entre la realidad y la ficción, entre la razón y la locura. Muy al contrario, en mi narrativa no quiero límites, ni divisiones categóricas, ni compartimentos estancos: deseo que todo fluya.

"Hace algunas semanas, con motivo de una reordenación de mi casa, viví una experiencia similar a la de Tizón con su disco duro"

Hace algunas semanas, con motivo de una reordenación de mi casa, viví una experiencia similar a la de Tizón con su disco duro. Saqué todos mis libros y los coloqué en el suelo del comedor con el objetivo de reubicarlos allí. Disponía de varias horas y quise ordenarlos alfabéticamente. Pronto me di cuenta de que estaba creando frente a mí una cordillera que amenazaba desprendimientos. Había libros leídos en distintas épocas y libros por leer; libros que amaba ver en mis estantes junto a otros que desearía embalados en una caja; la poesía se mezclaba con la narrativa, el ensayo o los libros de viajes.

Debido al calor veraniego, transpiraba por doquier y tuve que quitarme la camiseta. La cordillera tapaba ya el balcón. A mi alrededor olía a polvo de siglos cuando me di cuenta de que era casi la hora de la cena… Abrumado, decidí desistir de mi orden y me puse a meter libros a toda velocidad en los estantes. Las obras completas de García Lorca amanecieron junto a una guía del coto de Doñana. Al excelso Cancionero de Petrarca le tocó cohabitar con la prosa sucia de Bukowski. Junto a En busca del tiempo perdido, de Proust, en tapa dura, acechaban novelas policiacas de bolsillo. Mi biblioteca se había convertido en el caos.

Por fortuna, en Herido leve Eloy Tizón ha cartografiado una amplia región de lecturas por la cual el lector podrá escoger entre seguir una determinada ruta o, alternativamente, perderse sin necesidad de ser rescatado; porque, al cabo, como se encarga de transmitir el autor en diversas partes de la obra, el desorden y la improvisación le sientan bien a la literatura.

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Autor: Eloy Tizón. Título: Herido leve. Editorial: Páginas de espuma. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro

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