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Cerrar los ojos, abrir la mirada

Cerrar los ojos, abrir la mirada

En un jardín de Francia, en los años 40 del pasado siglo, se alza una estatua bicéfala: el mítico Janos romano, con ambos rostros mirando a los opuestos. Dios de las puertas, los comienzos y finales. Inventor asimismo de la navegación y la agricultura, además de augurador de los buenos finales. Su doble efigie representa el inicio y el final de una historia que va más allá de su propia ficción, multiplicándose de La mirada del adiós a Cerrar los ojos, en un perfecto metarrelato. Se trata del nuevo y esperado largometraje del gran Erice, que verá su estreno en salas el próximo 29 de septiembre. El carranzano brinda a los cinéfilos más exquisitos una nueva obra maestra del séptimo arte, un título más con el que engrosar su breve aunque exigente filmografía. Cada una de sus historias se muestra distinta y a la vez coherente con la personalidad creativa y estética que le caracteriza. Trabajos meditados, fruto de una autoexigencia y perfeccionismo como, a juicio de quien esto escribe, ningún cineasta español ha logrado igualar. Obras complejas que exigen del público un espíritu crítico, una formación cultural y una sensibilidad estética acordes con la personalidad de quien las configura. El simbolismo y la metáfora siempre se encuentran presentes: en El espíritu de la colmena será el panal como imagen de la sociedad franquista; en El sur lo veremos en ese péndulo que configura el alma telúrica de los personajes —o esa tierra aludida en el título que remite al origen, las fuentes del Nilo capaces de explicar o justificar un carácter o forma de ser—; en El sol del membrillo es el fruto del árbol la esencia a captar por el creador y su carácter efímero como equivalente del tiempo y la caducidad de las cosas, que se contrapone a lo que hay de trascendente en el hombre; en La mort rouge se trata de la presencia fantasmal de un personaje de ficción que amenaza con hacerse real en la infancia del narrador; en Cerrar los ojos es la figura pétrea que concita lo pasado y lo que está por venir en un mismo espacio y tiempo. Janos será el protagonista del relato y las figuras de la historia narrada, tanto Miguel Garay (interpretado por Manolo Solo) como Julio Arenas (José Coronado).

"En ocasiones no se hallan respuestas, porque la vida teje también sus silencios y enigmas, aunque se intuya lo que ocultan"

De inicio a fin, oscila sobre los espectadores la historia de la amistad de los dos personajes citados, trágicamente interrumpida con la desaparición del segundo, cuando protagonizaba la película del primero titulada La mirada del adiós. Ahora, en el presente de la trama —20 años después—, el desaparecido reaparece, al menos a través de un programa televisivo que busca volver al extraño caso de forma mediática. La caja de Pandora se abre con imprevisibles consecuencias, sobre todo para Miguel, que volverá a obsesionarse con Julio. Esto le llevará a tejer una red de personas conocidas y por conocer, de forma voluntaria o azarosa, involucrándolas en el caso de esta desaparición: el montador Max (Mario Pardo) —amigo y compañero profesional—, Ana —la hija de Julio (Ana Torrent)— o Lola —antigua novia (Soledad Villamil)—. A lo largo de este proceso conoceremos las facetas de Miguel como trabajador de la tierra y la de Julio como hombre que fue de espíritu viajero: otros dos de los elementos atribuidos a Janos. Erice no da puntada sin hilo, y cada uno, en esta madeja, irá completando la composición geométrica del caso, dotándolo de una coherencia cada vez mayor. Un rompecabezas audiovisual que irá mostrándose en su totalidad, aplicando el autor —con su certero e inteligente buen hacer— las pinceladas necesarias. Una lentitud necesaria para saborear su sentido y detectar el fondo de las cosas, meditándolas. Así se levanta un tableau vivant de la condición humana, con sus defectos y virtudes, con la lógica respuesta de la naturaleza que anida en nosotros. En ocasiones no se hallan respuestas, porque la vida teje también sus silencios y enigmas, aunque se intuya lo que ocultan. Por ello la narrativa resulta orgánica, viva, real.

A la sólida labor de unos intérpretes magistralmente elegidos —en su mayoría grandes figuras de nuestra escena— y sobriamente dirigidos se añade el lenguaje cinematográfico que los envuelve, el tempo y la fotografía. Una mise en scène que nos habla de ese destilar paciente del cineasta, de lo fácil que aparentemente traduce su torrente creativo interior —esto es lo más difícil, dar forma a lo que se siente dentro, a cómo se ven las cosas desde la personalidad artística—. Y es que en la sencillez reside lo difícil.

"Hace falta toda una labor detectivesca para encontrar las claves del contenido de esta película, tanto los relativos a su propia historia como a los del ámbito biográfico de su creador"

Hay, por supuesto, otros elementos referenciales en el film: la elección de Ana Torrent, cerrando el círculo iniciado por El espíritu de la colmena; el Shanghai que no pudo ser en el tristemente fallido proyecto fílmico de Erice para adaptar al cine la novela El embrujo de Shanghai, de Juan Marsé (y del que surgió, por fortuna, el libro La promesa de Shanghai); la novela de este autor —que no dudó en elogiar el libreto del cineasta sobre su citado libro (siempre Marsé tan crítico con las adaptaciones de sus obras, hizo aquí una clara excepción)— que Miguel encuentra en la emblemática Cuesta de Moyano, titulada Caligrafía de los sueños; la presencia de Nicholas Ray, admirado por el director vasco (de él es el libro, escrito junto a Jos Oliver, Nicholas Ray y su tiempo), con el cartel original de uno de sus films en la casa de Max —que no duda en descolgar el póster anterior del Fausto de Murnau, perteneciente a otra debilidad estética de Erice (el expresionismo alemán, en suma)—; incluso, a la entrada del almacén de películas, el nombre de la productora Rosebud Films —creada por su citado amigo Oliver—; la cita al cineasta Carl Theodor Dreyer cuando Max afirma: “Con Dreyer es la ultima vez que vimos milagros en el cine”; la musica de Río Bravo en la interpretación de su memorable canción; el homenaje al cine fundacional con ese taco de imágenes que, pasadas a una cierta velocidad, desglosan un fragmento del legendario film L’arrivée d’un train à La Ciotat de los Lumière.

"Lo que hace Erice no es cine español, ni siquiera europeo: es arte con mayúsculas"

Como vemos, hace falta toda una labor detectivesca para encontrar las claves del contenido de esta película, tanto los relativos a su propia historia como a los del ámbito biográfico de su creador. El mismo Erice parece haber dejado partes de su figura en sus atmósferas y personajes —pudiendo ser Miguel, en ocasiones, un trasunto de sí mismo, con su torrente imaginativo y polifacético, su lucha contra las adversidades—. Convendrá desencriptarlas para enriquecer aún más el discurso cinematográfico, pleno de capas, como si de una Matrioska se tratara. Abrir la mirada para no dar nada por sentado y cuestionarlo todo, participando activamente de la propuesta. Supone paradójicamente lo contrario a lo que transmite el título del film y que alude, claro está, a una despedida metafórica y ambivalente, volviendo a la mencionada ficción dentro de la ficción.

Tras salir de la sala, despertado del encantamiento posibilitado en esa oscuridad gracias a la linterna mágica y sábana blanca, después de casi tres horas rodeado de un público en respetuoso silencio —yo diría que sacrosanto, como corresponde a un sortilegio o milagro de estas características—, era imposible no sentirse un auténtico privilegiado. Teniendo la fortuna de haber asistido al primer pase de prensa de este sorprendente y hermoso film, que tantas alegrías —estoy seguro— va a deparar al público y crítica y, sobre todo, a los estetas que queden en este mundo y, en concreto, en este pedacito de tierra llamado España. Porque lo que hace Erice no es cine español, ni siquiera europeo: es arte con mayúsculas.

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