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El club de las cincuenta palabras, de Ana B. Nieto

El club de las cincuenta palabras, de Ana B. Nieto

El club de las cincuenta palabras, de Ana B. Nieto (Roca editorial) es un grupo de mujeres extranjeras que se reúnen en el sótano de una casa en un pueblo del levante español, a orillas del Mediterráneo. Los vecinos creen que son brujas porque hablan en inglés y leen libros en otros idiomas y de autores desconocidos en la España de los años 50. David, hijo de Alice, la anfitriona, presencia estas reuniones mientras juega con un tren de madera, Cada cumpleaños su madre le regala un nuevo vagón de color diferente.

Un día en el sótano se produce un extraño fenómeno: una inundación de agua salada. Nadie entiende qué ha pasado, y los fontaneros lo achacan al poder de las brujas.

De El club de las cincuenta palabras ha dicho Elia Barceló: “Me ha parecido una lectura deliciosa, con esa delgada frontera entre la fantasía y la realidad. Me gusta el suave lirismo de Ana B. Nieto y su forma casi mágica de ver el mundo”. 

Ana B. Nieto (Madrid, 1978) es escritora y guionista. En 2013 debutó como autora con La huella blanca, una novela histórica (que convertiría en trilogía), por la que estuvo nominada a los Premios Hislibris a Mejor autor novel de 2014.

Prólogo

Día largo, el de mi cumpleaños. Tres hijos y seis nietos, subidos encima de estos setenta inviernos y sin respetar turno alguno, después de comer tres platos en lugar de mi habitual plato único. Tienen, como todas las grandes familias, esa vocación de circo en tránsito.

Eso es la felicidad, después de todo: las babas de un bebé que aún está aprendiendo a dar besos, el abrazo de mi nieto de tres años que apenas abarca mi contorno al abrazarme, la sonrisa benévola de mi hija, permitiendo que beba vino para celebrar la última comida de este año 2015. Jerséis de regalo, alguno tejido a mano, y bromas con esa cosa que llamaron la «batamanta».

Como si fuera parte de una ceremonia, han sacado el álbum de recortes de todos los años: «El aventurero levantino alcanza el sur de la India», «David Steer consigue cruzar el Atlántico sin asistencia», «Leyenda local da la vuelta al mundo en velero», «Récord Guinness: el marino más joven en circunnavegar el mundo en solitario».

Nunca se cansan de esas fotografías y me alegro. Son recuerdos que ya han difuminado la fatiga y la angustia obsesiva del próximo puerto. Ya solo queda la alegría de la imagen final, el broche del titular, el destello íntimo del logro. Me han pedido que cantara una canción marinera que me enseñó mi padre. Las de mi madre las guardo para mí.

Mi familia siempre me ha visto como ese gran viajero que vivía en un mundo geográficamente ilimitado: el mundo sin fin que me descubrió mi padre. Gracias a él conocí todas y cada una de las voces del océano. Sus rostros femeninos.

El mar es indomable, pero hay maneras de camuflarse, como si uno fuera parte de la ola, de los peces y la sal. Solo es necesario un disfraz de viento para llegar con ellos a un destino común. Todavía era un niño cuando aprendí que luchar contra el océano es perder sin remedio. Hay que danzar con él, dejar que te coja por la cintura y te guíe. En cambio, la palabra «desafío» es peligrosa. El océano es capaz de arrebatárnoslo todo en un instante.

Para ellos siempre he sido ese chico de las fotos, el niño que nació en un barco. No pueden imaginarse que antes de mi padre hubo otro mundo: el mundo de ella, diferente por completo.

Estamos a mitad del día y aún me queda mucho camino que recorrer. Mi hija mayor me ha preparado la habitación en el piso de arriba y me ha prometido que los niños no me molestarán, pero estoy demasiado inquieto para la siesta. Sé que esta noche nos encontraremos, que ella puede aparecer en cualquier momento, que debo estar atento durante nuestra cita. Si no lo estoy, puede que ya no vuelva a verla. Prefiero escribir a dormir.

En los últimos cumpleaños apenas conseguí oírla o distinguirla en la oscuridad. Me fallan los sentidos cada vez más. Dicen que estamos hechos de ceniza de estrellas y yo siento cada vez más el peso del polvo sobre mis hombros, asentándose en el interior de mi cabeza. Soy ceniza que flota en el mar y llega hasta las más lejanas orillas, en los lugares que descubrí en mi juventud.

Me imagino a mí mismo esta noche, con la luz casi extinta, bajo el faro cubierto de algas y de lapas. Sus cimientos parecen haberse fundido con la roca: mitad construcción, mitad naturaleza. No comprendo cómo ha podido suceder tan rápido: el mar lo ha asimilado como si fuera uno de sus hijos, un pródigo leviatán que estuviera de regreso.

Estará hermoso, aunque el abrazo apasionado del mar lo está destruyendo. La erosión acentúa su aspecto abandonado. Puertos del Estado lo inutilizó hace años y la pequeña casa fue víctima de vándalos y okupas, hasta que resultó incómoda incluso para ellos. Las luces lejanas del pueblo llenarán la noche de incandescencias; se encenderán y apagarán como en una delicada pieza de música visual.

Y allí, en solitario, la esperaré.

1

Diario de a bordo

Me miré una última vez en el espejo del portal de la Milla de Oro de Madrid para rehacerme la coleta y que no se escapara ni un mechón. Si mi viaje en tren deslucía mi aspecto de reportera seria, mi entrevistada se pondría a la defensiva. Y ella era la única persona que podía abrirme las puertas al misterio de David Steer, el único récord Guinness que había dado mi pueblo. Llevaba semanas preparando aquel reportaje, rebuscando entre las fotos y preguntando a la gente. Suscitaría interés a nivel nacional, estaba segura, por fin mi trabajo recibiría un poco de atención, ese nutriente que a todos los que escribimos nos hace falta de vez en cuando para continuar en una profesión tan mal pagada e inestable. Me alisé las arrugas de la falda confiando en que mi traje de chaqueta compensara mi juventud, que me delataba desde el rostro apenas maquillado.

Me alegré de que aún faltaran un par de minutos para la hora acordada. No quería hacer esperar a quien me iba a regalar sus recuerdos para que yo los transformase en dinero. Y como mi anfitriona era una mujer tan mayor, y además británica, debía ser aún más escrupulosa.

Me sorprendió que, junto a la puerta de roble veteado, conservara el letrero dorado con las letras negras en una tipografía clásica en itálica, aunque ya llevara cinco años retirada: «Catherine Simmons. Psicoterapia».

Sin duda, podía permitirse tener un despacho vacío y sin alquilar en una zona tan cara. O quizás, aunque ya no pasara consulta, lo seguía utilizando para investigación. Hay personas que, en realidad, no se retiran nunca.

Mandé un mensaje con el móvil a Ernesto, mi editor, para que se quedara tranquilo: «Ya estoy aquí». Él me había conseguido la entrevista y yo no había hablado con la señora Simmons ni siquiera por teléfono. Y sin embargo, no estaba nerviosa. Era excitante volver a Madrid y salir del asfixiante entorno local, donde las noticias hacían que empequeñecieras día a día como profesional: la entrega de trofeos de fútbol escolar, las condiciones de una nueva licencia de pesca o la apertura de la franquicia de una gran cadena de hamburgueserías junto a la gasolinera, con las inevitables protestas de buena parte del pueblo, preocupado por conservar su tradición rural y por la competencia que suponía para sus bares, y nada interesado en el público joven que pudiera atraer a un lugar envejecido en exceso.

Silencié el teléfono y llamé al timbre.

La mujer que me abrió parecía muy afectuosa, podría haber pasado por cualquier abuelita española, bajo sus gafas de concha de carey. No parecían una imitación. Estaban hechas de auténtico caparazón de tortuga.

Catherine Simmons era muy distinta a como aparecía en las solapas de sus libros y las gafas no endurecían su expresión sino que la dulcificaban. Me invitó a pasar y comprobé que parte de sus estanterías ya habían sido vaciadas, dejando siluetas negruzcas sobre las paredes.

—Disculpe el desorden. Apenas paso ya por Madrid y gran parte de mis libros están conmigo en la costa. Tengo que llevar todo ese peso adonde quiera que voy, ¿sabe? Hay algunas cosas que no se pueden meter en un pendrive.

Yo pensé en una tortuga gigante con el caparazón lleno de libros. Ella me invitó a tomar asiento frente a un juego de té, con sus scones en sendos platitos.

—Dejarlos atrás sería como perder de vista una parte importante de la memoria, lo cual no me puedo permitir.

—Creía que la memoria no tenía mucho valor para usted.

Puse sobre la mesa mi ejemplar de Transformando recuerdos, del que sobresalían varios marcadores de colores fosforito para dejar claro que llegaba con los deberes hechos. Saqué mi bolígrafo y mi cuaderno de notas y los puse en mi regazo como una alumna aplicada.

Ella esbozó una media sonrisa que más bien fue una mueca: un rasgo de severidad que antes no había advertido. Se apartó del rostro un mechón castaño, brillante por la laca, y se quitó las gafas para limpiar un cristal. Sus ojos pequeños, de un azul frío, endurecían ahora su expresión. Se había transformado en una académica. Sin sexo, sin edad, sin muestra alguna de cercanía.

—No se equivoque, joven, la memoria es, en gran parte, lo que somos. Y cuanto más tiempo transcurre, esto se hace más visible y más certero. Podría decir que, a mi edad —o a la edad de mi marido, que es por quien usted ha venido—, la memoria supone ya un noventa y cinco por ciento, más o menos, de la identidad. Pero es que hay mucha gente que sigue confundiendo memoria y pasado, y no son lo mismo en absoluto: la memoria es lo que cuenta. Lo que no es importante es el pasado.

«Memoria vs. pasado», garabateé diligente en mi cuaderno. Me notaba algo tensa por ese cambio de actitud de Catherine. Quizás había deducido que yo no había captado las ideas fundamentales de su libro y eso me restara confianza. Tenía que recuperarla.

Apreté el bolígrafo entre los dedos y, por un instante, me sentí como si yo fuera la terapeuta y ella mi paciente.

—Yo también le he traído un libro…, mejor dicho, un manuscrito. No es uno de esos diarios de a bordo que muchos otros periodistas han consultado para sus crónicas, llenos de mediciones, maniobras y apuntes sobre el clima. No es el libro técnico de cómo un chiquillo consiguió dar la vuelta al mundo, tan solo con sus dos manos para manejar un velero. Este es el de verdad. El diario de a bordo de la vida, si usted me entiende. Mi marido aprovechó sus viajes en barco, aquellas largas jornadas en alta mar, para recopilar sus vivencias de la infancia. Para tratar de entender. Así que comprobará usted que el protagonista es un niño, pero la voz es, claramente, la de un adulto que recuerda. Que estamos hablando, y aquí es donde aparece la fundamental diferencia que yo le apuntaba, de memoria, de pasado elaborado, narrativo, reconstruido, ficticio…, como quiera usted llamarlo. Y no de pasado simplemente.

Tomé con cuidado el fajo de aquellos preciados papeles que estaban apenas protegidos por el plástico de una carpeta. Los hojeé, feliz de tener aquel tesoro de información entre mis manos, sintiendo el tacto del papel y su olor tan peculiar.

—Aquí encontrará usted todas las respuestas —dijo Catherine—. No se preocupe, tengo su permiso.

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Autora: Ana B. Nieto. Título: El club de las 50 palabras. Editorial: Roca. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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