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Como no cambia Howard

Conocer previamente el desenlace de una historia altera inevitablemente la percepción sobre ella al iniciarse en el relato. Hay autores que buscan deliberadamente causar ese efecto en el lector desde el mismo título: ¿quién puede aproximarse a Crónica de una muerte anunciada o a Últimas tardes con Teresa sin sentir una punzada ante el preaviso de que no aguarda un final feliz?

En el caso de Elizabeth Jane Howard, la recepción entusiasta de sus Crónicas de los Cazalet ha venido como una marea imparable a difuminar y distorsionar las huellas de sus logros literarios anteriores. No es difícil hoy abrir su novela Como cambia el mar, recientemente publicada por Siruela, la editorial que ha introducido para siempre a la autora británica en las estanterías de miles de lectores en español, y no maravillarse ante una voz narrativa madura, fértil, incomparablemente lúcida, que desarrolla a la perfección universos interiores de la intimidad de la conciencia y el sentimiento. No hay nada de lo que extrañarse; no en vano se trata de Howard, la genial creadora de los Cazalet. El resultado magistral es el esperado y no causa sorpresa.

"Como cambia el mar irradia un halo inequívocamente familiar para un lector de los Cazalet porque anticipa temas que serán recurrentes en la producción posterior de Howard"

No obstante, para hacer justicia al texto y a lo que éste supuso en el momento de su alumbramiento, es preciso retrotraerse a 1959, seis décadas atrás, cuando una mujer joven publicaba su tercera novela, con un virtuosismo y una elegancia propias de una escritora plenamente consagrada, un status que sin embargo aún no había recibido de una sociedad que, cicatera, empañaba esas admirables cimas literarias con consideraciones accesorias proclives a colarse en cualquier artículo o reseña sobre ella, como su carácter transgresor, su trayectoria nada convencional, sus romances o su belleza física. Howard, firmemente convencida de su propia capacidad como narradora, aunque se resentía ante esas actitudes, no se dejó aturdir por ellas y fue tan perseverante como longeva; ambas características resultaron claves para que su nombre, finalmente, alcanzase su merecido lugar entre los mejores artífices de la novelística británica del último siglo.

Como cambia el mar irradia un halo inequívocamente familiar para un lector de los Cazalet porque anticipa temas que serán recurrentes en la producción posterior de Howard: la complejidad de las relaciones familiares y la claustrofobia de los matrimonios que se desmoronan, la colisión entre el yo público y el privado, la insatisfacción personal y el vacío interior imposible de llenar, la contradicción entre silencio, pensamiento y palabras, o la frustrante dificultad de la mujer para encontrar su lugar propio en una sociedad tan abocada al cambio como reacia a él. Anticipa asimismo técnicas de las que Howard adquirirá un dominio insuperable: las descripciones y enumeraciones de objetos, desplegadas con el detalle de una cámara y la maestría de una selección absolutamente reveladora; el manejo de los puntos de vista complementarios para ahondar en la historia y del diálogo caracterizador de los personajes; o la construcción impecable de una trama donde nada sobra. Del mismo modo, en las Crónicas de los Cazalet, elementos aparentemente de ficción se revelan autobiográficos: “Disfrazar la realidad no es tarea fácil”, afirma Jimmy, que junto con los otros tres personajes relevantes en la narración (Emmanuel, Lillian y Alberta) ven en la figura paterna una fuente de conflicto o de dolor, provocado o involuntario. No parece casual que el libro esté dedicado por Howard a la memoria de su padre, cuya influencia dejó heridas nunca cicatrizadas en su biografía.

"Desde su propio título, Como cambia el mar, las metáforas relacionadas con el agua recorren todos los rincones de la narración"

La novela se entronca de manera consciente con una tradición literaria femenina en la que Elizabeth Jane Howard reivindica su espacio, su habitación propia, de una manera más evidente que en ninguno de sus otros textos. George Eliot, Jane Austen o Charlotte Brontë hacen su aparición con menciones y guiños, o proporcionando los pretextos para el relato. La literatura se presenta como una forma de vida, un camino elegido reflexivamente, que no admite vuelta atrás. El protagonista, Emmanuel Joyce, es dramaturgo, y el mundo dramático profesional es el contexto en el que se desarrolla la historia, con el teatro como sucedáneo de la vida real: “el público era el mundo”, aspirando a alcanzar “el escenario de la vida”.

Un rasgo irresistiblemente atractivo de la novela, artesanalmente cincelado, que por sí solo ya justificaría la lectura, es que desde su propio título, Como cambia el mar, las metáforas relacionadas con el agua recorren todos los rincones de la narración: es el agua como alegoría de la existencia y el tiempo, el nacimiento, el bautismo y la muerte, intermitente y fluctuante en las alusiones y comparaciones, siempre presente pero con un tempo suave que no resulta forzado ni persigue dominar sino acompañar sutilmente el avance de la narración. El recurso se agudiza en los momentos de más intensidad dramática, acoplándose a los estados anímicos de los personajes: agua de lluvia marcando la monotonía o la soledad, agua hirviendo para el té en un instante de cólera, el deseo abriéndose paso “como un torrente de agua”, la contemplación del mar como el espacio para encontrarse uno mismo (“mi propia vida se extendía a mi alrededor como el mar, parecía ilimitada”)…

"Al final del relato los personajes ya no son los mismos que lo comenzaron, pero su transformación resulta tan profunda, tan creíble, tan humana"

En el mismo sentido, la distancia despectiva ante “el denso murmullo” materialista de “los hombres que alardeaban de su dinero” hace que se perciba como un “lejano oleaje”; la escena de los malos tratos domésticos que el protagonista niño presencia y sufre de manera cotidiana se reescribe así: “Su padre se tambaleaba amenazante sobre ella y, como en un naufragio, fragmentos de su sobrecargada sesera saltaban por los aires mientras ella se estremecía como el mar”; el talento creador de Emmanuel “era su pequeño manantial secreto”, y su esposa, siempre temerosa de perderle, expresa su anhelo imposible, “ojalá nos fundiéramos el uno en el otro como dos gotas de agua”, y afirma que conocerle “fue como descubrir el mar por primera vez”, mientras que el tiempo sin su amor para él “era como un mar eterno y negro sin costa”. Los padres de Lillian murieron ahogados, los personajes pasan unas vacaciones en una isla griega que acaban siendo toda una experiencia vital, el llanto se convierte en un ejercicio liberador que cuesta arrancarse del alma. El agua es el referente, el auténtico protagonista, el elemento seminal del que surge el relato, el tamiz que modula la expresión de los puntos de vista con los que se elabora y entreteje la trama.

El mar cambia en sus ciclos para seguir siendo igual, crece y se retrae, conservando su esencia y su identidad inalteradas a pesar de las mudanzas. Al final del relato los personajes ya no son los mismos que lo comenzaron, pero su transformación resulta tan profunda, tan creíble, tan humana, que ha sido un flujo vital tan verosímil como el del mar, presenciado y diseccionado por una sagaz observadora, Elizabeth Jane Howard, la autora de Como cambia el mar, que varias décadas después y como evolución natural escribirá Crónicas de los Cazalet. Y no viceversa.

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Autora: Elizabeth Jane Howard. Título: Como cambia el mar. Editorial: Siruela. Venta: Todostuslibros y Amazon

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