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Concurso de cuentos navideños: primeros 10 seleccionados

Concurso de cuentos navideños: primeros 10 seleccionados

A lo largo de las tres últimas semanas, más de 900 relatos se han registrado en nuestro concurso de cuentos navideños, convocado el pasado 15 de diciembre, dotado con 2.000 euros en premios y patrocinado por Iberdrola. El fallo del jurado, formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez, se emitirá este mismo miércoles, desvelándose el nombre del ganador y de los dos finalistas. El autor de la mejor historia ganará un premio de 1.000 euros. Además, los autores de las dos historias finalistas restantes ganarán un premio de 500 euros.

Desde el 15 de diciembre hasta el 8 de enero, las historias han ido acumulándose en nuestro foro, historias en las que la navidad ha cobrado el protagonismo desde todas las miradas posibles.

A continuación ofrecemos los diez primeros relatos seleccionados. Gracias a todos por participar.

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1. Souvenir

María Fidalgo García

“Lo mandamos hacer a propósito para usted, solo tiene que voltearlo y verá que pasa.”

El hombre movió la mano como le indicaban, y entonces en el interior de aquella esfera transparente y dura se levantó un torbellino de motitas blancas. Desaparecieron el bosque de abetos, el trineo, un zorrillo solitario, en fin, todo lo que ahí dentro representaba su antiguo universo de los Urales, el único paisaje que conocía y que nunca hasta entonces había contemplado tan silencioso y vulnerable.

“¿Le gusta, abuelo? Claro que no es lo mismo que estar allí en estas fechas, pero podrá tenerlo siempre al lado, ¡y sin pasar ni una gota de frío!”

La tormenta en miniatura amainó poco a poco, la falsa nieve cubría algunas de las figuras. Le pareció ver una súplica en los ojos del zorrillo. Volvió a agitar la esfera hasta perderlo de vista.

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2. Secreto bien guardado

Claudia Morales

Esa Navidad, a pesar del confinamiento, mi padre había conseguido regresar a casa en la tarde del 24 de diciembre. Yo estaba verdaderamente feliz con la sorpresa. Mi madre no tanto. Más bien parecía algo confundida.

Cuando dieron las 00 hs. desenvolví mis regalos y luego de jugar un rato, los llevé a mi habitación. Al abrir el ropero en lugar del pijama, encontré a un hombre en calzones y sin barbijo que me miraba aterrado.

—Hola. No usas tapabocas. —dije aturdido, porque mi mayor miedo siempre había sido encontrar un monstruo.

—Estoy inmunizado. Jojojo. —dijo nervioso el hombre.

—No eres Papá Noel.

—Me han robado el traje justo antes de bajar por la chimenea.

—No tenemos chimenea.

—Lo siento, el año que viene prometo traerte una.

—Genial. ¿Ya te vas?

—Me iré en la madrugada para seguir repartiendo obsequios. Ahora cierra la puerta y no le cuentes nada a tu papá, porfa. Él cree que no existo.

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3. Los villancicos de Fuenteovejuna

Manuel Antonio Pociello Haro

En aquella colmena había mucho zángano, alguna que otra reinona y una mayoría de soldados obreros que intentaban pasar desapercibidos haciendo la guerra por su cuenta; hasta que apareció el cadáver, claro. Llegados a ese punto, el enjambre tuvo que tomar una decisión.

Una comunidad de viviendas en las afueras, circunnavegada por anchas avenidas impersonales, semáforos que guiñaban los ojos y se enceguecían a partes iguales, parques infantiles todavía sin experiencia adquirida en chichones y locales emparedados en los bajos de los edificios con reclamos de <<Se alquila>>. Solo una farmacia, una panadería y un bazar oriental evitaban la obligatoriedad de coger el coche rumbo al centro comercial.

La impersonalidad y los saludos mirando hacia el lado contrario, como un certero pase de Guti, daban el relevo al calor de Netflix, cenas de empanadillas congeladas de La Cocinera, biberones de madrugada, llantos en maitines, portazos a media tarde y ruido de trasteros los domingos. El muro de Adriano se extendía en cada rellano de cada planta. Troya se mantenía a salvo detrás de puertas blindadas y sistemas de alarmas contratados a motivados comerciales que exageraban sobre la alta criminalidad de la zona —y la de cualquier otra en la que tuvieran comisión—. Pero incluso aquí, siempre había algún motivado que quería hacer de la Navidad algo digno de Frank Capra.

Entre derramas de las goteras del garaje ocasionadas por una piscina mal impermeabilizada y ofendidos por una voluptuosa morena que saludaba al sol en porretas cada mañana desde su terraza, a Adrián se le ocurrió introducir el asunto del coro infantil de aguinaldos navideños. La recaudación iría destinada a organizar, en verano, un cumpleaños anual para todos los niños de la urbanización. La propuesta fue recibida con cierto entusiasmo. Toda actividad en la que los críos estuvieran entretenidos dentro de El Álamo solía ser bien acogida. El propio Adrián se ocupó de todo. El primer año se apuntaron al coro dieciséis niños de entre 5 y 14 años y sacaron 864€ —a 3,60€ de media por vivienda—. Al siguiente verano se organizó un buen sarao en el que no faltó de nada para los chavales —ni siquiera dos botellas de Negrita y una de Pacharán para los adultos—.

Adrián acompañaba a la escolanía de saldo durante la maratón vespertina del último domingo antes de Nochebuena. Más de cinco horas en las que el equipo titular tenía que hacer varios descansos y algún cambio por deserción o incomparecencia, sobre todo entre los más pequeños. La mayoría de vecinos participaba, aunque solo fuera para pagar el peaje del sándwich de Nocilla que su hijo se comería en verano sin tener que pasar la vergüenza del tacaño.

Todos confiaban en el arqueo de Adrián. Durante el primer recuento, el contable detectó tres monedas que no eran euros <<mira el gracioso>> pensó. Buscó en Internet. Confirmó que eran tres lev de plata búlgaros de 1913. Extrañado, las dejó apartadas hasta ver qué haría con ellas… Y así llegó el siguiente año en el que volvieron a aparecer otras tres monedas en el cepillo; tomó la resolución de averiguar, al año siguiente, quién era el chistoso.

Al tercer año, prestó especial atención. En la cuarta planta del portal siete, una pareja joven y anodina les abrió la puerta. Él, situado detrás la mujer, miraba con indiferencia el coro. Ella, no miraba a los niños, sino a Adrián, con un gesto de ruego infinito que este no había percibido hasta la fecha. Mandó, de inmediato, un mensaje al grupo de WhatsApp de vecinos de confianza: <<problemas en el 7/4. Urgente>>. Dos —incluida La Bestia— acudieron a la llamada mientras el estribillo del <<…sobre campana tres…>> se acercaba al final. El hombre, que asía a la mujer por la espalda, no entendía por qué llegaban dos tipos jadeando escaleras arriba. El villancico llegó al final. La mujer echó las monedas al cesto sin moverse un ápice de su posición —búlgaras sin duda, observó Adrián—.

—¿Se encuentra bien, señorita? —preguntó Adrián. Los ojos de ella albergaban el terror de un mundo que se volvía a cerrar delante de sus narices.

—Perfectamente —respondió el hombre, con sequedad, mientras terminaba de cerrar la puerta.

Pero La Bestia fue más rápida, un fisioculturista que siempre andaba con prisa de aquí para allá con una tartera de arroz, metió el pie entre la puerta y el marco y empujó hacia dentro. Todo se precipitó: ella salió a la carrera rogando por su salvación a lágrima viva; su marido, esputando improperios, empujó a La Bestia para ir en busca de su mujer que pedía asilo detrás de Adrián. La Bestia le levantó del suelo agarrándole por la pechera mientras este pataleaba en el aire. Ambos se internaron dentro de la casa. Llegaron a la cocina. De alguna manera, el maltratador se hizo con un cuchillo de abrir ostras que estaba sobre la encimera y se lo clavó a La Bestia en el omóplato derecho. La Bestia bramó y lanzó a su presa contra la ventana de la cocina para quitarse la puya. Si no le hubieran molestado tanto los olores ni hubiera obligado a su mujer a cocinar siempre con la ventana abierta, en pleno invierno, se hubiera salvado. Pero no, voló cuatro plantas y aterrizó con su cabeza de serrín en un estrecho patio interior.

Tenían muchas diferencias, pero cuando se puso encima de la mesa dar como versión oficial de los hechos la desaparición de aquel sujeto, todos asintieron. De madrugada, un bulto envuelto en varias sábanas, partió rumbo a la finca de un vecino cazador que, casualmente, tenía que ir a dar de comer a los cerdos.

En el cuarto aniversario del coro de villancicos, Adrián contó 4200€ —a 17,50€ de media por vivienda—. La recaudación íntegra le fue entregada, en un abarrotado rellano aplaudidor, a la mujer del 7/4 que había ganado peso en el último año y que empezaba a sostener la mirada de sus vecinos con ligeras medias sonrisas.

Prometedoras medias sonrisas.

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4. La librera del puente de Blackfriars

Luis López Galán

Se diluye el último huésped en la neblina de Blackfriars Road, se extingue la claridad del ordenador; ahora hay que desenchufarlo, enrollar el cable y trasladar los bártulos a la oficina de arriba, donde la jefa de Pisos atesora los objetos olvidados. El segundo cierre este año, los dos en su turno.

Abraza el monitor, trepa los escalones y en la subida le acechan las luces titilantes del abeto: debe apagarlas antes de marcharse. Hace quince días que lo engalanaron con esas llamitas postizas y esos lazos rojos, con cierta ilusión cohibida entre los dedos, anillos de luz invisible, pero todo se ha ido al traste.

La jefa de Pisos está en su mesa cuando ella entra; reposa las piernas tras el ajetreo.

—No se iba ese hombre, ¿eh?

Se refiere, claro, al huésped, a quien incluso ha revelado la verdad para que se marchase, cosa terminantemente prohibida en el servicio al cliente: que no tenían muchas chicas ya, que no se irían hasta terminar el último cuarto.

—Me ha costado echarlo, sí, ya sabes cómo es la gente…

—¡Les da todo igual! Y mis chicas, pues allí, mano sobre mano hasta que el bendito señor ha querido…

Sus chicas son las camareras de Pisos, título oficial. Todas mujeres, ninguna inglesa, quién sabe la razón de ambas cosas. A ella no se le da mal hacer camas y alguna vez arrima el hombro; disfruta con esa rápida llave marcial para izar el colchón, con el dobladillo, con el perfume de cítricos espolvoreado sobre el cobertor para allanarle los pliegues. Quizá lo disfruta porque es transitorio y regresará a su lugar en la Recepción; un hotel es como un pueblito, todos tienen su sitio: se puede suplir otro un rato, pero siempre se regresa al de uno.

—¿Qué harás? ¿Irás el norte? —continúa la jefa de Pisos—. Mis chicas, te lo digo: se me irán todas y ya veremos si vuelven.

Partirán a sus países, eso quiere decir; aprovecharán la coyuntura y por una vez tendrán las fiestas en paz y sin dolor de riñones. Ella no se decide; normalmente los huéspedes absorben toda su energía y se la llevan lejos, en su maleta, plegada entre ropa y recuerdos, pero con el cierre tendrá que carearse consigo misma y con la muerte, con la evocación de aquella tarde cenizosa en el cementerio. Quería pasar el luto sola y su madre acató la orden, pero ahora duda y sólo quiere salir del edificio, que sin la felicidad artificial que se crea para el huésped no es más que un lugar frío y destartalado.

—La verdad es que no lo sé, porque viajar está complicado…

—¡Todo lo está! Qué barbaridad. Pero bueno, no nos quejemos, que los hay peores. Escucha, ¿has cogido tu regalo? Todo el dichoso año abriendo y cerrando, con ese no saber qué va a pasar que nos va a terminar matando, y esto se dignan a regalarnos, pero bueno, cógelo, que es tuyo.

La jefa de Pisos le entrega una caja de mince pies y ella la sostiene y la mira: este año todavía no los ha probado. No dura mucho así. No aguanta más allí dentro. Se dicen adiós con un bamboleo de brazos y médanos en las frentes. Baja, enreda el pie en las luces del árbol, las desconecta con zarandeos y se sumerge en el velo blanco que cubre la avenida.

El aire es frío fuera, pero no llueve. Ella trota hacia el río despejando la cortina de niebla con la punta de las botas, imagina la ciudad a vista de cuervo: un bosque de cemento sesgado por una culebra de agua y vaivén sinuoso.

La librera del puente también está cerrando el mercadito, le apena atestiguarlo. Recuerda cómo, en aquella lectura medieval que le compró, pasó por alto los sobrenombres que antaño se habían dado ya a los tiempos que ella está viviendo. Influenza, peste, fiebres. Un racimo de lecciones no aprendidas: la historia se repite, pero las personas olvidan.

Se pregunta cuántas páginas tendría su vida de ser un libro: abarcaría unos diez capítulos a lo sumo. Una biografía corta.

Una nouvelle repetitiva marcada por un único acontecimiento: la temprana muerte de Thomas.

Las farolas centellean a medio gas, encienden el hálito de la culebra; en una bocina gritona cantan What child is this y ella vuelve a sentirse en un enredo dickensiano, a imaginarse a David Copperfield con prisa en los talones, corre que te corre.

Se sacude la fantasía con una cabriola de cuello. La librera no es más que un contorno diluido por la bruma, su copete de pelo desflecado por el vaho contaminado del Támesis. Hay algo en sus manos que le recuerda a su madre, como cada vez; es quizá la fragilidad de esas manos descarnadas, dos bolsas de huesecitos finos. Le regala una sonrisa rota, la librera, y salmodia un «feliz Navidad» grumoso, como si tuviese arena en la garganta. Esa vieja le ha salvado en un sinnúmero de ocasiones con quimeras de tinta.

Tantea el interior de su bolso, echa mano a la caja de dulces, lo único que puede ofrecerle, y la deja levitando por encima de las últimas novelas. La otra la mira, la agarra, la abre: no hablan, sólo mastican, protegidas por las letras de los libros, hasta que la librera empuña uno fino, como el de su vida, y se lo muestra. Un gesto sedoso, pero inequívoco: un regalo.

—Este no me lo pagues.

—Pero…

—Te digo que no. Es Navidad.

Los dedos de la mujer, los dulces compartidos, su madre, las fiestas, la soledad: relámpagos en los intestinos. Se despide con un cabeceo y da media vuelta; encara el río con vidrio en las pupilas, lo cruza con celos por la librera del puente de Blackfriars, por su existencia plácida entre palabras e historias eternas. La suya no lo es. La suya es un libro corto, pero merece un siguiente capítulo, uno que escribirá en el norte, con su madre.

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5. El Recuperador de Vivencias

Rafael Alarcón Entrena

No lo pensó. Estaba tan convencido de querer hacerlo que firmó todos los consentimientos sin apenas leérselos. Finalmente, hizo lo propio con el contrato y la autorización de pago. Siempre cobramos por anticipado y no se aceptan devoluciones. Tampoco quiso esperar. Normalmente no aconsejamos a nuestros comerciales que pregunten más de dos veces a nuestros clientes si se lo quieren pensar; al señor X se lo preguntaron hasta en seis ocasiones. Nunca habíamos visto a nadie tan convencido.

Estuvo de suerte y ese mismo día hubo una cancelación de última hora. No, no fue un arrepentimiento, la desgracia quiso que un cliente se saltase tres meses antes la revisión médica obligatoria y tuviera un infarto no previsto. ¿Se lo pueden creer? Estamos en el siglo XXII y todavía hay gente que se salta las revisiones. De locos.

Procedimos a implantarle el Recuperador de Vivencias esa misma mañana. Puede que ya sepan cómo funciona, pero se lo explico igualmente. Es un fluido nanorobótico que se introduce con una aguja micrométrica en la amígdala cerebral. Al cabo de tres horas, el cliente ya está en disposición de activarlo con el interruptor externo, situado detrás de la oreja derecha y conectado con la zona del implante mediante un nanohilo de grafeno.

Es importante recordar que nuestro contrato inicial otorga un total de veinte horas de Recuperaciones, y siempre recomendamos no malgastarlas. Es mucho mejor revivir veinte experiencias de una hora que una sola de veinte. Pero, está claro, es una decisión muy personal. El tiempo transcurre exactamente a la misma velocidad de la vivencia recuperada, es importante ser consciente de ello.

El señor X regresó al día siguiente a por veinte horas más. Todavía nadie ha superado ese récord. Ya no parecía el hombre ilusionado que quería el RdV para revivir la última Nochebuena que pasó con su hijo. Ahora parecía más bien un yonqui. Nos hemos encontrado con otros casos después, pero los hemos reconducido con el apoyo psicofarmacológico que incluimos en el contrato desde esa primera vez. Cobramos un pequeño suplemento por implantar en días festivos, como en aquel día de Navidad. El señor X volvió a firmar los documentos y quedaron gravados todos los requerimientos legales, igual que el día anterior.

Respiramos aliviados cuando el señor X no apareció en los días siguientes. Creímos, no teníamos aún la suficiente experiencia, que se repondría y que ya habría saciado sus expectativas. Nos equivocamos, y de esos errores aprendimos. El treinta de diciembre aparecieron en nuestras oficinas la esposa y la hija mayor del señor X. Me explicaron, yo mismo las atendí, que el señor X tenía la intención de volver a por otras veinte horas y querían que nos negáramos. Estaban preocupadas por dos aspectos. El primero de ellos era el económico: nuestros servicios no son baratos, ya lo saben, cuestan lo mismo que una carrera universitaria. El segundo, más importante, era el psicológico: creían que el señor X había quedado demasiado afectado por la sensación tan real que proporciona el RdV y sólo hablaba de volver a implantárselo para Nochevieja. Tienen que entender que cuando estamos inmersos en una Recuperación no quedamos sedados. Aconsejamos siempre tenerlas en una habitación cerrada y con alguien que nos vigile, para evitar cualquier incidente. La experiencia proporciona sensaciones que ocupan nuestro plano presente de la realidad, mientras estamos en una Recuperación nos movemos, caminamos, hablamos, comemos… hacemos todo aquello que vivimos en su día.

Hicimos las consultas pertinentes a nuestros abogados, que incluso acudieron a los Servicios Telemáticos de Urgencia de los juzgados del condado, y nos confirmaron lo que sospechábamos: si el señor X requería nuestros servicios, al no estar incapacitado, no podíamos negárselos. La esposa apeló a nuestra humanidad, y tengo que reconocer que me conmovió profundamente cuando me dijo que su marido, en su afán por recuperar las vivencias con su difunto hijo, las dejaba a ellas al margen del presente, las hacía a un lado y convertía las navidades presentes en un amargo recuerdo futuro. Casi con lágrimas en los ojos tuve que explicarle que no nos podíamos negar.

El señor X vino al día siguiente. Pagó por otras veinte horas, aunque le ofrecimos la posibilidad de disminuir el tiempo. Se negó, evidentemente. Me pareció una sombra entristecida del hombre que vino tan sólo una semana antes.

No volvimos a saber de él hasta tres meses después. Mucho más delgado, con ropas mucho más discretas, me explicó que su mujer y su hija lo habían abandonado. Que no le entendían, que decían que estaba aferrado al pasado en vez de abrazar el presente junto con sus seres queridos más próximos a la espera de un futuro mejor, menos amargo. Le dije que creía que tenían razón, que no era buena idea abusar del RdV. No le hizo gracia, pero me dijo, ahora sé que me engañaba, que estaba dispuesto a cambiar. Y, como prueba de ello, pidió que se le implantara sólo una hora. Como les digo, no podíamos negarnos, con lo que accedimos a ello.

El señor X quiso esa hora para revivir el accidente de parapente en el que perdió la vida su hijo. Habían saltado los dos en un regalo que les hizo la señora X. Pero el de su hijo, inexplicablemente, no se abrió. El señor X tampoco abrió el suyo ese día.

La nueva Ley de Protección del Recuperador nos obliga a explicarles la historia del señor X como ejemplo de posibles efectos adversos. Pero, déjenme que les diga, gracias a él ahora nuestros servicios son mucho más completos y seguros. Por eso pueden ustedes beneficiarse del nuevo pack familiar de cinco horas para cuatro miembros que están a punto de adquirir y así recuperar todos juntos ese último día de Reyes con los abuelos. ¿Qué mejor regalo familiar que un Recuperador de Vivencias conjunto?

Firmen aquí, que enseguida empezamos. Tienen suerte, hemos tenido una cancelación. Un accidente de coche, ¿saben? ¿Quién se empeña en conducir manualmente, ya en el siglo XXII? De locos.

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6. Suerte

Jaime Tuñón Merino

– ¿Cómo ha llegado usted a parar aquí? Parece un hombre notable.

– Ha sido un caso de mala suerte.

– ¿Mala suerte? No lo creo, hijo, la mala suerte no existe, es uno quien se la busca.

– Se lo aseguro, hombre, un caso de verdadera mala suerte. Escuche si no y juzgue usted mismo. Hará cosa de un mes, encontré en internet una cazadora de segunda mano que era exactamente la que estaba buscando; una de esas chaquetas de aspecto militar llena de bolsillos y de cremalleras, con botones en los hombros y estrellas en las solapas.

– ¿Es usted militar?

– No, por supuesto que no. El caso es que después de negociar con el dueño arriba y abajo, llegamos a un acuerdo. Quedé con el tipo en la puerta de su casa, me entregó la chaqueta y me la probé. Me quedaba bien, aunque no quedé convencido del todo. En las fotos parecía otra cosa, pero ya era tarde para echarme atrás, la llevaba puesta y el hombre tendía su mano hacia mí para recibir su dinero.

– Pudo usted haber dicho que no.

– Pude haberlo hecho, pero me pareció indebido, después de todo no había nada irregular, así que le di el dinero y me fui. Una vez en casa, mirándome al espejo con la chaqueta puesta, me dije que, definitivamente, no era eso lo que estaba buscando, entonces la metí en una bolsa y la dejé en la puerta de casa para llevarla a la iglesia.

– ¿Qué le pasaba?

– No sabría decirle, tal vez era el color, distinto al de las fotografías, o la consistencia de la tela… La gente miente mucho para vender, ¿sabe?

– ¿Y qué hizo?

– Unos días después la llevé a la iglesia. Allí hay siempre un hombre pidiendo. Me acerqué a él y le regalé la chaqueta. Al principio se quedó extrañado, entre otras cosas porque él ya tenía una, pero al ver que insistía, se quitó su vieja cazadora y se puso la mía. Le quedaba bastante bien, así que se la dejó puesta, me dio las gracias y nos despedimos.

– Sigo sin entender…

– Espere y verá. Varios días después de aquello recibo una llamada del antiguo dueño de la chaqueta. Quería quedar conmigo para proponerme un negocio.

– ¿Un negocio?

– Debí haber sospechado algo, pero como ya nos conocíamos y me había parecido un hombre relativamente sensato, accedí. Fuimos a una cafetería que queda cerca de mi casa y me dijo que había un problema.

– Típico.

– Ya desde el principio le noté nervioso. Lo primero que hizo fue preguntar por la chaqueta. Le dije que no la tenía. Fue entonces cuando se puso más nervioso y me dijo que tenía que devolvérsela, que había habido una confusión. ¿Una confusión?, le dije yo, ¿qué confusión? Verás, es que dentro de la chaqueta hay una cosa que me pertenece. ¿Qué cosa? Un billete de lotería. ¿Un billete de..?, me estás tomando el pelo, ¿verdad? En absoluto, en uno de los bolsillos de la cazadora me dejé olvidado un décimo de lotería de navidad, necesito recuperarlo.

– ¿Y qué hizo usted?

– ¿Qué voy a hacer?, le dije la verdad, que la chaqueta ya no la tenía, que se la había regalado a un mendigo.

– ¿Y el billete de lotería?

– Espere. Entonces el tipo se puso muy nervioso y me dijo que teníamos que recuperar la chaqueta. Precisamente era domingo, así que acordamos vernos por la noche en la puerta de la iglesia. Cuando todos entraron, agarramos al mendigo y lo llevamos a un callejón. Le quitamos la chaqueta y el tipo empezó a buscar desesperadamente su billete de lotería por todos los bolsillos. Por supuesto, el billete no apareció, así que el hombre agarró al mendigo de las solapas y lo empezó a zarandear. Estaba fuera de sí. Conseguí separarles, y le dije al tipo que lo sentíamos mucho pero que su billete no estaba. Antes de irse, nos amenazó a los dos, nos dijo que aquello no se iba a quedar así y que nos íbamos a enterar de quién era él.

– Encima con amenazas…

– Varios días después, estaba volviendo a casa por la noche, cuando dos hombres me asaltaron por la espalda. Sin venir a cuento me empezaron a dar puñetazos, me tiraron al suelo y me patearon hasta que me dejaron casi inconsciente. Ni siquiera me dijeron quiénes eran o qué querían.

– Dos matones.

– Supongo. Estuve varios días en el hospital. Lo único que hacía era pensar en la suerte que habría corrido el pobre mendigo.

– ¿También le pegaron?

– Cuando me recuperé, fui a la iglesia y vi que el mendigo estaba bien, afortunadamente no le habían hecho daño. Después fui a casa del otro tipo y le estuve esperando hasta que salió.

– ¿Para qué?

– ¿Cómo que para qué?, para darle su merecido, ¿no pensará usted que me iba a quedar de brazos cruzados? Me escondí detrás de unos contenedores y cuando lo vi salir me abalancé sobre él. Le di un puñetazo en la cara y lo derribé. Después le empecé a dar patadas igual que los dos matones hicieron conmigo. El hombre se incorporó y sacó un cuchillo. Me abalancé sobre él, caímos de nuevo al suelo, estuvimos forcejeando y finalmente conseguí arrebatarle el cuchillo y clavárselo en el estómago. Después me miré las manos, las tenía ensangrentadas, así que salí espantado. La mala suerte quiso que una patrulla de la policía escuchase los gritos de socorro del tipo. Dieron conmigo enseguida, me tiraron al suelo, me esposaron y me trajeron aquí.

– ¿Y el otro hombre?

– Por lo poco que pude escuchar cuando me traían, está bien, la herida no ha sido profunda.

– Pues sí que ha tenido usted mala suerte.

– Ya se lo he dicho.

– Y ¿el billete de lotería?

– Aquí lo ten…

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7. El puente

Juan José Cortado Ruiz

Ha nevado un polvo finísimo sobre las arrugadas montañas y en la tierra salpicada de musgo y de palmeras. Al brocal del pozo caminan sin prisa las aguadoras con su jarra al hombro. Hay casas de labor y granjas diseminadas sobre los bancales. En el valle beben agua en redondos charcos los cerdos de color rosa con gansos albos y polluelos dorados. Algunos pastores conducen modestos rebaños de ovejas lanudas. En el extremo silencioso del puente, sobre un río que brilla como plata, se aproximan tres hombres de rango a lomos de dromedarios. Se tocan con preciosos turbantes y visten suntuosos ropajes cubiertos de lodo y nieve. Les precede un viejo con barba y pelo blanco. Inmóviles como figuras de barro sueñan con atravesar la pasarela y llegar a la cueva donde se ha posado la estrella según sus cálculos exactos. De repente sienten que una mano gigantesca les levanta y cruza a la otra orilla uno por uno. «¡Mira, mamá!», grita el niño con los ojos encendidos mientras se quita la mascarilla y la arroja al cubo de basura. «Ya han atravesado el puente. Esta noche llegan al portal».

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8. De amigos y relojes

Elena González

Se llamaba Ramón y poseía una tienda de antigüedades en la calle San Cayetano. Cuando era pequeño empecé a ir a su tienda a ver sellos, monedas y relojes. Yo a veces le compraba algo. Tenía una pequeña colección de sellos y monedas a bajo precio que él iba guardando para mí, y también de programas de cine antiguos. Lo que no podía comprar eran los relojes. En verano solía ir a menudo por las mañanas y le daba conversación. Siempre me lo encontraba mirando algún libro, probablemente antiguo, que podían ser Fábulas de La Fontaine, o catálogos de piezas antiguas o cualquier otra cosa. Un día me lo encontré leyendo un ejemplar de una revista de 1.939. En la portada ponía “Adolf Hitler ha ganado las elecciones”.

Con los años fue Ramón quién acabó pidiéndome consejo, cuando le tocó la lotería. Era un hombre tranquilo al que el premio le había cogido por sorpresa. Había comprado un décimo completo para hacer un favor a un amigo que se veía en dificultades económicas y se encontró con una cantidad impensable de dinero. Ramón no tenía familia, vivía solo y únicamente poseía su tienda y sus pequeñas colecciones de objetos antiguos. No quería hacer ostentación del dinero porque le aterraba la idea de que los delincuentes le acecharan. Por aquel entonces yo trabajaba en un banco, y Ramón pensó que yo sabría qué hacer con el dinero. Lo cierto es que yo trabajaba con algoritmos y creaba productos financieros, no los vendía. Le acompañé a ver a un gestor de banca privada que repartió el premio de lotería entre varios fondos. A partir de entonces la vida fue plácida. Mi amigo, el anticuario, ya no necesitaba el dinero para vivir. Abría su tienda y recibía visitas. A veces vendía algo, si el cliente le caía bien.

Mientras tanto a mí me salió trabajo en la pérfida Albión. Era una gran oportunidad pero lo pensé bastante. No me gustaba la lluvia ni la comida inglesa. No conocía a nadie allí. Pero en Madrid no había posibilidades de progresar. Cuando me deprimía pensaba en meterme a taxista, o a cajero. No tenía sentido estar doce horas al día delante de un ordenador si apenas te iban a subir el sueldo, si tenías que dar las gracias por el simple hecho de tener un trabajo. Todo a cambio de nada. Al final decidí irme.

Antes pasé a despedirme de Ramón. Ese día me estuvo enseñando su colección más importante, la de relojes. Gracias a la lotería se había hecho con varios relojes de Losada. Me explicó que Losada era el relojero de la Puerta del Sol. Un ilustre liberal que había escapado de Fernando VII a Inglaterra. Había terminado siendo el relojero más famoso de Europa y hasta había reparado el Big Ben, ya que el anterior relojero había fallecido. “Tal vez a ti te pase como a él. Y triunfes en Londres”, me dijo con afecto.

Cuando ya me iba a ir me dijo, “espera un momento”, y se metió dentro, en el pequeño almacén. Salió con un reloj de pulsera. Me dijo, “Para ti”.  Era un Longines de plata antiguo. “No, por favor, ¡un reloj no!, ¡es un regalo demasiado bueno!”, le dije, aunque me moría de ganas de quedármelo. “Con éste nunca vas a llegar tarde”. Fue su lacónica respuesta.

Pasaron los años en Londres. Estaba siempre demasiado ocupado para pensar si era feliz. Venía poco a España y me costaba sacar tiempo para visitar a Ramón. Repentinamente mi vida se había vuelto abrumadora, pesada, gris. Como suele decirse, perdimos el contacto.

Y así transcurrían los días hasta que llegó la pandemia.  Ese año yo ya llevaba diez viviendo en Londres y estaba atravesando un momento complicado. No sabía si quedarme definitivamente a vivir o regresar a casa. En diez años tiene que ocurrir algo. Había establecido vínculos pero no lo suficientemente fuertes. Me seguía sintiendo un extranjero. Pensé que tal vez yo era como Ramón y envejecería solo. No todo el mundo encuentra a alguien.

Logré regresar a España a pasar las navidades aunque ya estábamos inmersos en una nueva ola de la epidemia. Era inevitable ver los acontecimientos bajo otro prisma. Me entró nostalgia de Ramón, él ya era un paciente de riesgo, ¿estaría bien?

La mera idea de visitarle me llenó de energía, y al día siguiente de llegar a la casa materna, me fui hasta su tienda caminando con premura. Algo de niebla y la humedad me golpeaba en la cara dotando de cierta melancolía mi decisión. Al llegar se me heló el corazón. La tienda no sólo estaba cerrada, estaba también vacía. Miré el interior pero no había nada. Una mujer que salía del portal de al lado me observó: “Lleva un tiempo cerrada”.

– ¿Sabe algo del dueño?, ¿un hombre que se llamaba Ramón? Vive en este edificio.

-Hace tiempo que no le veo.  Creo que ya no vive aquí.

Me empezaron a correr lágrimas por las mejillas.

¿Qué le había pasado a mi amigo?, ¿y si había muerto y yo ni siquiera lo sabía?, ¿cómo no me había enterado?, ¿qué le había pasado a la tienda?

Entré en el portal y miré los buzones. Segundo B, Ramón Martínez. Subí las escaleras y llamé al timbre. Tras una pausa que se me hizo eterna oí un carraspeo y una tos. Unos pasos pesados se oyeron detrás de la puerta.

-¿Quién es?

Tras secarme las lágrimas contesté: “Soy Sergio.”

Oí descorrer el candado y abrieron la puerta. Ramón me abrió visiblemente desmejorado. Ofrecía un aspecto frágil y enfermo. Se había quedado sin pelo. No podía ver su sonrisa por culpa de la mascarilla, pero sus ojos tenían la expresión bondadosa y risueña de siempre.

-¿Qué tal Sergio?, ¿cómo va el Longines?

***

9. Anís del mono

Rodríguez Valladares

El Jose miró el descampado. Al fondo estaban los bloques. Tendrían que atravesar los grandes charcos. Más cerca había varios coches abandonados. Señaló el Xantia y calculó la distancia. Bajaban la rampa del puente peatonal sobre la M-40. Pero ella apenas se sostenía ya. Anochecía, les salía vaho por la boca. Putos maderos, maldijo, nos han visto por las cámaras.

Cambió de idea al llegar al coche. Miró a la Mari y continuaron.

Nada más entrar en el portal, ella se recostó en la pared y comenzó a respirar de forma agitada, como si quisiera tragar más aire del que le correspondía. La ayudó a ponerse en pie. Hay que buscar uno libre, dijo. Vamos, inténtalo, no me jodas ahora, Mari, que los tenemos encima. Refulgió una luz azulada en aquel interior y pudo verse la estrecha escalera, las paredes costrosas, la huella de lo que un día fueron buzones.

La cerradura del tercero B cedió al destornillador produciendo astillas; después de la patada, la puerta chirrió para quedar en una posición de derrota. Vamos, dijo el Jose, está vacía. Hay luz, comprobó al pulsar el mecanismo. Olía raro, pero era mejor que un coche, desde luego, pensó ella, que entró en un cuarto y se tumbó sobre una cama recién hecha de hace años. A su lado, una muñeca de brazos y piernas rígidos miraba al infinito extasiada.

La cocina estaba sucia, olía a grasa rancia. Mil hormigas y otros invertebrados del mismo rango que punteaban la encimera parecieron azorarse al verse con luz.

En el mueble bar del salón había varias botellas de etiquetas descoloradas. Una era de Anís del Mono, estaba pegajosa. Echó un trago. La mesa camilla tenía faldillas y el brasero conectado a un enchufe medio desprendido de la pared. Tapetes de ganchillo sobre los brazos de un sofá de escay granate. Gente antigua en fotos.

El pequeño pasillo daba a dos dormitorios. En uno: la Mari, retorcida de dolor, intentando arrancarse los vaqueros. La colcha comenzaba a mancharse de sangre. Un armario con ropa vieja y adornos ingenuos e inútiles en una balda; crucifijo sobre el cabecero. En el otro dormitorio: la hueca y dilatada ausencia de un matrimonio.

Después de inclinar la bombona y aplicar el mechero al piloto, presionó la perilla de encendido; tras varios intentos, una explosión sorda iluminó el interior del calentador. Comenzó a brotar una llama temblorosa que finalmente se mantuvo. Abrió la puerta del fondo del pasillo. Era el baño. Exiguo. Olía mal. Encontró un barreño y se puso a llenarlo con agua caliente tal y como le había ordenado la Mari entre gritos desesperados. Se escuchó una sirena lejana de policía. Le pareció que se acercaba.

Sacó dos abrigos de un armario y los dispuso sobre la cama grande, en la habitación vacía. De pronto, olió a alcanfor. Aporrearon la puerta de entrada con violencia.

Cogió a la Mari en brazos y la tendió en la cama grande. La desnudó. Se quitó el plumas para cubrirla con él todo lo que pudo. La Mari se quedó con las piernas abiertas. Se serenó y comenzó a respirar de forma más pausada. Parecía concentrase en algo, como si un escondido instinto le estuviera dictando qué hacer mientras acercaba más trapos cerca de sí. El barreño, coño, gritó. Y el Jose obedeció asustado. Tuvo que echar otro trago de anís.

Abre de una puta vez, escuchó en la entrada. Y otros tres golpes aún más fuertes que la serie anterior. El Jose sacó la pipa y la empuñó con fuerza mientras intentaba acodar aún más la puerta con el mueble de entrada. Al que pase lo dejo frito, advirtió, ¿me habéis oído? Putos maderos, maldijo. Hubo silencio.

Corrió al dormitorio. La Mari lo miró. Llama a alguien, me cago en la puta, ¡llama ya, hostias! Gritó. Y se desvaneció después de un largo alarido, cuando a un chorro de líquido enrojecido que le salió entre las piernas le siguió la pequeña cabeza con algo de pelo.

Con la ayuda del hacha acabó con la oposición de la puerta. Tres golpes certeros. Entró despacio, con la herramienta en guardia. El otro iba detrás, fue el que gritó: sal de donde estés, no queremos ocupas en nuestro bloque. Con un marcado acento asiático. El tercero se llamaba Abdou. Se protegían con mascarillas y guantes.

El Jose se incorporó un instante cuando los vio enmarcados en la puerta del dormitorio. La Mari sollozaba con la mirada puesta en el gurruño de sábanas sucias que sostenía entre sus brazos. De él escapaba un débil sollozo limpio, el resto de un llanto recién estrenado. No apartaban la mirada de aquella especie de nido. En el suelo, restos de cordón umbilical y un cuajo oscuro e informe manchaban el dibujo de una alfombra gastada. El Jose temblaba.

Se puso de parto en mitad del atraco, dijo. Oportuna que ha sido siempre. Tuvimos que salir de najas y vi los bloques. Las pensiones están cerradas por la pandemia. La madera se nos echaba encima y este piso estaba vacío. Nos iremos en cuanto podamos. Bajó la pistola y miró a la Mari. Bebió anís.

Vimos el brillo del calentador por el patio y supimos que había entrado alguien, dijo el del hacha. Somos inmigrantes. Ocupamos el bloque A cuando nos desahuciaron. El virus. La policía no entrará, tranquilos. Al menos hoy. Dejó el hacha y se acercó a la Mari. Los otros dos le siguieron y los tres se quedaron atónitos a los pies de la cama, como adorando la escena recién descubierta. El Jose se puso entonces junto a la Mari y le pasó un brazo por detrás para que pudiera recostar la cabeza; en esa mano sostenía la botella de Anís del Mono.

El revistero del salón ofrecía una estructura estable y de un tamaño adecuado al recién nacido. El bloque entero pasaba por allí para verlo.

Era un varón sin nombre, nacido la noche del 24 de diciembre de 2020. Dormía.

Diciembre 2020

***

10. Antes de la gran nevada

Ramón Molleda González

Las estrellas no dejaban de crecer en nuestros cuadernos y nos asomábamos a aplaudir a las ventanas y alguien ponía la música a todo volumen; y los niños en los balcones hacían pompas de jabón que se llevaba el viento; y aquella niña entreabría la cortina lo justo para asomar su manita y pegarla al cristal con muchísima delicadeza. Siempre nos quedábamos bastante más tiempo asomados al balcón después de los aplausos, con los cinco sentidos sincronizados para no dar por perdida la primavera. Nos gustaba ver como iban apareciendo las estrellas a cuentagotas, pero como eran tan pequeñas mi padre compró un telescopio por internet. Durante el verano y el otoño nos lo llevamos de un sitio para otro y se veían perfectamente los cráteres de la luna; aunque también llegamos a distinguir los anillos de Saturno y las lunas de Júpiter.

Llegó la Navidad, días fríos de nubes persistentes, aguaceros y granizadas que hicieron inútil el telescopio. Mi padre y yo aprovechamos el encierro para retarnos con ejercicios de creación literaria. Greguerías y binomios fantásticos sobre todo.

Los tejados son una manifestación de tejas, la farola es el sol de la noche, las tostadas son el pan disecado, el telescopio es un ojo teletransportado, el hipopótamo es la posibilidad de que algo pese más que un autobús, el unicornio es la unión de un rinoceronte y un caballo pero sin moscas, etcétera.

Binomio: mascarilla / ojos.

Todo el mundo lleva los ojos puestos en los demás, sin pestañear apenas porque las mascarillas cada vez están más apretadas y nos tensan la cara. Hace ya tiempo que no es una opción quitársela y por eso el dominio de la mirada se convierte en absoluto; es como si quisiésemos averiguar constantemente qué es lo que escondemos, cuán grande es nuestra tristeza o si los demás pueden llegar a desear nuestros ojos… ya no importa si hay mandíbulas excesivas, ni pómulos desproporcionados, ni bocas feas, ni dientes torcidos, o todo lo contario -escribió mi padre con cierta pomposidad (no exenta de amargura).

Ejercicio de telequinesis literaria a petición de mi padre:

El arcoíris hoy fue distinto, apenas duró medio minuto y en vez de rojo, naranja, amarillo, verde, azul, morado y rosa, resultó cítrico y soso, demasiado áspero.

El día de Nochebuena de dos mil veinte, poco antes de cenar, extraemos al azar palabras recortadas de revistas que hemos ido almacenando en un sobre: falso, panorama, señal, teclado, lenguaje, cebra.

Le di al intro del teclado y todo cambió; no es que se volviera falso, más bien fue como una buena estrella, una señal de algo que podía llegar a existir. Comencé entonces a hablar un nuevo lenguaje y ante mí se abrió un panorama desconocido. Me subí a lomos de una cebra y me dispuse a conocerlo –yo escribí la primera parte del texto y mi padre el resto.

El día de Navidad tomamos como títulos expresiones populares y tratamos de darles un nuevo sentido.

Beber los vientos (fue la que me tocó a mí).

Me invento una manera de matar la sed. Le preparo una trampa a los vientos del norte que vienen cargados de agua; los encierro en un tarro después de marearlos con unas cuantas veletas y allí dentro se congelan durante la noche. A la mañana siguiente piden a gritos que alguien les libere pero no son capaces de silbar.

——

La niña descorrió la cortina por completo y levantó la vista para comprobar que los chaparrones y los vientos por fin habían dado una tregua. El cielo volvió a estar lleno de estrellas pequeñas que pendían estáticas y centelleaban con un ligero temblor. Con cara de pasmo vio pasar un astro un poco más grande que parecía dejar tras de sí un halo brillante; vio miles de regalos cayendo sobre los parques vacíos y al año nuevo sonriendo en la oscuridad, con una boca gigante que recordaba a una herida vendada, una vaporosa tela blanca sobre lienzo negro.

Faltaban muy pocos días para la gran nevada y las estrellas no dejaban de crecer en nuestros cuadernos.

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