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Ganador y finalistas del primer concurso juvenil de historias

Ganador y finalistas del primer concurso juvenil de historias

Alicia Diéguez Galaz, con su relato Cris y Nico, ha sido elegida vencedora del primer concurso juvenil de historias #historiasdejóvenes patrocinado por Iberdrola. Los cinco finalistas han sido: Martina Villate Martínez, Sara Moro Méndez, Fernando Alarcón López, Daniel Felipe Bríñez Cagua y Carmen Soria García.

La ganadora ha conseguido un premio de 1.000 euros en productos culturales, deportivos o digitales de su elección. Además los autores de las cinco historias finalistas restantes recibirán un premio de 400 euros en las mismas condiciones.

Este concurso de #historiasdejóvenes ha contado con un jurado formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez.

A continuación reproducimos el texto ganador y los cinco finalistas.

GANADORA

Título: Cris y Nico

Autor: Alicia Diéguez Galaz

Centro docente: IES Juan de la Cierva, Madrid.

El viento formaba una espiral en la punta de mi nariz y se colaba gélido por detrás de las orejas. Los edificios de pisos y pisos se habían deformado para volverse exactamente iguales entre ellos, y cada manzana que dejaba atrás se volvía borrosa. Los toldos de los locales se vestían de un blanco sucio y desigual por culpa de una nieve que no cuajaba en un diciembre sin suficiente frío ni bastante calor.

Y yo andaba, con las manos en los bolsillos de mi anorak y la mochila en los hombros. Cada paso era un poco de terreno ganado a mi madre.

«Mi madre». La palabra se deshacía cuando la susurraba para la bufanda, intentando expulsarla de mi mente, aunque sólo conseguía que retumbara en mi cabeza una y otra vez.

Llegué a la plaza con el zumbido presente. Estaba abarrotada, llena de familias con uvas enlatadas en la mano. Un cartel de luces apagadas que decía “Feliz 2008” cubría parte del ayuntamiento.

—Disculpe, ¿qué hora es? — pregunté a una mujer mayor. Tiritaba, sin parar de sonreír.

—Cuarenta minutos para el año nuevo.

Asentí a modo de agradecimiento y me aparté un poco del gentío. Solo sabía que me escapaba, pero ni siquiera sabía a dónde. Si esto fuese una película, me llamaría Thelma o Louise, tendría un coche heredado, sucio, destartalado y las cosas claras. Cerré los ojos con fuerza, clavándome las uñas en la palma de las manos.

«Piensa, Cris, piensa».

Tres toquecitos en el brazo me despertaron de mi ensimismamiento.

—H-hola, ¿has visto a m-mis padres?

Al principio no sabía de dónde venía la voz, aguda y entrecortada por el hipo. Un niño pequeño y regordete me devolvía una mirada llorosa. Su gran cabezota estaba cubierta de mechones desordenados, coronados por un halo de plástico. Colgadas de los hombros, llevaba unas alas de plumas blancas.

Pestañeé.

—No, lo siento.

Rompió a llorar, todavía más fuerte que antes.

—Tranquilo, tranquilo —me arrodillé para ponerme a su altura—. ¿Cómo te llamas?

—Nico.

—Vale, Nico, tus padres no pueden estar muy lejos. Nos quedamos aquí y los esperamos.

Me levanté y me sacudí el pantalón. Le ofrecí la mano a Nico y, después de un instante dubitativo, él me tendió la suya.

—¿Y tú? —me preguntó de improviso—. ¿Cómo te llamas?

—Cristina. Cris.

Pareció satisfecho con mi respuesta, porque no añadió nada más. Repasé mentalmente los temas de los que podía hablar, tratando de dominar mi repentina necesidad por llenar el silencio. No se me ocurrió nada mejor, así que pregunté:

—¿Cuántos años tienes?

—Diez.

—Qué… mayor.

—No tanto. ¿Y tú?

—Dieciséis.

Abrió mucho los ojos para mirarme bien.

—Eres tan alta como mi padre.

—Gracias, supongo —sonreí—. Y, ¿tus padres…? ¿Qué llevaban puesto cuando te perdiste?

—No me acuerdo.

—Genial —murmuré.

En realidad era agradable estar con Nico. Era casi como si hiciese menos frío en su compañía. Distraído, hacía nubes de vaho con el aliento. Pareció acordarse de algo de pronto.

—¿Y tus padres? No me digas que tú también te has perdido.

Negué con la cabeza.

—No, no del todo.

—¿Entonces?

—Bueno, digamos que son ellos los que me han perdido a mí.

—Eso no tiene mucho sentido.

Solté una carcajada amarga.

—Soy adoptada —por primera vez, la palabra salió de mi boca a trompicones, sabiendo que era más grande de lo que yo nunca sería—. Me lo han dicho mis padres. Esta tarde —me encogí de hombros, con un movimiento violento, como queriendo quitármelo de encima—.

«Llevo dieciséis años atrapada en una cajita con forma de mentira piadosa. No, claro que no tiene sentido».

Hubo un silencio, espeso como la niebla.

—Mamá dice que una familia es una familia.

—¿Eh?

Nico tomó aire.

—El otro día me enteré de que Papá Noel no existe. Así que les pregunté a mis padres si la Navidad se había acabado para siempre. Y mi madre me dijo eso, que una familia es una familia.

Nos miramos y me sonrió. Dirigí la mirada al suelo y me concentré en las figuras que formaban los baldosines de la acera mientras repetía:

—Una familia es una familia.

Las incógnitas que aún tenía se arremolinaban a mi alrededor. Sentí un ardor en la nariz y miré hacia arriba para evitar las ganas de llorar. Las estrellas me devolvían el reflejo desdibujado de una Cris pequeñísima.

Cerré los ojos suavemente y sonreí. Una lágrima se extendía dudosa por mi rostro.

«Mi madre».

Nico me tiró de la mano.

—Cris, ¡mis padres!

Una pareja recorría desesperada la plaza mientras gritaban el nombre de Nico. Él era alto y aferraba la mano de su mujer. Ella, siguiéndole, llevaba el pelo recogido en una coleta y tenía los ojos encendidos.

—¡Aquí! —grité.

Se giraron hacia mí. Ella hundió la cara entre las manos y él corrió a coger a Nico entre los brazos.

—Dios mío, menos mal —dijo la madre al tiempo que alcanzaba a su marido y se colocaba a mi lado—. Gracias…

—Cris —contestó Nico por mí. Saludé con la mano.

Se acercó a su hijo y le dio lo que parecieron cientos de besos. Nico se limpió la mejilla con la manga y puso una mueca. Nos reímos.

—Cris está sola. Quizás… —empezó Nico.

—Oh, claro. Es Nochevieja —el padre de Nico miró a su mujer y después a mí—. ¿Te gustaría tomar las uvas con nosotros?

Dudé. Miré a los tres a los ojos, acabando por el pequeñajo.

Negué con la cabeza.

—No, de verdad, está bien.

—¿Seguro?

Asentí.

—Bueno, deberíamos irnos, ya no queda nada. Mil gracias.

Nico soltó a su padre y se acercó para abrazarme.

—Sí, gracias —susurró.

—No es nada —le devolví el abrazo.

Me dieron la espalda para adentrarse en el bullicio. Antes de perderse ante mis ojos, corrí hacia la madre de Nico.

—Disculpe —jadeé. Se giró para mirarme y me sonrió—. ¿Tiene teléfono? Necesito llamar a casa.

FINALISTA

Título: 03:52

Autor: Martina Villate Martínez

Centro docente: Kirikiño Ikastola. Bilbao

Despierto sudorosa y agarro el teléfono. Todavía es de noche y sé que él estará dormido.

Conteniendo la respiración, espero hasta que contesta al móvil.

—¿Sí? —suena adormilado. Mi llamada lo ha despertado.

—¿Estás bien? —mis palabras se escuchan quebradizas, inseguras.

—Sí. ¿Lo estás tú? ¿Por qué llamas a estas horas?

Si lo explico en voz alta, sonará estúpido. Pero le he despertado y merece saber.

—He tenido una pesadilla.

—¿Una pesadilla…?

—Sí… he soñado que desaparecías.

El silencio se extiende al otro lado de la línea.

—Lo siento. No quería despertarte, pero parecía tan real… Alguien te llevaba y nadie volvía a saber más de ti. Yo te buscaba… —continúo.

—Un segundo —me corta—. Me parece haber oído algo. Ahora vuelvo.

Los pelos de la nuca se me erizan y, de repente, mi corazón empieza a latir tan rápido que parece que se me va a salir del pecho.

—¡Espera! ¡No te vayas!

Grito su nombre hasta quedarme sin voz, pero no obtengo respuesta. El móvil se me cae de la mano y empiezo a llorar.

—Así es como empezaba mi pesadilla…

FINALISTA

Título: El monstruo de papel

Autor: Sara Moro Méndez

Centro docente: Colegio Inmaculada de Gijón

Su mirada se cruzó con el monstruo de papel. Dudando, agarró su bolígrafo y miró desafiante al folio en blanco. Un mundo de posibilidades se abría ante él. Miró por la ventana y pensó que podía escribir sobre el cielo, tan inmenso que la vida se siente insignificante en comparación. Le relaja pensar que cuando él muera sus errores serán olvidados como las estrellas cuando su luz se desvanece. Pero aquello era tan deprimente. Debería escribir sobre algo más alegre, tal vez una historia de amor. Quizá el amor era su musa, quizás el arte se ha convertido en persona y algún día llegará y calmará sus males. Pero ¿quién era ella? Tal vez podría encontrarla en la cafetería de al lado mañana, o tal vez los presente un amigo en común en unos años. ¿Y si ya la ha conocido? La posibilidad de que ella haya pasado por su vida y él no se haya dado cuenta le aterra. No quiere pensar en eso. Frustrado, tira el bolígrafo al suelo. De nuevo mira con furia al papel. Podía escribir sobre la ira que le aplasta el pecho y le hace morderse el labio hasta sangrar cada vez que ve ese maldito folio en blanco, sobre el tiempo y cómo se le escapaba entre los dedos cada día que pasaba sin ninguna palabra escrita. Sobre cómo arruga la piel como él arruga sus intentos de obra maestra que al fin y al cabo son solo tachones. Podía escribir sobre tantas cosas, su cerebro era un huracán de pensamientos, avivado por el deseo de crear algo desesperadamente. Pero las ideas se iban tan rápido como hojas en el viento y no le daba tiempo a alcanzarlas .Su mente está como ese papel, en blanco. Teme descubrir que su vida es como esa hoja, vacía. ¿Y si escribe sobre los sentimientos que lleva en lo más profundo de su alma y descubre que solo son palabras huecas? El bolígrafo no se puede borrar y solo le queda una hoja. Respira hondo y se arma de valor, recoge su bolígrafo del suelo y escribe: «Su mirada se cruzó con el monstruo de papel».

FINALISTA

Título: La tormenta

Autor: Fernando Alarcón López

Centro docente: IES Lorenzo Hervás y Panduro, Cuenca.

Las olas saltaban los costados de la embarcación como caballos encabritados de espuma blanca. Acunada por la danza de agua y sal del océano, la barca se agitaba bajo un cielo plomizo de nubes de tormenta.

La embarcación se tambaleó, encorvándose lentamente sobre el agua, pero en el último instante recuperó el equilibrio. Parecía un extraño pájaro muerto sobre el mar, que arrastraba un extraño plumaje de redes vacías. Dentro de la chalupa tan sólo un anciano, encorvado sobre un trozo de tela de su camisa en el que garabateaba unas cuantas palabras con metódica lentitud.

Si aquella mañana en el pueblo alguien hubiese sugerido que Manolo Zarco, el abuelo, saldría al mar con su vieja barca, habría sido tomado por un loco. Todos sabían que hacía diez años que había dejado el mar. Diez años tendido en su lecho, mirando soñador el retorno de los pesqueros al atardecer. Diez años su barca varada, sus sueños rotos sobre la orilla.

Ahora las olas golpeaban sus costados y una leve llovizna empezó a caer a su alrededor con un leve rumor que era tan sólo el preludio de la auténtica tormenta. Su cuerpo nudoso como un bastón, su rostro arrugado, su pelo cano, tan sólo el fantasma del hombre que otrora fue. Sin embargo, parecía que una llama de vida hubiese prendido en su interior, entre las tinieblas de sus ojos ardía un fuego prometeico y sus labios dibujaban una sonrisa entre las arrugas. Volvía a su hogar, a la casa que dejase tiempo atrás. Y la mar lo recibía como a un hijo pródigo, como a un Ulises de cabello cano. Eran para él las olas los brazos de su amante y la lluvia las lágrimas del cielo bajo el que había vivido.

Terminó de escribir su carta, ya ilegible por la lluvia, que había emborronado la tinta oscura. Sin reparar en esto, metió la tela en la botella y la selló con un corcho. A continuación, la arrojó al mar sin reparos, sabiendo que flotaría hasta la orilla cuando llegase la calma. Le dedicó, mientras se perdía en el horizonte, sus últimos deseos, que sus hijos al leerla no llorasen su marcha, sino que se alegrasen por su liberación. Finalmente, la botella desapareció y con ella se marcharon sus últimas preocupaciones.

Agarró los remos y se introdujo en el corazón del mar, mientras el agua saltaba a su alrededor, empapando sus viejas ropas. No descansó hasta que perdió de vista los últimos pedazos de tierra, hasta que sintió el aliento cálido del mar besar sus labios marchitos.

Ahora podría descansar. Ulises había encontrado al fin su hogar. Y el mar lo arrastró y lo meció en una última danza, en un último adiós.

FINALISTA

Título: Virtudes de la bombilla

Autor: Daniel Felipe Bríñez Cagua

Centro docente: Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, Bogotá.

Aprovecho este espacio que me ha concedido, señor panelista, para confesar que la bombilla me parece el mejor invento del siglo. Sé bien que muchos de ustedes difieren de esta opinión mía, que prefieren al fonógrafo o al vitascopio, pero yo elijo a la bombilla. Es sin duda un artefacto de singular belleza, cuyo diseño es más humano incluso que el de los hombres; no la protege otra cosa que un frágil manto de vidrio, pero tampoco necesita más para cumplir su propósito.

Siempre cuido de mi bombilla, y ella escolta mi soledad nocturna, aun cuando estoy fuera y la encuentro esparcida en las aceras. No se relega a la burla, incluso al encontrarnos tambaleando entorpecidos entre la penumbra, palpando las paredes y los marcos con la angustia prensada en los labios, y nos ayuda. Está siempre dispuesta. Mas hay aún quienes dudan de la obediencia de la bombilla, pero no es cuestión alguna de rebeldía, porque ella sirve fielmente hasta el final de sus días, sin apartarse un instante de su labor disyuntiva.

Pero comprendo acertadamente que estas virtudes no serán suficientes para ustedes, ni que mis palabras cambiarán su elección previa, ni que elegirán a la bombilla como triunfante en este panel. Conservo, sin embargo, la certeza del futuro, que es, irónicamente, al que más le temen.

Llegará otro artefacto, sea pronto o tardío, que tome el lugar de su predecesor y lo deje obsoleto. Pero nunca a la bombilla. Ella misma tiene consciencia de su atemporal eternidad, y taciturna e incólume aguarda su victoria. Sabe bien que en más siglos aún será indispensable, pues no habrá nunca quien la prive de su imprescindible propósito. Así pues, les digo, que ningún otro invento cumplirá alguna vez la función de la bombilla: ahorrarnos la tediosa búsqueda de dónde dejamos nuestra sombra.

1899

FINALISTA

Título: 4 +1 ≠ 5

Autor: Carmen Soria García

Centro docente: Colegio Sagrada Familia, calle Jorge Juan, Madrid.

Érase una vez un lugar muy lejano, donde solamente vivían dos personas. Actuaban, vestían, eran y hablaban totalmente igual, excepto que había una cosa que les diferenciaba, era el resultado de esta simple suma 4+1. Uno de ellos decía:

—4 +1 = 5, pues si tengo 4 galletas y cojo otra más tendré 5 galletas.

Sin embargo, el otro pensaba totalmente lo contrario, y respondía:

—4 +1 ≠ 5, ya que mis 5 dedos de una mano no son iguales a los 4 dedos de mi mano más el quinto dedo, que es el pulgar, pues me falta medio.

Un día iban andando por la calle, cuando uno empezó a decir, señalando las nubes:

—Esas cuatro nubes más esa no son iguales a aquellas cinco.

—Estas 4 baldosas del suelo más aquella no son iguales a estas cinco —contestó el otro.

Según iban andando por la calle se fueron dando cuenta de que no había 5 cosas iguales, pues las baldosas una tenía una mancha que el resto no tenía, y por esto no había ninguna igual. Las nubes, unas con forma de ovejas, peces y animales de todo tipo, y cada una con su forma única.

Cuando terminaron el paseo, uno de ellos dijo:

—Tienes razón.

Cada palabra dolía como 100 disparos, la primera y la última vez que pronunciaría esas dos palabras, pues no le tenía que dar la razón a nadie, pensaban lo mismo.

—Las nubes, no hay 5 iguales; ahí están las 4 ovejas más el pez, que no son iguales a esas 5 del fondo —argumentó, señalando el cielo—. Por no hablar de las hojas, plantas, flores…

Con el tiempo se fueron dando cuenta de que no había dos cosas iguales, y ellos tampoco eran iguales, uno alto, el otro bajo, uno rubio, el otro moreno…

Desde ese día, empezaron a vestirse diferente, a pensar completamente lo contrario.

—Esto es más divertido —pensaban ambos.

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