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Concurso de historias sobre nuestros héroes: primeros 30 finalistas

Concurso de historias sobre nuestros héroes: primeros 30 finalistas

Nuestros héroes, por Augusto Ferrer-Dalmau.

A lo largo de la última semana, centenares de usuarios han participado en el concurso de historias sobre nuestros héroes, convocado el pasado 3 de abril y dotado con 3.000 euros en premios y patrocinado por Iberdrola.. El fallo del jurado, formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez, se emitirá este mismo viernes, desvelándose el nombre del ganador y de los 10 finalistas. El autor de la mejor historia ganará un premio de 1.000 euros. Además los autores de las 10 historias finalistas restantes ganarán un premio de 200 euros.

Desde el 3 y hasta el 13 de abril, las historias han ido acumulándose en nuestro foro, historias sobre héroes: una doctora, un reponedor, una cajera, un enfermero, un policía, una maestra… 

A continuación ofrecemos los treinta primeros relatos seleccionados. Gracias a todos por participar.

1. Atención domiciliaria

Lola Sanabria García

¿Y a quién tienes tú, de dónde sacarás fuerzas para seguir viviendo? No. Calladito. Déjame trabajar. Deja que pase el brazo por los huesitos de tu espalda. Que te acerque a mi pecho y te ponga la almohada. Sí, dos. Lo sé. Para que estés cómodo. Así. Cambiado. Con el cuerpo y la ropa limpios. Sí. La crema. No la he olvidado. No permitiré que salga ninguna escara. ¡Que sí, que no te preocupes! ¡Mira! ¿ves?, guantes y mascarilla. Para mí, para ti. Toda precaución es poca. Hoy no puedo quedarme más tiempo. Te contaré muchas cosas mañana. Te hablaré de que los días se rompen en pedazos iguales. Pequeños y punzantes. De que la gente se ha organizado en grupos de cuidados. De que vamos todos a una. De que saldremos adelante. Pero hoy no. Hoy hace un día radiante y las calles vacías están llenas de luz, sin un jirón de aire contaminado. Te subo la persiana para que puedas ver el cielo, los pájaros revoloteando de rama en rama. No lo dudes. Ganaremos esta batalla. Y yo volveré mañana.

2. Muy bien, mamá

Javi Rumí

El suave deslizar de la llave entrando en la cerradura. El giro, los bulones, la puerta que se abre. Al fin. Lo primero que hago es quitarme las zapatillas y dejarlas fuera, en el balcón. Ahí os quedáis, hasta mañana; cualquier prevención es poca. En el comedor está Miriam, tumbada en el sofá, viendo La casa de papel.

—No he oído la puerta —me dice.

—Tranquila.

La beso, me siento junto a ella y no me pregunta cómo ha ido porque ya lo sabe. Las marcas de la mascarilla y las gafas todavía se notan en mi piel.

—Voy a echarme un rato, ¿vale?

—Vale.

En la habitación bajo la persiana hasta el final, pero la luz se cuela entre los intersticios. Me gustaría ser como mi esposa, pero no lo soy; a mí un rayito de sol ya me desvela. Ya ves, chica, veinticuatro horas en el hospital ansiando este momento y aquí estás, con los ojos abiertos, cagándote en todo.

Quizá leyendo…

Despliego la esquina de la página donde me quedé hace dos días e intento concentrarme.

«Bien sé que el hombre es capaz de acciones grandes, pero si no es capaz de un gran sentimiento no me interesa».

Espera, ¿no he leído la misma frase como diez veces? Nada, fuera, así es imposible; plieguecito en la esquina y mañana será otro día.

Tumbada boca arriba solo puedo ver que mi techo está lleno de grietas. Son pequeñas, diminutas, pero están; nunca me había fijado. Mi despertador marca las siete de la tarde. ¿No hay demasiada luz? Deben de haber cambiado la hora este fin de semana. Me levanto y camino hacia la ventana. Mis manos aflojan la cinta, pero las guías ya han llegado a su tope. ¿Por qué demonios hacen esos agujeritos en las persianas? ¿Qué mente perversa ha diseñado eso?

Tumbada boca abajo no dejan de venir fogonazos punzantes. Las prisas, los respiradores, los llantos, los portazos, los esto-es-una-vergüenza, los lo-siento-mucho, los no-hay-nada-más-que-puedas-hacer. Mierda. No, piensa en otra cosa: en el pueblo, en la playa, en lo guapa que estaba Miriam aquella tarde en Marrakech. Y al fin los músculos se destensan, los ojos se entornan, el nudo se afloja, la mente vuela. Hasta que la escucho. Una melodía reconocible sonando a todo trapo en la pared contigua. Y sé que se trata del vecino. Cuarenta y cinco años, runner de los que madrugan, divorciado, una hija que es un sol, pero que está con su madre. En fin, demasiado tiempo solo pensando en lo solo que está. Lo imagino borracho o en proceso, con su vinito de después del porno, subiendo el volumen, relajado, triste, mostrando al mundo la sorprendente potencia de su equipo de música.

Cuando pierda todas las partidas,
cuando duerma con la soledad,
cuando se me cierren las salida
y la noche no me deje en paz.

Pero vamos a ver, alma de cántaro, que llevo veinticuatro horas seguidas trabajando como para que vengas ahora a tocarme los ovarios y decirme que resista. Resistiré, en todo caso, si apagas eso y duermo un poco.

La furia de mi puño contra la pared. Plof, plof, plof. Así tres veces. Plof, plof, plof. Tres más. Pero nada, no me oye. ¿Cómo va a oírme con la música retumbando en las ventanas? Desesperación, vueltas en la cama, pataleos, almohada sobre la cabeza. Y luego una manivela que gira, la puerta que se abre y Miriam que asoma tímidamente la cabeza.

—Pobreta… —me dice, con ojos empáticos—, ¿quieres que llame a su timbre y le diga que apague la música?

—No, da igual, túmbate aquí y me cuentas qué tal tu día.

Miriam se tumba a mi lado y me dice que se ha levantado y ha barrido la casa, ha puesto una lavadora, ha leído un poco, ha comido tarde y se ha tumbado a ver un episodio de La casa de papel. Entonces he llegado yo, pero no ha oído la puerta.

—¿Quieres que te pregunte por cómo ha ido el tuyo o mejor no?

—Mejor no.

Me levanto y me ducho. El agua recorriendo mi cuerpo me hace sentir bien. Al salir, el vecino ya ha desconectado el terremoto. Desgraciadamente, no hay nada que hacer, me conozco, si no me duermo en el primer intento ya no me duermo en el segundo. Así que arrastro mis pies hasta el comedor y me pongo a ver un capítulo con Miriam.

—Pero no vas a enterarte de nada si no has visto la tercera temporada.

—No pasa nada.

Apoyo mi cabeza en su regazo y me acaricia el pelo. Me gusta sentir sus dedos colándose entre mis mechones. Afuera, creo que atardece; la luz, en todo caso, decae. Mis parpadeos se vuelven lentos, mi cuerpo, ligero, y cuando creo que voy a conseguirlo mi móvil vibra sobre la mesa. Una vez, dos, tres.

—Déjalo —me dice Miriam—, no contestes.

Tarde. Ya he mirado de reojo y he visto, con horror, que no es una llamada, sino una videollamada. Y encima de mamá, que está sola, y cómo no se lo voy a coger. Así que me recojo el pelo con un moño improvisado, agarro el móvil, me siento en el sofá, aprieto el teléfono verde y sonrío. Al instante aparece mi madre, o más bien parte de ella porque se ha puesto la cámara demasiado cerca, como siempre; y qué mayor está, qué sola, en batín, pero con los labios pintados y la sombra de ojos azul que le regalé.

—¿Cómo estás, cariño? —me pregunta su nariz.

—Muy bien, mamá —le respondo.

3. Un pequeño pitido

Enrique Lavilla

Manuel vio el semáforo cambiar, a lo lejos, y comenzó a frenar justo para detener el camión al lado del paso de cebra cuando aquél se puso rojo; la luz ámbar del disco se había quedado en su retina y ahora se mezclaba, en su mente, con la roja, haciéndole recordar las puestas de sol que contempló con Lola en las últimas vacaciones que habían pasado en las playas de Menorca; se acordó de las risas, de las botellas de vino al atardecer, de la brisa que erizaba la piel de Lola… todo aquello quedaba ahora muy lejos, pensó, suspirando, con los ojos fijos en aquella luz. Un pequeño pitido del autobús que tenía detrás le devolvió a la realidad, el semáforo había vuelto a ponerse verde y tenía que llevar la mercancía, víveres, productos de limpieza y palés de cerveza, al almacén del supermercado.

Un pequeño pitido, y otro más, y otro. Julia no sabía cuántas veces había escuchado aquel sonido durante ese día, al menos tantas como productos había cobrado en su caja. Estaba cansada, muy cansada. Era el último día de aquella semana donde había trabajado seis días, reforzando turnos ante la avalancha de compradores angustiados. Se fijó en el cliente que tenía delante, no solía hacerlo, pero aquella vez vio detrás de la pantalla protectora a una mujer que parecía tan exhausta como ella. “¿Qué tal?”, se sorprendió a sí misma preguntándole; no sabía por qué lo había hecho, le salió del alma, le salió de ver delante a alguien que seguramente estuviera tan cansada como ella, de los largos días de trabajo, de ver caras tristes, serias en el mejor de los casos, de aquella situación. “Bien, lo vamos sobrellevando”, le contestó la mujer, esbozando una sonrisa, con cara cansada, pero con cierta alegría. Al recoger sus bolsas, la mujer se giró hacia Julia; “Ánimo” le dijo, de nuevo con una sonrisa, y se marchó. Julia se volvió, pero sólo vio la última bolsa que llevaba aquella mujer saliendo por la puerta. “Ánimo”, le dijo también, en voz baja, sonriendo, mientras sonaba el primer pitido de la siguiente cola de productos que Julia, sin necesidad de mirar, comenzaba a cobrar.

Mercedes entró por la puerta del hospital. Eran las diez de la mañana, su turno acababa el día anterior a las ocho de la tarde, aunque salía por la puerta del hospital a las dos de la madrugada. Escasas cinco horas de sueño, una ducha, un par de desayunos preparados y un paso fugaz por el súper habían sido toda su vida fuera de las paredes de aquel edificio. Tras vestirse con la bata, tuvo que dejar su café porque el primer paciente urgente entró directo de la ambulancia; “Varón, 53 años, infarto de miocardio”. Se activó rápidamente, parecía tan resuelta como si hubiera dormido nueve horas. “Las enfermedades comunes no entienden de pandemias”, pensó. Mercedes se puso a trabajar en el paciente con el equipo de médicos y enfermeros. “¿Cómo se llama?”, preguntó al médico que le acompañaba desde la ambulancia. “No lo sé, le fuimos a buscar a una estación de servicio. La empleada, que estaba con él cuando llegamos, nos dijo que estaba repostando su camión cuando se empezó a sentir mal y se derrumbó”. Pocos, pero largos minutos de trabajo después, tras varios intentos de reanimación, el monitor dejó de emitir aquel pitido largo y angustioso. Mercedes sonrió. Aunque los tenía grabados en su mente, ahora esos rítmicos y pequeños pitidos que emitía aquel dispositivo le alegraron el día.

Un día más, en definitiva, un día menos.

4. Superman

María López Villarquide

Jacobo se arrastra por el parquet. Lleva una hora desperdigando piezas de su desmontable y el suelo ya no le parece una superficie estimulante para levantar torres de control, buques de carga ni garajes verticales. Ahora él rueda hacia la alfombra y su pijama de la patrulla X se le enrosca en las rodillas: hace dos días que no se lo cambian y a nadie parece importarle.

A su lado, sentada en el sofá de dos plazas, su hermana Teresa ojea una revista, pasa las páginas y se detiene en párrafos que antes no le habían llamado la atención para leerlo todo y rebañar las frases. Apura los contenidos como si fueran los últimos.  Tal vez lo sean, quizás no se vuelva a publicar más prensa en un tiempo, no se sabe cuánto. Se fija en una fotografía a doble página aunque no atina a discernir de qué se trata: es un anuncio de una nave, un prototipo futurista. Teresa abandona la revista sobre el sofá.

Cae la tarde y es casi la hora en la que la madre se dispone a preparar la cena: unas barritas de merluza empanadas que van del congelador a la freidora, una ensalada de tomates y queso fresco, unos yogures de limón para quien le apetezca postre. La tortilla francesa fue ayer y la carne tocará mañana, conviene no repetirse, es preferible no caer en la rutina y todo debe estar listo antes de las ocho porque los aplausos no se los saltan nunca, es el momento más divertido del día, sobre todo para el pequeño Jacobo y ¿quién puede quitarle la ilusión a un niño de cinco años?

─¡Mamá, corre! Hay un señor en el tejado ¡mira!

Virginia retira las barritas de merluza de la bolsa y las deja en una fuente mientras se calienta el aceite. Sale de la cocina para ver a qué se refiere su hija con ese grito.

─Cuidado, no salgáis ¿me has oído, Teresa? Cierra la ventana ─Para cuando llega al salón los dos están asomados, el pequeño mete la cabeza por los barrotes, quiere ver mejor lo que sucede en un edificio a lo lejos, en uno de los bloques de enfrente donde, al parecer, un hombre se ha subido a la azotea. Virginia les llama nerviosa ─¡Teresa! que cierres la ventana ¿cómo tengo que decirlo?─. Da un par de zancadas y toma al pequeño por los brazos para arrastrarlo hasta el interior del salón; su hija, mientras tanto, retrocede unos pasos y cierra la ventana obediente.

─Sólo queríamos ver qué pasaba. Los vecinos hablaban y he pensado que se trataba de los aplausos pero todavía queda un cuarto de hora para que empiecen─. Teresa se justifica por haber salido antes de tiempo al balcón, por permitir en un descuido que su hermano pequeño se encaramara a los barrotes─ Jacobo no ha hecho nada.

─Pues si no ha pasado nada haz el favor de tener más cuidado que éste se nos escapa─. Virginia revuelve el pelo al pequeño y regresa a la cocina en donde el botón de la freidora indica que ha alcanzado la temperatura correcta y ha pasado del rojo al verde.

─Poned la mesa que ya está casi lista la cena y no hagáis caso, seguro que se trata de un técnico de la antena o un electricista que vendrá reparar algo.

Los dos hermanos llevan cubiertos y vasos al comedor; en cada viaje desde la cocina aprovechan para lanzar miradas furtivas a través de la ventana. El jaleo de los vecinos es cada vez mayor y aunque Jacobo ya está entretenido ayudando a su madre, Teresa aprovecha para fijarse: no le parece un operario, es una silueta más grande que la de un hombre con uniforme de trabajo y parece que vaya envuelto en algo, una especie de manta. Tiene los brazos cruzados bajo el pecho como si vigilara.

Cuando por fin dan las ocho y la mesa está puesta salen los tres al balcón para sumarse a los aplausos de cada tarde. Teresa toma a Jacobo de la mano para que el chiquillo no trepe por la barandilla y la hermana mayor observa al misterioso personaje de la azotea. Se oyen comentarios a ambos lados de la calle, algunos preguntan y otros increpan al desconocido pero él no se mueve.

─Mamá ¿es un pájaro? ─El dedo diminuto de Jacobo señala la figura del tejado mientras pregunta.

Teresa no sabe qué responder e inicia sus aplausos. El niño la sigue y pronto toda la calle se funde en la ovación diaria.

Virginia se ha retirado y regresa al salón para tomar de nuevo la revista que había dejado sobre el sofá abierta por la fotografía a doble página de la nave; la mira y murmura para sí “es un avión”.

En ese momento un murmullo de llaves al rozar la cerradura la saca de su ensimismamiento; la puerta de entrada se abre y aparece su padre. Sonríe al retirarse la mascarilla en cuanto ve a Teresa en mitad del salón. Saluda a su hija con la mano, deja el abrigo en el perchero de la entrada y de un puntapié se desprende de los zapatos y les pasa un trapo húmedo por la suela antes de quitarse también los guantes de vinilo y tirarlos a la basura. Ella le devuelve la sonrisa y lo saluda, sigue a su padre con la mirada mientras él camina hacia el baño para lavarse las manos.

─¡En el hospital hemos dado de alta a otros dos! ─Grita el padre al otro lado del pasillo mientras corre el agua del grifo.

Una lágrima de alegría y esperanza se asoma en el rostro de Teresa que vuelve la vista por última vez a la azotea en busca de la figura robusta envuelta en su capa, pero allí ya no hay nadie vigilando.

5. Imaginando superhéroes

Ignacio Cortina

A medida que avanzaba por los lineales, le gustaba imaginar quiénes se ocultaban tras las mascarillas blancas y los guantes azules de cirujano, que habían convertido a las personas en rostros incompletos sin identidad propia. ¿Acaso no se parecía aquel reponedor al Capitán América? Cogió un bote de garbanzos cocidos y lo dejó en la cesta.

Se acercó hasta la carnicería y pidió unos filetes de cadera. El carnicero usó un cuchillo largo como un machete. Parecía muy afilado y brillaba de forma amenazadora. Ella se fijó un poco en el pelo y los ojos del hombre. ¿No era clavadito al Indiana Jones del Templo Maldito? El hombre le tendió un paquete metido en una bolsa, con el precio grapado, y ella lo añadió a la cesta de plástico verde.

Dejó atrás la carnicería y alguien pasó a su lado, a quien apenas logró ver. Casi parecía que volara. A lo mejor era Spiderman, que corría a comprar papel higiénico antes de que se agotara otra vez. No pudo evitar una sonrisa ante la idea del héroe arácnido en mitad de un apretón.

En la zona de las bebidas se cruzó con una mujer que fregaba el pasillo porque a alguien se le había caído una botella de vino tinto y se había hecho mil pedazos. El suelo parecía estar cubierto de sangre. Llevaba el pelo recogido en una larga coleta y era alta; tenía un parecido razonable con Lara Croft. Cogió un par de latas de cerveza y dos refrescos de cola y los añadió a la cesta.

Continuó hasta la zona de cajas, donde nadie hacía cola. Cosas de la pandemia. Allí, la atendió una cajera que, bajo la máscara, podía ser idéntica a la Viuda Negra, con aquella media melena pelirroja. Cuando hubo pasado toda la compra por el escáner, ella sacó la tarjeta de crédito del bolsillo y pagó. La cajera le tendió de vuelta el plástico y se quedó mirándola por un momento; bajo la mascarilla parecía sonreír, aunque tampoco podría jurarlo. ¿La cajera le acababa de guiñar el ojo? Seguro que era su imaginación, que le había jugado una mala pasada. Ella se despidió y salió del supermercado.

Caminó por la calle desierta, como hacía el doctor Robert Neville en el libro Soy Leyenda. Aunque con la diferencia de que, en la novela, el virus había convertido a la humanidad en vampiros e infectados. Menos mal que no había vampiros. Aunque, pensándolo bien, eran un poco como ella, que trasnochaba hasta las mil porque sabía que el siguiente día sería un calco del anterior. Para qué madrugar, si la monotonía lo había invadido todo.

Cuando llegó a casa eran las tres y cinco de la tarde. Mientras metía la compra en la nevera y sacaba una olla para cocer pasta, encendió la televisión, que ya estaba dando las noticias. Pedro Piqueras ocupó la pantalla, con ese aspecto de buenazo impecable que siempre lucía, aunque hoy parecía un poco cansado. Dirigió su mirada hacia la cámara para dar paso a la gran noticia del día, tras la actualización de los datos del coronavirus en el mundo.

—Y ahora conectamos con Nueva York, desde donde nuestra compañera Patricia Jiménez nos ampliará la noticia con la que abríamos este informativo. Buenos días, Patricia. ¿Se sabe algo ya acerca de la desaparición de todos los superhéroes?

6. Héroes remangados, de boina y bastón

Alberto Grande Miranda

Recuerdo con cariño los paseos por La Dehesa con mi abuela. Solían ser por la mañana, cuando el sol empezaba a calentar. En una ciudad como Soria, con el clima castellano propio de la zona, se hace necesario aprovechar al máximo la ventana diaria de relativa buena temperatura durante los meses de primavera. Eran paseos donde empleábamos las horas en todo tipo de actividades: corretear con las ardillas, jugar en los columpios, dar de comer pan mojado a las palomas, e incluso recuerdo a otro abuelo, cuya nieta era compañera de juegos, que cada vez que nos lo cruzábamos me enseñaba a hacer una figura de papiroflexia, todas diferentes y todas hechas por él. Era un verdadero artista, y llegué a tener un cajón entero de figuras suyas, e incluso un libro de papiroflexia dedicado de su puño y letra.

Es un parque acogedor donde conviven a diario jóvenes haciendo deporte con abuelos paseando a nietos, y donde hasta hace poco se veían numerosos grupos de personas mayores disfrutando de juegos tradicionales como la petanca, los bolos, o la tanguilla. Era entrañable ver grupos de boinas y bastones con el ¡clap… clap… clap…! del tejo golpeando en el suelo como sonido de fondo, o mujeres remangadas lanzando la bola con entusiasmo.

En los tiempos que corren da tristeza ver este parque vacío, pues muchos de estos mayores están luchando en soledad contra la enfermedad que nos rodea, y algunos de ellos pereciendo en el intento por superarla. Los nuestros no tuvieron una vida fácil, nada fácil. Nacieron y se criaron con las miserias de una guerra civil. Se hicieron adultos a marchas forzadas en un período de posguerra marcado por la hambruna, el analfabetismo y la represión. Con trabajo duro, y en un ejercicio de confraternización con el vecino, llevaron a sus hijos a vivir en un estado de bienestar que ni ellos mismos habían podido imaginar en el mejor de sus pensamientos. Años más tarde, y cuando satisfechos disfrutaban de su “obra” de la misma forma en la que lo hace el escritor que relee la novela que le ha costado años escribir, o el compositor que escucha por fin el estreno de su sinfonía que tanto tiempo le ha llevado componer, tuvieron que ser en muchos casos una vez más el sustento económico de la familia y soportar la dureza de una crisis económica de la que, para más inri, eran los menos responsables.

Todo lo vivieron y todo lo superaron, sin llamar la atención, restándose protagonismo, a menudo manteniéndose prudentes, y siempre llevando el dolor de una forma estoica con una mueca sonriente por fuera. Algunos de estos héroes se nos marcharán estos días, pero lo harán con la serenidad característica de quien ha sufrido épocas de miseria y ha disfrutado períodos de alegría, de quien la perspectiva de tantos años vividos le hace conocedor de que todo acabará pasando y volverán los días de jolgorio, esa misma serenidad que transmitía su consuelo cuando te raspabas una rodilla en el parque o te dabas un tozolón en el columpio. Se despedirán sin más, y lo harán como lo hacen los verdaderos héroes; de forma anónima, con entereza y, lejos de pretender pena o gratitud, guardando para su último aliento palabras de ánimo que expresan esa heroica serenidad de la que les hablaba: “Tranquilo chaval, todo va a ir bien.”

7. Día de confinamiento 1451

Efraín Villanueva

Las lentejas y la harina continúan agotadas. Oficialmente no hay escasez de ningún producto, pero ciertos estantes desolados contradicen esta versión. Quizá tengamos que empezar a ir al supermercado en cuanto abra sus puertas. O asumir que el azar nos ubicará, en alguna de nuestras visitas semanales, en el momento justo en el que reaprovisionen los estantes. O también podríamos contarle nuestras penurias a Horst, con disimulo, y esperar a que ella ejecute su magia.

El intercomunicador repica unas horas después. Horst es una jovencita de apariencia de abuela conciliadora y cariñosa, juguetona y antidogmática. Un semblante otorgado por el desparpajo invernal de sus cabellos y el verdor de sus ojos, tranquilizantes y empequeñecidos por el vidrio de sus lentes subterráneos. Pero nada de eso veo ahora. Solo una figura diminuta y pixelada en la pantalla del intercomunicador, protegida debajo de una capucha.

Sabeth y yo bajamos las escaleras porque las restricciones de la pandemia nos impiden dejarla entrar al apartamento. Horst nos ve acercarnos al portal de vidrio del edificio, se arrodilla por un segundo y retrocede dos metros. Abrimos la puerta y a nuestros pies un paquete informe, envuelto en papel café y amarrado con una cuerda violeta. Somos protagonistas de una ceremonia de ofrenda a la reversa, en la que Horst es el dios que se apiada de sus creaciones y personalmente, sin delegar sus acciones a sus ángeles, les trae bienestar.

Sabeth y yo nos arrodillamos. Ella para rescatar el obsequio. Yo para dejar nuestra nota de agradecimiento: una estampita de chamanismo amazónico, el único poder no terrenal de energía protectora y fuerza natural que respeto. Cuando levantamos la mirada, Horst ya no está.

8. Motivos para odiar

Erminda Pérez Gil

En breve empezarán de nuevo. Todas las tardes el mismo incordio: alguien pondrá música muy alta, otros se asomarán a sus balcones o ventanas y empezarán a aplaudir hasta que les ardan las palmas de las manos. Y mientras, se escucharán sirenas a lo lejos alimentando el jolgorio. Y yo me pregunto, ¿qué diantres tienen que celebrar?

Los odio a todos. Odio a los que ponen música, a los que aplauden y a los que hacen sonar sus sirenas. Odio a los que impusieron el confinamiento forzoso de la población en sus casas, a quienes dejan a la gente aislada sin posibilidad de reunirse, de encontrarse con amigos o amantes semana tras semana; sí porque primero fueron quince días, luego lo alargaron un mes y ahora, ¡ahora ya ni se sabe hasta cuándo estarán sin pisar las aceras! Y claro, odio a los que vigilan las calles para que nadie ronde por ellas sin motivo y multan a los que se saltan la norma. ¡No hay derecho!

Odio que los que trabajan en las tiendas de alimentación vayan tan bien protegiditos, con sus guantes y sus mascarillas. Son unos auténticos cobardes. Qué más da tocar las cosas y hablar con la gente. Si es que ya nos estamos deshumanizando al ser tan asépticos y limpitos. Y odio también a quienes se empeñan en utilizar litros y litros de apestosa lejía para fregarlo todo y a quienes están dale que te pego con sus máquinas de coser confeccionando mascarillas caseras.

Pero por encima de todos ellos, a quienes más odio es a esos sanitarios que se pasan horas y horas en los hospitales cuidando a los contagiados, luchando por salvar vidas arriesgando las suyas. ¡Qué necesidad tienen! Déjenlos así, que para eso es la vida, para perderla. Igual que quienes empuñan los carros de la limpieza y van por ahí desinfectando hasta el último resquicio de los centros de salud. ¿Y qué me dicen de las residencias de ancianos? La misma historia altruista.

Así no se puede vivir, me tienen hasta la coronilla. Lo único que quiero es trabajar, cumplir mi objetivo, alcanzar mi meta y marcharme, pero no me dejan. Surgí para extenderme, contagiar a toda la población y diezmarla en poco tiempo. Están acabando conmigo y como esto siga así voy a tener que mudarme a otra parte. Si no, ¿para qué sirve entonces ser un virus letal?

9. El último capitán

Roberto Guillén Alonso

Cuaderno de bitácora. 7 de abril de 2020.

Supongo que ahora soy el capitán. Entré en este submarino como último de los oficiales, el más joven, hace más de tres meses. Pero todos han muerto. Soy el último superviviente, el único. Mañana llegaré a puerto, pero no estoy seguro de hacerlo vivo. Los síntomas de la extraña enfermedad que ha aniquilado a toda mi tripulación son aparentemente leves, parecidos a los de la gripe. (Es curioso, me refiero a mi tripulación porque soy el capitán ahora, pero en realidad nunca he tenido tripulación, pues todos murieron antes de mi desdichado ascenso.) El oficial médico no sabía a lo que se enfrentaba. Al principio creyó que era un brote de gripe especialmente virulento, por lo que sugirió el regreso a la base. Pero empezaron a morir los enfermos. El doctor sugirió que las condiciones propias del submarino habían hecho que los contagios fueran inevitables, y que todos acabaríamos infectados. Pero no estaba preparado para un brote tan violento, tan letal. No sabía a qué enfermedad nos enfrentábamos. Empezaron entonces a llegarnos noticias del exterior, acerca de un nuevo virus que se extendía por China al principio, y después por otras partes del mundo. Los síntomas coincidían, pero la letalidad dentro del submarino adquirió proporciones catastróficas. Cuando el capitán se reunió con nosotros, los oficiales, planteó un grave dilema: la única solución era buscar el puerto más cercano para atracar y evacuar a los enfermos. Pero estábamos frente a las costas rusas, pedir ayuda hubiera supuesto descubrirnos, entregar el submarino con su carga nuclear, poner sobre la mesa todas nuestras cartas y la estrategia preparada durante años. La alternativa era continuar sumergidos hasta nuestra base, prolongando la navegación durante varias semanas y condenando a muerte a buena parte de la tripulación. Una decisión así no podía tomarla el capitán, dijo, ni siquiera la oficialidad. Sólo cabía consultar a toda la marinería. Así se hizo. Sorprendentemente, se aprobó por unanimidad el regreso a la base. ¿De qué estaban hechos esos hombres? ¿Tenía su gesto algún sentido? Supongo que es difícil de entender fuera de este barco, pero quiero que quede aquí constancia, por si acaso yo mismo no vivo para explicarlo.

Termina aquí la última entrada del cuaderno de bitácora del submarino nuclear USS Proserpina, que apareció a la deriva, en la superficie, a apenas una milla de su base, demostrando la maestría marinera de sus últimos tripulantes. Todos, por cierto, estaban muertos, incluido su último capitán.

10. Abrazos

Pablo Rivas González

Hoy iba a curar a 10 pacientes. Los puso en fila y a todos les preguntaba algo o les hacía algún comentario: ¿qué tal se encuentra hoy? Hoy tiene buen aspecto. ¿Necesita algo?, ¿agua? Ahora se la traigo no se preocupe. ¡Uy!, ¡qué fiebre!… tranquilo, le traigo un trapito con agua y se lo pongo en la frente.

Y así pasaba la mañana. Esos días estaba realmente ocupada. Se había puesto un bonito pañuelo morado tapándose la boca. Así no me contagiaré, pensaba. Aunque si alguno de sus “pacientes” lo necesitaba se lo prestaría sin dudar. Lo haría todo por ellos. También les hacía la comida y los llevaba al baño. A escondidas los cogía y les daba besos y abrazos rápidos aunque sabía que eso estaba súper prohibido

Oyó un portazo a lo lejos, un ruido de tacones acercarse por el pasillo, y esa voz tan dulce y que tanto echaba de menos:

—¿Qué tal estás Paula? ¿bien?, ¿has curado a muchos de tus pacientes?

Paula se bajó el pañuelo morado para que se le entendiera mejor y dejó a su osito en el suelo.

— ¡Ay sí!, hoy he estado muy liada, ¿y tú cómo está mamá?

—Bien cariño, siento dejarte sola en tu habitación todo el día y que no podamos salir a jugar a la calle.

—No pasa nada mamá —dijo Paula—, ¡que ya tengo 6 años! Tú tienes que estar en el hospital cuidando de esa gente tan malita. Estamos bien, no te preocupes por nosotros.

11. Sonrisas de papel

Eva Martínez Castro

Coronavirus, decía. Pues claro que si había una pandemia mundial, Carmela tenía que sufrirla. No había una maldad en el mundo que no la aquejase tarde o temprano. Encarnación había sufrido su cantinela durante los últimos tres años. Sus hijos habían intentado un cambio de habitación, pero cuando se había presentado la oportunidad, Encarnación consideró que aguantar un poco más a Carmela merecía la pena por no perder aquellas vistas.

Coronavirus, seguro. Un catarro fuerte, una buena gripe a lo sumo. Pero las visitas continuas de los cuidadores, incluso la de aquel médico joven de voz grave, bien compensaban la mentirijilla. Así era Carmela: la silueta bajo el foco, el nombre en boca de todos. Lo que no explicaba que hubiese estado tan callada desde esa mañana. La habitación se sentía extraña sin sus lamentos y aquellos ayes tan sonoros a los que Encarnación siempre contestaba con un hay mucho y mal repartido.

Una respiración mojada y brusca había ocupado su lugar. Encarnación pasó las horas contando los intervalos en los que se detenía. Primero cada veinte o treinta ciclos, después cada quince. Perdió la cuenta cuando vio aparecer a los cuidadores vestidos como los astronautas que, en su opinión, jamás habían pisado la luna. Una de ellos le dejó la bandeja de su cena, mientras los otros realizaban todo tipo de comprobaciones sobre el cuerpo de Carmela. Su respiración se perdió durante unos minutos entre el frufrú de los plásticos, y Encarnación aprovechó para sorber su sopa y dar cuenta del pescado que no reconocía, pero sabía como todos. Volvió a escucharla cuando todos se marcharon y, contando inhalaciones y exhalaciones de nuevo, se quedó dormida.

Cuando se despertó, el silencio era una manta pesada en la cama. Aún estaba oscuro. Fue la franja de luz bajo la puerta la que le permitió distinguir la silueta de Carmela bajo las sábanas. Encarnación sintió que algo se encogía en su pecho; sólo había una forma de que su compañera de habitación fuese tan discreta. No quiso moverse y comprobar la verdad, pero cuando las primeras luces de la mañana descubrieron los ojos secos de Carmela fijos en ella, no pudo soportarlo. Encarnación se levantó e hizo dormir a Carmela, resistiendo el gélido tacto de la piel en su mano. No pensó en avisar a nadie. Se sentó en su cama, porque arrodillarse ya no estaba a su alcance, entrelazó sus manos y rezó por su alma. Antes del desayuno, llegaron los militares.

La ambulancia la dejó en el hospital y Encarnación envidió a Carmela por primera vez. La residencia se había convertido en su casa y era en su casa donde ella siempre había querido morir. Mientras esperaba a su ingreso en planta, se entretuvo imaginando las dentaduras que ocultaban todas esas máscaras. Si los ojos eran especiales, ella les regalaba dientes poco favorecedores, mientras guardaba las sonrisas de anuncio para los ojos más comunes. Excepto con Paloma. Los ojos de Paloma eran magnéticos, verdes o azules según el día, pero la sonrisa que les daba Encarnación era siempre de las bonitas. Paloma, que le traía las comidas, la acomodaba en la camilla y echaba unas monedas en la televisión para que la tarde no se le hiciese interminable; quien siempre encontraba una broma al tomarle la temperatura, aunque a veces tuviese que pestañear varias veces para ver las cifras. Y también quien le enseñó la cara de sus dos hijos y una de sus bisnietas en uno de esos teléfonos que llamaban inteligentes porque, en su opinión, hacían a sus dueños mucho más tontos.

La miraban con culpa disfrazada de alivio. Encarnación lo entendió y se centró en su bisnieta, que había crecido mucho y ya apuntaba maneras de chica. Le habló de lo que había comido a mediodía, del programa que acababa de ver, de Paloma. Tomó un respiro cuando ésta giró el teléfono y saludó a una familia desconocida, y también las fuerzas necesarias para no hablar del dolor en su pecho o de que le temblaban las piernas como en algunos días de posguerra, sin un triste brasero con que ahuyentar al frío. No fue tan difícil, pero al final de la llamada, Encarnación se sintió muy cansada. La trasladaron a la UCI esa misma noche.

Ya no respiraba por sí sola, pero no tenía miedo. Hacía tiempo que estaba en paz con la vida. Muchos se habían ido antes y todos estarían esperándola en el cielo en el que creía, porque, en su opinión, era menos satisfactorio creer en otras cosas. Todos menos Carmela, probablemente. Encarnación ya había hecho su parte: agarrar la mano de Paloma, mirarle a los ojos y pedirle que, por favor, cerrase los suyos cuando llegase el momento. Y ella no iba a fallarle.

Cuando Encarnación volvió a planta, Paloma estaba en casa pasando su propia cuarentena. Pudo verla días después en otra de esas pantallas. Su sonrisa se dibujaba a peldaños, bajo unos labios un tanto resecos, pero a Encarnación le siguió pareciendo perfecta.

12. No te duermas, por favor

María del Mar Castilla Hernández

Ya no aplaude nadie. Mi hijo dormido. Mi marido roncando. Yo, revisando unas innumerables e insensatas traducciones de latín que no importan a nadie, creo que ni a mis alumnos. A mí no me aplauden, ni me ven, sólo me miran cuando salgo a las ocho de la tarde al balcón, mísero escape de una cárcel impuesta: el del cencerro me pone negra; me agita su artilugio en la distancia como si quisiera atolondrarme más de lo que estoy. Bien, si le sirve de acicate, imagino que le hará gracia ver a la maestrucha del cuarto (como me ha llamado más de una vez) encerrada como él: la globalización del coronavirus nos ha colocado, de un guantazo, a todos, en el mismo miedo y en la misma incredulidad.

Vaya, ni siquiera puedo perderme en mi lamento y mi desazón. Ya me están mandando las traducciones los de segundo de bachillerato: pobrecillos, están más perdidos que yo, que también estoy cansada y harta de esta situación, que me gustaría irme con ellos a ese viaje fallido de fin de curso (con la de veces que les dije que no iría ni loca), que desearía estar con los treinta a la vez, en nuestra destartalada y desconchada aula, como una hydra intentando poner orden en sus exabruptos y alocados comentarios. Vale, vale, ya os contesto, qué exigencias, hacen lo mismo en la distancia: no he podido ni tomarme la leche, después de dejar a mis dos hombres descansando, por fin. Tampoco le voy a echar en cara que no me ayude con el niño en casa: sin paciencia, sin guantes, sin mascarilla, sin cenar, sin besos, sin abrazos, con malas caras, con controles, con manos agrietadas de tanto lavarlas… es lo que tiene trabajar en Metro, que también es esencial e invisible.

Que sí, que estoy despierta, que todavía no me he dormido: Jorge, hijo, que eso no es un ablativo absoluto, Ana, tu traducción está bien, pero es muy ortopédica, ¿qué? Pues que es muy literal y no tiene una estilística adecuada. A ver, esperad un rato, que Rosa no puede enviarme el correo. Bueno, Javi, hijo que tú, a veces, eres también el último. Que sí, que sigáis en línea. Venga, ya, Consu ¿cómo que vais a suspender todos y no vais a poder hacer la Evau, ya estás con tu optimismo? No te rías Carlos, que tú quieres ir a un Ciclo Superior. ¿Qué, qué le pasa a Alba? Ella lo sabía como todos: hoy era el último día de entrega. Bueno, que sí, que si me lo enviáis mañana da igual; ya, ya sé las circunstancias, pero os lo he dicho con diez días de antelación, es que siempre hacéis lo mismo, a última hora; sí, Tania, ya sé que todos los profesores os estamos agobiando, pero os he insistido en que tenéis que organizaros bien, como antes, pero en la distancia; a ver, chicos, que seguimos aquí y todos lo sabemos; vale, Jose, sí, hijo, que después de esto nos vamos todos de fiesta, hala, ponte a traducir, que te falta el texto de Virgilio.

¿Alba? ¿Qué te ocurre? No, no me he ido todavía a dormir. Sí, he cerrado la línea con tus compañeros. ¿Por qué me escribes a este correo si me tenéis que entregar las traducciones al otro? ¿Qué? ¿Qué me estás contando? Alba, Alba, ¿sigues ahí? Os he dicho, muchas veces, que me podéis contar lo que queráis, pero no te entiendo, Alba, tranquilízate y dímelo más claro.

Silencio. Nunca el silencio había sido tan largo entre Alba y yo. Su smartphone (que le he quitado en innumerables ocasiones en clase) ha dejado de escribir. No, no, por favor, Alba, sigue escribiendo. Bien, deja de llorar y quédate en tu habitación. No, no le abras. ¿No está tu madre? Pues llámala. ¡Dios mío, que está encerrada en el baño! Vale, vale. ¿Estás en tu casa? No, ni Ana ni Pilar pueden ir, nadie puede ir, son las tres de la madrugada y estamos en cuarentena. Voy a llamar a la Policía: no, me da igual, Alba, ya está bien, no puede seguir pegándoos siempre, alguna vez habrá que pararle los pies. Has sido muy valiente: aguanta, Alba, confía en mí, vale, soy yo, tu profe, estoy llamando ya, no abras, grita por la ventana, claro que sí, vas a poder.

La impotencia me arranca unas lágrimas y sé que no voy a poder dormir hasta que Alba y otros muchos niños míos, vuelvan a aparecer por mi aula riendo, empujándose, copiándome en los exámenes y llamándome por el nombre más bonito que tengo: profe, profe, profe…

13. Aplausos

Alfonso Mareschal Méndez

Si mis cálculos no fallan, y tienen ustedes a bien darles crédito, estos días habrán vuelto a la vida, aproximadamente, trescientos mil millones de hadas. No es un dato comparable a la dolorosa cifra de muertos e infectados que estamos acarreando por culpa del perverso coronavirus, lo sé, pero a mí me ayuda a descansar un poco mejor por las noches y a tenerle bastante menos miedo a la oscuridad. Al fin y al cabo, J. M. Barrie nos enseñó que así es como sobreviven estas increíbles criaturas: «Si creéis -les gritó él-, aplaudid: no dejéis que Campanilla se muera. Muchos aplaudieron. Algunos no. Unas cuantas bestezuelas soltaron bufidos. Los aplausos se interrumpieron de repente, como si incontables madres hubieran entrado corriendo en los cuartos de sus hijos para ver qué demonios estaba pasando, pero Campanilla ya estaba salvada (…). No se le pasó por la cabeza dar las gracias a los que creían, pero le habría gustado darles su merecido a los que habían bufado». Y estos días -¡gracias a Dios!- será por aplausos.

En el maravilloso universo de ‘Peter y Wendy’ (Penguin Clásicos, 2018), las hadas suelen nacer a partir de la primera carcajada de los niños y, desde entonces, se encargan de su protección. Ahora entiendo por qué el periodista y novelista tinerfeño Juan Cruz tenía tanta prisa por ver reír a su nieto. Lo deja claro en uno de los capítulos iniciales de ‘El niño descalzo’ (Alfaguara, 2015), donde escribe: «Ver reír. Quería ver reír. ¿Cuánto falta para que ría el niño? Pero yo sabía ya, supe desde muy pronto, que no era tan fácil reír, que no era tan fácil ver reír». A pesar de ello, de las dificultades sobrevenidas que tiene la existencia, uno siempre encuentra motivos para el optimismo y consigue a alguien que, pase lo que pase, lo vaya a cuidar eternamente. Sin duda, ahora mismo, las hadas llevan mascarilla, guantes y bata. Y les ha tocado trabajar a destajo en las UCIs y en el resto de plantas abarrotadas de cualquier hospital. Por ellas aplaudimos. Es más, son ellas quienes deben de tener, en estos momentos, toda nuestra vitalidad.

Mientras tanto, ahí seguimos nosotros, como la madre de Wendy, John y Michael, esperando el regreso de nuestros seres queridos con la ventana abierta de par en par. Porque, como se dice en una de las versiones cinematográficas de la historia, «lo que aquí se cuenta ya ha sucedido antes, y volverá a suceder». Lo importante es que en la vida real, precisamente, todos actuemos como niños y no dejemos de creer, sin importarnos el tamaño de los contratiempos. Porque, si no, ya se encargará la propia Campanilla de venir volando y de darnos personalmente una lección.

Y es que cuánto cuesta sonreír a veces, ¿verdad? Pero otras, en cambio, es nuestra principal obligación, aunque sea por ir calentando la musculatura e ir preparándonos para el futuro, para cuando podamos volver a juntarnos y tener, de nuevo, motivos para no dejar de reír. Entonces, las hadas saltarán de su escondite y cada niño encontrará la suya alrededor, pero, por ahora, debemos conformarnos con los aplausos y con no dejar cerrada nunca la puerta del balcón. Ahí residen nuestras esperanzas, nuestra juventud, nuestra alegría, que es lo que representaba Peter Pan -el eterno personaje de Barrie-, y eso sí que no lo podemos perder. Repito, si mis cálculos no fallan, estos días habrán vuelto a la vida, aproximadamente, trescientos mil millones de hadas. No las abandonemos. Ellas, con sus mascarillas, sus guantes y sus batas están haciendo todo lo posible para que a nosotros, hoy por hoy, no nos pase nada.

14. Y después de mañana

Mau Ruiz

Las flechas en la pared me guían. Camino despacio, engarrotado de miedo a que el dolor en el pecho regrese. Me cuesta trabajo respirar. Al final del pasillo una figura con uniforme de astronauta me recibe, me entrega una bata y me indica que me cambie.

Recostado en la cama pienso en mi esposa, su respirar tranquilo cuando la observo dormir, oigo también las trompetillas de mi hija cuando gatea por la alfombra y sacude mi pantufla como un muñeco. Un ataque de tos me sofoca, los puñetazos en la espalda regresan. Cuando abro los ojos veo a una figura de pie junto a mi cama. Mujer blindada de blanco.

Tenemos un desafío, me indica, su voz como una caricia de sol. Veo una doble neumonía en sus pulmones. Es agresiva.

La doctora continúa explicando algo pero no la escucho.

¿Hasta aquí llegó mi vida? Siento que un líquido tibio me desciende por la nariz hasta el labio. Veintinueve años. Esto fue lo que me tocó vivir.

Veo que la figura se inclina sobre mí. Lo vamos a salvar, me indica, y por un momento veo sus ojos, la explosión de luz galáctica en sus pupilas. ¿Quién es esta mujer?

Lo vamos a salvar.

La doctora se va y me quedo solo. Nadie puede venir a verme, a decirme que todo va estar bien, a sujetar mi mano. Este viaje se hace solo. Un equipo de enfermeros entra y me conecta al respirador. Sus ojos parecen sonreírme, me inyectan palabras de ánimo en la vena.

Las horas pasan. Los enfermeros cambian y se turnan, sólo la doctora regresa. Poco a poco, me indica. Lo vamos a salvar.

La imagino corriendo por el pasillo y con la vejiga a explotar entre paciente y paciente, enviando mensajes cortos para calmar a su familia: Todo bien. Estoy tomando las medidas de protección, no se preocupen. Ya pronto.

¿Por qué se arriesga? ¿No siente miedo, miedo de caer en esta misma cama y dar el último aliento sin poder decir adiós? Empiezo a temblar sin control.

Los días pasan y la doctora regresa. Sus ojos me sonríen.

Mañana saldré de aquí. Divididos por una ventana podré ver a mi hija y esposa. Podré guardarme en mi habitación hasta que todo esto pase. Hasta que pueda olvidar y no olvidar lo que pasó en este hospital.

La doctora se va. Mañana y después de mañana y después del después regresará.

15. Historias que son cuento

Abraham Darias Barroso

III

La luz eléctrica del techo cae sobre los enfermos que permanecen en hilera a lo largo del pabellón sin clases. Había un silencio total. Recostado sobre la cama plegable, Santiago Crespo, miembro del Gabinete de Presidencia de la comunidad, tecleaba en su iPhone.

–¿Señor Crespo?

Éste levantó la mirada y se encontró con la del extraño. Volvió a su pantalla en silencio.

–¿Cómo se encuentra? –añadió el recién llegado.

–¿Otro periodista?

–No, señor. Soy médico –señaló en su pecho tres renglones escritos con letra mayúscula sobre el traje blanco: «Salvador. Médico. 10:40»–. Aquí lo pone.

Santiago miró de nuevo al hombre.

–Ah –dijo, y dejó de escribir.

El doctor anduvo hasta los pies de la cama, examinó el parte –deficiencia respiratoria. Posible neumonía por Covid-19– y regresó junto a Santiago.

–¿Cómo se encuentra?

–Nada bien.

Inclinándose, Salvador le ajustó las cánulas de oxígeno.

–¿Mejor?

El político dijo sí con la cabeza. Y entonces el doctor le dijo la verdad.

–Ha habido complicaciones.

El político lo miró como preguntándole por la gravedad. Se oyó una tos carrasposa.

­–Complicaciones serias –añadió.

–¿Cuáles?

–Los parámetros no muestran mejoría. Disminución en respuesta respiratoria y aumento leve de fiebre.

Las aletas de la nariz del político se abrieron para una exhalación larga, de resignación. Había pensado en ello la noche anterior, cuando los desvelos por asfixia –siete, llegó a contar– le obligaban a inhalar profundamente.

–Hacemos cuanto podemos –dijo Salvador.

–¿Lo suficiente?

Tres segundos de silencio. Tras la pantalla facial, formando una línea oscura entre las cejas, el doctor le dirigió una mirada directa.

–Lo suficiente, lo necesario, y más.

Cerca, sonaba rodando la silla que empujaba una enfermera. Salvador miró hacia el parte y luego miró de nuevo a Santiago.

–Necesitará un respirador –dijo.

–Pues tráigalo.

El doctor tardó cinco segundos en responder.

–No es posible, aún –dijo en tono profesional–. Quedan pocas unidades. Una; quizá dos. Por protocolo, atenderemos primero los casos más graves.

–Entiendo –mintió.

La tos carrasposa sonó con mayor arrastre. Salvador dijo que volvería enseguida y acudió al enfermo que tosía. En este momento Santiago Crespo escribió al grupo de Gabinete de Presidencia: «Necesito respirador. Encontrar y traer» y pulsó enviar.

Sosegada la tos, Salvador volvió repasando con atención la unidad. Cuando estuvo frente al político dijo:

–¿Necesita algo?

–No –mintió de nuevo. Y cuando Salvador reiniciaba la marcha:

–Doctor –dijo­–. ¿Me trae otra almohada?

II

Jamás olvidaré el fuerte olor antiséptico –demasiada lejía vertida en cubos con muy poca agua– de este lugar.

Aquí, en la entrada, todos se preparan o se desvisten de su armadura de biorriesgo. Desajustan la pantalla facial; el delantal sale hacia delante formando cuatro puntas con las mangas y la falda, como recogiendo un cubrecama sucio; se desvisten del traje sacando los hombros por arriba, después un codo, el otro, sigue hasta las muñecas, y sin soltarlo, llevan el tejido hasta apoyarlo en el suelo para finalmente sacar una pierna primero y otra después; para lo último llevan el dedo pulgar al interior del otro guante y luego hacia arriba, entonces la mano libre arrastra hacia fuera el primer guante hasta formar un ovillo azul que va directo al material desechable. Tan absorbida estaba por aquel ambiente que no percibí el aviso de la mujer de iris verdes que esperaba a mi lado.

–¿Entras? –dijo.

No sonó agradable como para ser una invitación, ni inflexible como una orden, sino como la manera directa de averiguar si era de las que llegaba a luchar o de las que se replegaba para luego volver. Moví la cabeza diciendo sí, y me ayudó a vestir en silencio: mono blanco, delantal, cinta a presión alrededor de muñecas y calcetines sobre las botas, guantes, mascarillas; terminó de ajustarme la pantalla y me preguntó mi nombre, se lo dije y lo escribió sobre mi traje. Cerrando el rotulador me dijo:

–Ya puedes entrar en la zona sucia.

El campo de hileras se pierde en el horizonte. No puedo vivir con esta asfixia.

I

Esos aplausos… ¿Se irá alguien? Ay, diosito. Que se vaya, que se vaya.

Desperté. Alrededor, los vecinos duermen, o lo parece. Me gustaría preguntárselo, pero, a mi edad, es difícil hacerse entender con esta cosa del oxígeno en la cara.

Al ver que a dos metros junto a mí la enfermera ayudaba a incorporarse sobre la cama a mi vecina amiga, pensé estar atenta para acompañar los aplausos cuando ésta se marchara a casa, pero tan pronto vi que la enfermera le subió la camisa del pijama y movía el estetoscopio frío por su espalda, contuve mi ánimo. La enfermera acostó a mi vecina amiga y seguidamente me dirigió su mirada tras la pantalla. Viendo la enfermera venir era imposible adivinar sus intenciones. Sólo me habló cuando, a mi lado, tuvo mi mano entre las suyas.

–Hay un respirador para usted, Pura. En el hospital.

Nos quedamos mirando la una a la otra, como esperando una reacción o una palabra, pero a mí ya me pesaban los años. Pensé que, al final, cuando escuchara los aplausos y saliera, me quedaría para vivir los marcos con fotografías en las paredes, una vieja voz varonil y familiar en el pensamiento, la mitad vacía de la cama y este anillo, recuerdo de matrimonio. Sonreí como por instinto al sentir cercano un susurro viejo y familiar, y la enfermera me devolvió la sonrisa. Se marchó en el instante en que le dije que ya no me iría de este sitio, y cuando regresó acompañada de otros acepté que ahora tendría que explicarlo todo.

0

Semanas después pudo leerse en los diarios de la comunidad.

Sucesos.

Varios detenidos por malversación de respiradores artificiales.

Política.

Santiago Crespo, curado: “Mi patria fue mi oxígeno. Ella me sostuvo”.

Sociedad.

Muere mujer de 90 años que cedió su respirador: “Tuve una buena vida. Ahora les toca a otros”.

Hablamos con el personal sanitario del pabellón 5: “Aquí hemos visto cosas heroicas. No todos los héroes llevan capa”.

16. Querido diario

Patricia Collazo

Día 1 sin mamá

Mamá me ha dicho que escribiera este diario. Que eso me ayudará a pasar el tiempo mientras no podamos vernos, y de paso, luego podré contarle todo lo que me vaya pasando y que no llegaré a decirle en su llamada diaria.

Día 5 sin mamá

La abuela dice que no podemos hablar mucho rato con mamá. Que nos llama cuando llega a casa, muy cansada después de trabajar todo el día. Que tiene que dormir. Entonces tenemos que turnarnos ella, Eva, Lucas y yo. Solo me tocan dos o tres minutos. Todavía no me he animado a decirle cuanto la quiero.

Día 7 sin mamá

Hoy la gente ha empezado a aplaudir en los balcones a las ocho. La abuela nos ha dicho que aplauden a mamá y salimos los cuatro con los abrigos puestos y aplaudimos hasta que nos duelen los brazos. Lucas es el que se cansa primero y le pregunta a la abuela si está segura de que están aplaudiendo a mamá. “Sí, cariño”, dice la abuela. “A mamá y a todos los héroes que cuidan de los enfermos y luchan contra el virus”. “¿Mamá es como Superman?”, pregunta Eva. La abuela asiente. Yo sé que mamá no tiene capa ni nada. Le miente a Evita porque es pequeña y se lo traga todo.

Día 10 sin mamá

La abuela nos enseñó a hacer magdalenas, nos ha dicho que eran el dulce preferido de mamá cuando era pequeña. Hoy, cuando ha llamado, nos hemos peleado por ser el primero en contarle lo buenas que nos han salido. “Mmm qué rico” ha dicho mamá. Le prometimos que cuando podamos volver a casa con ella, haremos un millón de magdalenas.

Día 12 sin mamá

Hoy me he animado a decirle que la quiero mucho. No sé, ya tengo ocho años, cada vez me gusta menos que me ande besuqueando todo el tiempo. Pero hoy me hubiera encantado que lo hiciera. Me prometió una guerra de cosquillas cuando regresemos a casa.

Seguimos saliendo al balcón a las ocho. Ya no llevamos abrigo, y es de día. Entonces es más fácil ver que al rato de empezar a aplaudir a la abuela se le caen las lágrimas. Es una pesada, pero a ella también la quiero.

Día 15 sin mamá

Nos pregunta siempre si estamos haciendo las tareas que nos pasan los profes. Evita es demasiado pequeña y no le dan tareas. Pero me preocupo de que Lucas y yo estemos al día. Para poder decirle que sí, que lo estamos haciendo todo. Si le decimos eso, se nota que se tranquiliza. Dice que nos extraña, pero que ya falta menos. Que no hagamos regañar a la abuela. Y que se va a dormir, que mañana madruga mucho otra vez.

Día 18 sin mamá

Hoy la abuela ha estado hablando cinco minutos con mamá. Se ha encerrado en la cocina y no nos ha dejado escuchar. Solo nos dejó mandarle besos y abrazos todos juntos con el micrófono abierto. Dijo que mamá estaba muy cansada y que tendría que quedarse en casa unos días. “¿Podemos ir a verla, entonces?”, pregunté entusiasmada. “No, cariño, no podemos” dijo, y luego se enjugó con disimulo dos lágrimas como hace siempre después de los aplausos en el balcón.

Día 20 sin mamá

Ahora mamá nos llama desde casa. Le han dado unos días libres. Pero se ve que ha trabajado demasiado, porque está muy cansada. No deja de recomendarnos que hagamos las tareas, que nos portemos bien. Habla como si acabase de correr una carrera. Le pregunto si estaba haciendo gimnasia. Me dice que no. Que está un poco cansada, pero que se le pasará.

Día 21 sin mamá

Hoy mamá ha hablado un rato más largo con nosotros. Habla con todos a la vez, parece que eso la cansa menos que repetirnos lo mismo a uno por uno. Nos ha prometido que el año que viene, cuando yo cumpla los nueve, Lucas los once y Eva los cinco, nos iremos los cuatro a Eurodisney. Nos pusimos a saltar y gritar como locos. Y ella empezó a toser y toser. La abuela quitó el micrófono abierto y siguió hablando unos minutos con ella encerrada en la cocina.

Día 22 sin mamá

Antes de levantarnos, cuando la abuela todavía no había venido a llamarnos para desayunar, Lucas y yo estábamos despiertos. “Mamá se lo ha pillado”, me ha dicho. “¿Que mamá queeeé?”. “No seas tonta, nena, que tiene el coronavirus y se va a morir. ¿No ves que la abuela no quiere decirnos nada?”

Entonces entró la abuela y levantó la persiana. “A ver esos remolones… que tenemos pan recién tostado…”. “Abuela, ¿es cierto que mamá se ha contagiado?” pregunté, temerosa de que dijera que sí, o de que se enfadara por creer las tonterías que dice mi hermano. Ella se sentó en mi cama. Lucas se bajó de la litera y se sentó a su lado. “Sí, es cierto. Pero se pondrá bien”.

Día 25 sin mamá

Hoy mamá tampoco ha llamado. Lleva tres días sin hacerlo.

Día 28 sin mamá

Seguimos saliendo al balcón a las ocho para aplaudir a todos los que están cuidando de mamá en el hospital. Ahora aplaudimos todavía más fuerte que al principio. Luego nos cogemos las manos limpias y relimpias de tanto lavarlas y cantamos la canción esa que pone a todo volumen la del edificio de enfrente. Yo mucho no la entendía, pero cada vez la voy entendiendo mejor.

Día 30 sin mamá

Hoy mamá ha vuelto a llamar. La abuela tenía razón. Puede que no tenga capa, pero mamá es un superhéroe.

Hoy el balcón a las ocho ha aparecido lleno de primavera.

17. Ciento veinte escalones

Mayte Blasco

Solo me ausento durante ocho o nueve minutos, el tiempo que se tarda en bajar y subir los siete pisos del edificio a una velocidad media. Desciendo con las manos metidas en los bolsillos para no tocar la barandilla. En el rellano del sexto huele a guiso de carne con verduras, o algo parecido. En el del quinto, todos los vecinos han dejado fuera su calzado, zapatillas de deporte en su mayoría. Ayer solo era el del quinto A quien tenía fuera sus deportivas; parece que el miedo y sus prácticas se expanden a una velocidad insólita. Avanzo hasta el cuarto pensando que tal vez nosotros deberíamos hacer lo mismo. Cuando llego al tercero he descartado la idea; ya tengo suficiente dosis de paranoia en la cabeza. Los mellizos del segundo gritan, se pegan, desquician a su madre tras las paredes carcelarias. Se escucha música en el primero, algún grupo de pop rock que no soy capaz de identificar. Llego a la planta baja y reviso el buzón del correo. Nada. Ni siquiera el banco se acordó de nosotros.

Me acerco a la puerta de salida. Resisto la tentación de girar el pomo, de cruzar el umbral, de salir a la calle y respirar el aire de esta ciudad doliente. Regreso sobre mis pasos y comienzo el ascenso.

Una voz masculina de dudosa afinación acompaña el sonido enlatado del disco que suena en el primero. En el segundo piso, los mellizos continúan su batalla. La voz de la madre, exhausta, repite con indolencia: “Parad ya, por favor, que os vais a hacer daño”. A medida que avanzo, mi pulso se acelera, la respiración se agita. En el cuarto piso, releo por enésima vez el cartel pegado junto a la pared del ascensor, una hoja mecanografiada donde se informa de los nuevos horarios de recogida de basuras. Ahí siguen las zapatillas deportivas en el quinto piso. Vuelvo a plantearme si también nosotros deberíamos hacer lo mismo. Imagino un ejército de bolitas malignas microscópicas adheridas a las suelas de mis zapatos. En la entreplanta del sexto y el séptimo, me asomo al ventanuco enclavado a la altura de mi frente. Solo se ve el cielo, hermoso y limpio como pocas veces se observa en esta ciudad enferma. Los pájaros trinan, cantan, copulan como locos sobre las ramas de unos árboles que no veo, en mitad de esta primavera extraña. “Todo esto es ahora nuestro”, pensarán ellos, con las alas extendidas. “Por fin es nuestro”.

Ahora son los sonidos de mi propia casa los que se oyen: la televisión encendida con una serie infantil de Netflix, la risa de mi hijo, aguda e ingenua, enseñándome cada día, cada minuto, que la felicidad existe en cincuenta metros cuadrados.

18. Carta a una madre

Lucía Rivero

Estoy exhausta, mamá. Me duelen las manos y me escuece la cara.

No sé ni cuántas horas llevo aquí, ni cuánto hace que no abrazo a mi marido. Sabes que temo que les pase algo a él y las niñas… pero les echo de menos. Vivimos en la misma casa y no puedo tocarles. A veces oigo a la pequeña llamarme por la noche cuando tiene pesadillas. Se me parte el alma al no poder consolarla.

Cuando me despierto en la mañana, y preparo el café, pienso en el terror de volver. Tienes que ver el hospital mamá, está vacío de recursos. Está a rebosar de personas. Gente por los pasillos pidiendo soluciones. Soluciones que, a veces, no podemos darles. Las personas mueren solas mamá. Vienen solas y se van… solas.

¿Así merece morir alguien? ¿Tan solo?

El martes me encontré con Encarna. Sí, tu amiga de toda la vida… No quise contártelo mamá, para que no sufrieras. Sus hijos llamaron a la ambulancia y, tras realizarle las pruebas, la trajeron al hospital. La vi tan perdida, madre. Tan rota. Llevaba quince días sin ver a sus hijos ni a sus nietos. Ella, en su soledad, enfermó. Y no sé qué es peor, si la soledad o la enfermedad. Quizá van unidas de la mano.

Cuando me vio, y me reconoció… tenías que ver cómo lloraba. “Hija mía”, me dijo. Y por un momento pensé que eras tú. Ella está estable por ahora, tiene ganas de hablar y eso, en cierto modo, es bueno. Le di la cinta de la Virgen del Pilar, aquella blanca que compramos juntas ¿recuerdas? Sonrió. “Ya no estoy sola”, me dijo. Está luchando por vivir. Os enseñaron bien a los de vuestra época. Os enseñaron a siempre volver, a no dar nada por sentado y a exprimir la vida.

Si ella fueras tú mamá… no quiero pensarlo. No puedo. Lucho por cada paciente como si fueseis uno de vosotros, y creo que todos aquí hacemos lo mismo. Eso nos da valentía y fuerza a la hora de avanzar.

Veo a compañeros derrotados, con padres enfermos. Amigos que no pueden despedirse de sus seres queridos. Veo a familias destruidas, con negocios quebrados e hijos a quienes darles una vida mejor. Veo oscuridad mamá, y tengo miedo. Debajo de esta mascarilla soy un nudo de dudas y de dolor. Fuera de ella, doy esperanza. Me pongo la careta de “todo pasará”, y reparto esperanza.

Cuando aplaudís a las 20:00 horas, me avergüenzo. No me considero una heroína. No me considero nada más que una doctora haciendo su trabajo. Velar por la salud de las personas es nuestra misión. Cada día, y en cada situación. Sean cuales sean las condiciones en las que tenemos que movernos. En mi vecindario han hecho carteles, en algunos han puesto mi nombre, dándome las gracias. A mí mamá. A mí. ¿Por qué? ¿Puedes explicármelo? Si yo he tenido que dar malas noticias. Si yo he tenido que decidir a quién sí y a quién no le daba un respirador. Si yo he tenido que tomar decisiones que han acarreado consecuencias. Dime. ¿Qué hago con las pérdidas que pesan sobre mí? ¿Qué hago con esta sensación de no estar llegando a todo? ¿Qué puedo hacer con esta culpabilidad que me hace no poder dormir? ¿Cómo quieren que digiera esos aplausos si yo no me siento grande?

No tengo ni idea de cómo saldremos de esta, ni qué será del cuerpo sanitario cuando todo acabe. Yo no busco reconocimiento. Busco normalidad. Necesito volver a una realidad que creo que jamás existirá de nuevo.

Mamá cuídate. Díselo también a papá. Qué cuesta arriba se hace esto… ¿Cuándo fue la última vez que os besé? Y a saber cuándo será la próxima… Desconozco cuándo me atreveré a volver. Quizá mi nombre ya no me haga justicia, quizá ya no sepa iluminar el camino de quien no tiene luz. Ni el mío propio.

Me siento más humana que nunca, y por ende, más vulnerable. Pero no dejaremos que venza. No merece vencer. Como dijo Julio Verne, “Mientras el corazón late, mientras el cuerpo y alma siguen juntos, no puedo admitir que cualquier criatura dotada de voluntad tenga necesidad de perder la esperanza en la vida”.

Os quiere, de todo corazón, vuestra hija.

19. Heroicidades menudas

Elena Camacho Rozas

¿Qué hago? No puedo quedarme de brazos cruzados. Revoloteo a su alrededor.

Marco el 061. Lo he oído en la tele este mediodía mientras ella recogía a duras penas la mesa. Mamá lleva tosiendo toda la tarde. Parece un oso cavernoso como los que pintaban en las grutas que visitamos este otoño.

—Mamá está temblando —le digo a una mujer de voz neutra.

Me pide que le mida la temperatura.

—Hay un termómetro en el cajón de su mesita.

Lo busco y lo hago. Cuando enfermo yo, es lo primero que ella hace entre mimo y mimo.

Quien está al teléfono sigue hablándome con una voz monótona. ¿Le aburrirá este trabajo? Mamá siempre dice que hay gente a la que nada le hace feliz y otra que se contenta con todo. Y que deberíamos conformarnos con lo que nos toca, sacar lo mejor de nosotros mismos en cualquier situación y disfrutar. Le gusta tanto dar consejos que un día escribiré sobre ellos. De momento, los copio en mi diario, el que me regaló hace un año, cuando cumplí los ocho.

—¿Cuánto espero?

¿Lo que tarde su historia? Y me ha contado un cuento que duraría unos… ¿tres minutos? Cuando ha terminado, me ha pedido que se lo quite. Pero no conseguía ver hasta dónde llegaba el mercurio, no lo tenemos de esos modernos que pitan. La mujer inalterable ha tenido que repetirme cien veces trucos para verlo. Al final, de tanto mirarlo girándolo poco a poco una y otra vez a la luz de la lámpara de la mesita, lo he conseguido. Marca 39,8.

—Seguro, seguro.

Y como no he titubeado me cree. Me da la sensación de que está haciendo tiempo conmigo. Después, siguiendo sus indicaciones, le he puesto trapos de cocina húmedos en la frente para refrescarla, y la he destapado. Mamá, cuando se echó, se cubrió hasta las cejas.

Esa señora me ha preguntado por mi padre y no he sabido qué contestar. Papá se largó hace años nadie sabe adónde, o nunca me lo contaste, mamá. Luego ha insistido si no hay algún otro adulto con nosotros. Pero no, el abuelo murió el año pasado. Fue casi lo primero sobre lo que escribí en este diario. Me hubiera gustado tanto tener hermanos. Pero cada cual vive la vida que le toca. ¡Cuántas veces me lo has repetido, mami!

Le alcanzo la botella de agua para que beba a morro, necesita estar hidratada, pero ni se la arrima a los labios. Empieza a hablar en alto sin ton ni son, no la entiendo, parece delirar, los paños húmedos dejan de estar fríos enseguida. Me han dicho que evite acercarme demasiado. Lo justo para cambiárselos. Y que me tape la boca y la nariz con alguna prenda a modo de mascarilla.

No me escucha, no me habla, tirita y una especie de vapor rodea la escena y le da un toque de irrealidad. No tardarán, me asegura esa voz al otro lado del teléfono. Pero es terrible observar cuánto le cuesta respirar.

Llaman a la puerta, deben de ser ellos. Les abro. Suben con trajes casi espaciales, una camilla y aparatos muy extraños. Se han metido por el minúsculo pasillo hasta el saloncito que usa mamá de dormitorio. Nuestro apartamento es muy pequeño. Hacen mucho ruido. Es imposible, les oigo, demasiado tarde. ¿Qué es imposible?

Me he adormecido en mi cama. Me vienen a buscar. Sus caras son largas. Una médico o enfermera, dudo, me acaricia el cabello y la mejilla. Sin mediar palabra, me abraza y calla.

—¿Y mamá?

—Esta noche vendrás a dormir a mi casa. Acabo ahora mi turno —es su única respuesta—. Mañana ya pensamos qué hacer.

—¿Ha muerto? —le pregunto.

Una lágrima resbala por su rostro y no necesito traductor.

Me da la sensación de que hoy he crecido un palmo. Mamá me diría que estoy hecha una mujercita. No lloro. Ella me enseñó a ser valiente.

20. Mascarilla 19

Josep Belda Roselló

«Hoy, ahora, ya… se enardecen tras las
cenicientas piras con la alevosía
inquieta de sus iras y mentiras».

Luis Eduardo Aute

Hoy, ahora, ya. Acaba de darse cuenta de que estamos en estado de alarma, las noticias lo confirmaban desde hacía un par de días, pero ha sido al entrar cuando ha notado el cambio. ¡Buenas! Qué sorpresa, la semana pasada no viniste. No poder salir de casa lo había enfadado, y se lo hizo saber hasta cansarse. Lo dice sonriendo, con las tijeras en la mano y elevando la voz por encima del secador, pero sin gritar. Aquí no hay peligro. Primero agua tibia, con poca presión: ¿Está muy fría? Había cerrado los ojos y ya no notaba nada, aunque era incapaz de dormir a su lado. ¿Te has hecho el tinte estos días? Recuerda quitártelo si te salpica en la piel, si se seca cuesta más. La sangre latía en la ropa húmeda. Creía haberse asegurado antes de salir de que no tenía marcas visibles. Light red copper brown. Se miró en el espejo preguntándose cómo conseguía no salirse del marco que ocultaba el lienzo de su ropa, debía ser difícil medir tanta ira. Nunca en la cara, aunque a veces si se irritaba por el perfume del alcohol, llegaba al cuello con su aliento embriagado. Antes de que pudiera darse cuenta, estaba cubierta con la capa para empezar a cortarle las puntas, que se abrían como flores a la primavera. A ver si acaba pronto este mes de marzo. Observaba el tatuaje de su mano, le gustaba la silueta de los cuatro pájaros en pleno vuelo: cada tijeretazo era un aleteo huyendo lejos. Quien guarda un secreto y lo cuenta, no puede esperar que la otra persona no haga lo mismo. Cobarde. Has oído que a partir de mañana cerramos, tantas críticas han acabado por hacer cambiar de opinión al Gobierno. Puede enjabonarse y peinarse sola, sí, a veces al mover los brazos tiembla sin querer; simplemente le gusta estar ahí, escuchar su voz le tranquiliza. Le gustaría poder explicárselo. Estos días tendrás que llevar cuidado, ya sabes que eres población de riesgo: sus ojos coinciden de golpe, palidece como la cera de una vela en Semana Santa. Lo sabe. Todo abril, quizá algunos días de mayo. Si quieres, podría pasarme por tu casa. No podía acercarse, siempre le daba miedo después: orden de distancia, alejamiento de seguridad. «Gracias». Le quita cuidadosamente la capa, que aún conserva algunos pelos y se la cuelga del hombro, de perfil pareciera capaz de salir volando junto a su bandada de pájaros, pero se queda con ella. Cuídate.

¹ Mascarilla-19. Es una palabra clave, una llamada de auxilio ante la situación de mujeres que están padeciendo algún tipo de violencia machista y que, dadas las circunstancias de confinamiento, se ven obligadas a convivir con su agresor. La acción, impulsada por los Colegios Oficiales de Farmacéuticos de Canarias, se ha ido extendiendo a otras Comunidades Autónomas. Si una mujer acude a la farmacia y solicita una “Mascarilla 19”, el personal farmaceútico aplicará el protocolo y lo pondrá en conocimiento del 112.

21. Encerrados

María Gil Sierra

La profesora de Candela nos telefoneó preocupada. Al día siguiente acudimos al colegio para hablar con ella. Pasamos al aula mientras la niña nos esperaba en el patio. No quería que estuviese delante. “Siéntense —parecía un juicio oral—. Creo que su hija está atravesando por una etapa crítica. ¿Ha ocurrido algo grave en su familia?”. Mi marido y yo nos miramos desorientados. Entonces sacó las pruebas concluyentes: los dibujos de Candela.

Yo no recordaba nada de eso. Demasiados años. Fue Manuel quien me lo contó durante el desayuno. Eran las diez de la mañana y acababa de llegar del trabajo. Llevábamos algo más de dos días sin vernos. Le noté agotado pero, en lugar de irse a dormir, se quitó la ropa, la echó a lavar y se dio una ducha rápida. Siempre que podemos tomamos juntos el café. Ahora guardando las distancias.

Mientras me hablaba, me detuve en sus labios. Pensé en el jugo de granada y me entraron ganas de mordisquearlos. Pero ni siquiera nos rozamos ya. No es por inapetencia. Lo juro. Desde que comenzó todo esto practicamos el ayuno carnal. Dio un sorbo al café y tosió. Así estuvo un rato hasta que consiguió calmarse. Me fijé que se había puesto su braga de cuello. “¿Tienes molestias en la garganta?”. “Sólo un poco”, contestó. Y, como quien se toma un trozo de tostada, se llevó un paracetamol a la boca. “No es nada. La cabeza. Será por el cansancio”. Y me lanzó un beso balsámico. ¡Cómo no me voy a preocupar! Cada día aumentan los contagios y la tensión en su centro. Y tengo la sensación de que los medios de comunicación pasan de largo. Cualquier detalle me pone en guardia. No puedo saber si también está infectado porque no hacen test a la plantilla. Le pregunto. Y me cuenta que ha hablado con el director, aunque ha sido inútil. El coronavirus es un tema tabú. Al menos, desde que pusieron su módulo en cuarentena, les dan guantes y mascarillas. Eso me tranquiliza un poco. Antes, ni siquiera les facilitaban el gel desinfectante.

Volvemos a la profesora de Candela. Ha sido él. No quiere que siga dándole vueltas a lo mismo. ¿Quién era? ¿La de primero de párvulos? Manuel cree que sí. Y, de pronto, me vienen a la memoria los dibujos. Siempre el mismo: un monigote detrás de rayas verticales. “Miren —insiste la señorita Natalia—, ninguno de sus compañeros pinta así. Parecen barrotes”. Manuel y yo reímos a carcajadas. Nuestra hija ha pintado a su papá. Orgullosa de su trabajo en la cárcel.

22. No somos héroes

Osvaldo Canosa

Octubre 2021

Viernes 8:

Hace varios días que nadie muere. Tal vez estemos ganando. Aunque no sé, estoy un poco confundido. Me fijo en esta agenda qué cosa escribí el 8 de septiembre… pongo casi lo mismo: “hace dos días que nadie muere”. Y el 8 de agosto… claro. Me había olvidado; fue el primer día que subimos a la terraza del Hospital. Escribí con letra emocionada: “está sereno y oscuro, solo se escuchan algunos animales que saben acercarse por la noche”.

Domingo 10:

Hoy es domingo; todos nos reunimos en la terraza. Desde la primera vez que subimos, nos abrazamos y nos tocamos la cara, la nuestra y la de los otros. Agustín interrumpió este ritual amoroso pues quiso hablar. Fue raro, casi siempre habla Leandro. Pero esta vez había que hablar de algo distinto. “Buenas noches a todos. Creo que es importante que hablemos, pues hace ya dos meses que no vienen a buscar los cadáveres. Es cierto que no son muchos, pero nadie ha venido. En este tiempo, no llegaron sospechosos de COVID-19, ni chicos con resfrío, ni accidentados, menos aún una apendicitis o un parto de urgencia. Habrá que ir a la ciudad”

Esta vez el silencio se apoderó de la noche. Mientras bajábamos se acercó Ayelén y me dijo que ella ni loca iba a ir, que acá estaba bien, que ya iban a venir cuando todo acabe, que falta poco…

Quiero dejar asentado, en esta agenda, que yo tampoco quiero ir.

Miércoles 13:

Finalmente, la energía eléctrica se desvaneció. A mí me tocó activar los paneles solares que nos dan un poco de luz y mantienen encendidas algunas heladeras y la morgue. Hoy recordé las palabras de Agustín. No quiero ir.

Jueves 14:

Me encontré con Leandro, hablamos. Me dijo que Agustín está muy preocupado por su hermana. Me pidió que lo entendiera, que es el único que todavía tiene a algún familiar vivo, no como nosotros. Le mentí y le dije que lo entendía y, desde un egoísmo infinito, le dije que no quería contagiarme. Leandro se acercó mucho y me dijo que mañana me iba a contar lo que le contó Moretti.

Viernes 15:

Moretti, jefe del Servicio de Inmunología, es un cincuentón con cara triste y una calva inmensa. Suele hablar poco y casi nunca dice tonterías. Este Moretti le dijo a Leandro algo que me cuesta escribir porque tendré la tentación de tacharlo apenas lo lea. Hoy por la tarde, Leandro me lo contó. Apenas terminó su breve y sustancial relato, se fue silbando bajito, como quien dice. Entonces crucé a Hematología y la encaré a Lola. Siempre la quise encarar a Lolita, pero… por algo con 35 años sigo escribiendo lo que me pasa en una agenda. La cuestión es que la encaro y Loli ya lo sabía, se lo había contado, hace un rato, Agustín. Pero lo que dice Moretti no tiene sentido. No lo escribo y mañana hablo con Moretti.

Sábado 16:

Llegué a Inmunología después de cruzar todo el Hospital que está lindo y luminoso. Moretti me saludó con entusiasmo y encaramos una conversación simulada, parecía verdadera, pero los dos sabíamos que era mentira. Hace rato que no tengo mucho trabajo en Clínica Médica y él no se sorprendió al verme. Le pregunté si eran ciertos esos rumores y solo asintió con la cabeza. “Es increíble, ¿no?” me dijo con cara de bueno. Le dije que no entendía y por eso quería hablar con él. En realidad, no hablamos, me sacó un poco de sangre y me dijo que volviera por la tarde. Antes de volver a Inmunología hablé un rato con Lola que me fue a visitar al office de Clínica Médica. Me gustó hablar con ella, en especial porque me nombró muchas veces… no sé, era agradable escuchar mi nombre con su voz: Luis, Luisito, Lucho. Nunca creí que tuviera tantas versiones. En definitiva, ella me dijo que lo sospechó o lo soñó, o le pareció que eso iba a pasar cuando Leandro habló para la tele el año pasado. Era verdad, ese día Leandro estaba consustanciado con sus propias palabras. Alzó la voz, sin gritar, para decir varias veces, como en una plagaría: “¡No somos héroes, no somos héroes!” A mí me erizó la piel porque sencillamente era verdad; no somos héroes, somos solo personas que tratan de postergar la muerte de otros, de aliviar su dolor, de consolarlos cuando ya no pueden más… Sí, casi me sé de memoria la plegaria de Leandro.

Ya hablé con Moretti. Mañana lo escribo, tengo sueño, pero no sé si voy a poder dormir.

Domingo 17

Moretti me dijo que todos los que estamos en este Hospital estamos inmunes al coronavirus. Trato de no tachar lo que escribí porque, me parece, que es cierto. Pero no tenemos anticuerpos, solo sabe Moretti que el virus no entra en nuestro cuerpo. También lo escribo ahora porque hay otras cuestiones que son más sombrías.

Como todos los domingos, fuimos a la terraza y al llegar, vimos que Agustín y Leandro ya nos estaban esperando. Dijeron que lo que había comprobado Moretti se había acreditado en todos nosotros. Pero había otra cosa más importante. Agustín, con los ojos enrojecidos, se sentó a un costado y Leandro continuó solo y detalló el viaje a la ciudad que hizo con Marta y Eva. Ellas se fueron acercando lentamente a Leandro y entre los tres, apuntalándose, fueron describiendo eso imposible de narrar. No vinieron a buscar a los muertos, no llegaron niños con resfrío, ni madres por parir porque ya no hay nadie en la ciudad. “Pero, ¿dónde fueron?”, casi suplicando, preguntó Carlos. Marta se acercó y tomó la cara de Carlos entre sus manos y le habló como quien le cuenta un cuento a un niño. Le dijo que cuando nos enterábamos que morían nuestros seres queridos, nuestros amigos, nuestros conocidos, también morían otros y otras y así, fueron muriendo todos y cada uno de los seres que habitaban la ciudad.

“Como no somos héroes solo fuimos postergando nuestra propia muerte, qué piensan ustedes queridos colegas, ¿alcanzará para volver a empezar?”

Si la memoria no me traiciona eso fue lo que dijo Eva.

23. Ubi Sunt

Manuel Valera García

Marta lleva trabajando en el Museo del Prado desde 1998. Acabó la carrera de Historia del Arte y desde entonces, y gracias a unas cuantas llamadas que hizo su padre, entró en plantilla, garantizándose una vida cómoda y feliz entre cuadros y esculturas. Lo cierto es que ella misma nunca ha sabido que su padre movió tales hilos; siempre ha pensado que la buena estrella vino como fruto de su esfuerzo o, en todo caso, de un empujón del azar a su favor. En el plano personal, dos divorcios y un embarazo frustrado suponen el contrapunto de una vida que contaba a priori con todos los elementos necesarios para conseguir la felicidad. Los años la han acostumbrado no obstante a no exigir más de lo que tiene.

Así es Marta, que durante el confinamiento es elegida como una de las dos personas encargadas de revisar las salas del Prado. El museo entero para ella sola, pues la probabilidad de encontrarse con su compañero Andrés es mínima. Se ven a lo lejos unas cuantas veces al día y guardan las distancias. La poca gente dedicada a la seguridad está en las puertas, y de ahí no pasa. Así que Marta camina despacio, hace su ronda, revisa la temperatura y la humedad y entretiene las horas ante sus cuadros predilectos. Parece mentira que después de tanto tiempo se puedan seguir descubriendo detalles nuevos en lienzos que se han contemplado con tan intensa dedicación.

Sin embargo, esta mañana de abril algo pasa. Marta se detiene, sin respiración, bloqueada. Mira y no comprende. Acaba de entrar en la sala 12, dedicada al retrato real de Velázquez. Ha ocurrido de repente. Los cuadros están ahí. Sí, como siempre. Las meninas. Y el lienzo del conde-duque de Olivares. Y el de la infanta doña Margarita de Austria. Los cuadros están todos… Los marcos, los lienzos, los ambientes. Pero no las figuras. No hay nadie en los cuadros. Nadie. Se han ido todos.

Al cabo de un tiempo que parece un globo de vacío, Marta comienza a sentir su propia respiración, que se ha reanudado y se acelera al compás de un corazón al galope. Y a la par, un escalofrío se instala en su espalda, subiendo y bajando.

– ¡Dónde están!

Es la voz de Andrés. Que viene a la carrera.

– ¡Marta! ¡No están! ¿Dónde están?

– No lo sé, no lo sé. Se han ido todos…

Se saltan las normas del confinamiento, se abrazan ambos y lloran. No sólo es miedo. Es una mezcla de pánico, incredulidad y un sentimiento mareante de que están viviendo algo irreal. Pero es real.

Recorren juntos las salas, cambian de planta, pasan al edificio de los Jerónimos. Regresan al de Villanueva y peinan cada una de las estancias. Ha ocurrido en toda la pinacoteca. No hay cuadro que mantenga a figura humana alguna. Siguen representados los animales y los elementos vegetales. No así las personas. No están los apóstoles de Ribera. No quedan brujas en los aquelarres de Goya. En La Anunciación de Fra Angélico el ángel permanece, no así la Virgen. En las alegorías del cielo, las figuras celestiales continúan ahí, poderosas e inaccesibles. Saturno sigue devorando a sus hijos. En El jardín de las delicias del Bosco, la locura es mayor: algunos personajes se mantienen, otros en cambio se han marchado.

– Se han confinado -dice Marta-. Los humanos se han marchado del lienzo porque estamos en época de confinamiento.

En El triunfo de la Muerte, de Brueghel el Viejo, así como en otros cuadros alusivos a las epidemias, sigue campeando la portadora de la guadaña, como enseñoreándose del asunto. En los cuadros de temática mitológica, los dioses siguen presentes, pero no los mortales.

Marta y Andrés deciden no comunicar esto a nadie. ¿Para qué? Cuando todo pase, ya se verá. De momento, ¿para qué añadir un motivo más de congoja y estupefacción? Lo que hay afuera ya es bastante dantesco.

Al cabo de los días, los dos empleados del Prado ya pasean con normalidad ante los lienzos abandonados por sus protagonistas. Se acostumbran rápido a una situación a priori increíble. Como ha ocurrido en el mundo de fuera, a fin de cuentas.

Y así transcurren los meses. Un buen día se anuncia el fin de la alerta sanitaria. Miles de infectados y de muertos después y en medio de un cataclismo económico, social y político generalizado, ocurre el primer día en el que se ve cierta luz.

Y ante el asombro renovado de Marta y de Andrés, los personajes de los cuadros van regresando a sus lugares originales. Poco a poco, como si obedecieran un plan de retorno escalonado.

Aun así, tras una semana de retornos, los dos funcionarios comprueban que algunos personajes no han vuelto. Son pocos, pero es evidente que no están y que no van a volver. Ha nacido un nuevo mundo, pero no todos están en él. Como afuera.

24. El asesino

Tina Burbank

Siguió con su Peugeot 205 blanco hasta el final de la calle para poder dar la vuelta sin maniobrar demasiado. De regreso, una de las ruedas delanteras del coche se montó ligeramente sobre el bordillo y al hacerlo, el anciano al que apenas se le veían las gafas y la nariz por encima del volante, dio un par de botes sobre el asiento. Los dos policías se encontraban en aquel momento frente a la entrada porque habían salido a despedirle, y éste les agradeció el gesto haciendo sonar el claxon un par de veces mientras decía adiós con la mano.

—¡Madre mía! Qué peligro tiene conduciendo hasta casa… Menos mal que apenas se encontrará tráfico…

—Menos mal, sí…

—Pobre hombre… Estaba muerto de miedo.

—Joder y tanto… Oye, ¿de verdad crees que ha sido buena idea seguirle la corriente con toda esa historia del asesinato? Puede que lo único que hayamos conseguido es alimentar su paranoia…

—¡Uf!, no lo sé… Puede ser, pero ojalá que no…. Espero que hacerlo no haya empeorado las cosas… De todas maneras, le vendrá bien hablar con alguien, vivir solo tiene que ser muy duro, y más en estas circunstancias… Con esto al menos hemos conseguido que prometa llamar para tenernos al corriente de todo. Si él no lo hace lo haremos nosotros.

El anciano condujo despacio de vuelta a casa, aparcó a varios metros de la entrada de su edificio e hizo el camino hasta el portal con la vista fija en el suelo. Comprobó de nuevo como aquella pequeña zona de la acera seguía extrañamente limpia si se la comparaba con el resto, y antes de entrar a su edificio comprobó también que en el viejo local abandonado de enfrente todo permanecía en calma. Su vivienda estaba situada en planta baja, por lo que únicamente tuvo que recorrer un pequeño pasillo hasta llegar a casa. Después de entrar cerró la puerta con dos vueltas de llave, y al hacerlo fue consciente de que, por primera vez en todas aquellas semanas de encierro obligatorio, había sentido su casa como lugar seguro y no como una jaula, y eso le reconfortó. Colgó el abrigo y dejó los zapatos en la entrada y después de lavarse las manos y la cara a conciencia con jabón se fue hasta la cocina para preparar café.

Eran casi las ocho y no tenía apetito, pero sabía que debía comer algo; además, se había librado de gran parte de la tensión que le había atenazado durante todo el día y el sentirse más tranquilo también le había hecho darse cuenta de lo realmente cansado que estaba. Si en algo había que darles la razón a los dos policías era en que debía esforzarse por descansar y alimentarse bien, por lo que decidió preparar también algo rápido para cenar.

La cena y el café le sentaron bien, tenía menos sueño y pensaba con mayor claridad, y en ese nuevo estado de lucidez y energías renovadas repasó su encuentro con los policías, pensó en la reprimenda que le había caído por saltarse el confinamiento y en que realmente ellos no habían creído su historia, únicamente habían fingido hacerlo… Pero lo entendía, al menos se habían molestado en darle sus números de móvil y habían tomado nota también del suyo y de su fijo de casa. Le habían hecho prometer además que llamaría todos los días hubiese o no novedades, una vez a mediodía y otra de noche, Aunque esto último no tuviese pensado hacerlo, no les molestaría a menos que hubiese algo importante que contar.

Pasadas las nueve, cuando ya se había hecho completamente de noche, apagó la luz de la sala, colocó una silla al lado de la ventana y se sentó dispuesto a comenzar la guardia. La luz de las farolas iluminaba la calle, e incluso tras las cortinas podría ver lo que ocurría fuera sin ser visto. Todo estaba tranquilo y puede que esa noche no llegase a pasar nada, pese a ello estaba convencido de que lo más sensato era vigilar de todas formas. Trataba de mantenerse atento, pero a su cabeza regresaban algunas de las imágenes de la noche anterior: el hombre y la mujer entrando en el bajo abandonado. La música. Los golpes. Después silencio. El hombre saliendo solo y pasadas casi tres horas. La pequeña bolsa negra que el hombre llevaba en la mano al salir. La mancha oscura que la bolsa había dejado sobre la acera y que había obligado al hombre a volver para limpiarla. Y finalmente, el silencio de nuevo. En realidad, no podía asegurar que allí hubiese pasado algo, no había visto nada ni tenía prueba alguna, pero estaba seguro de haber hecho lo correcto al informar a la policía de todo.

Después de aproximadamente una hora de vigilancia, el anciano escuchó un ruido de motor lejano, y momentos después desde el fondo de la calle, le llegó la luz de los faros de un coche. Las piernas habían empezado a temblarle y trató de tranquilizarse respirando despacio y profundamente; se colocó con la espalda todavía más recta en la silla y apoyó las manos sobre las rodillas para tratar de controlar el temblor. El mismo hombre de la noche anterior volvía a pasar en dirección al viejo local y de nuevo se metía dentro cerrando con llave. Escuchó otra vez golpes, después silencio y alrededor de media hora más tarde le vio salir y cerrar con llave mientras sostenía otra pequeña bolsa de basura. Con la intención de ver con más claridad la bolsa, esperó a que el hombre hubiese pasado de largo caminando para abrir unos centímetros la ventana y asomar ligeramente la cabeza. Cuando apenas llevaba unos segundos mirando, el teléfono de casa sonó con fuerza. El hombre se paró en mitad de la acera y se giró para mirar en la dirección del ruido. Al hacerlo pudo ver la cabeza del anciano camuflada entre las cortinas.

25. Don Emilio

Verónica Alejandra Olivera Villanueva

—Última parada don Emilio. La última y nos vamos.

El ruido del motor ahoga sus palabras. El enorme camión, negro como la noche que cae sobre ellos, se detiene con un chirrido largo y quejumbroso, de bestia cansada que ensaya sus últimos estertores. Allá en el pueblo no saben de modernidades. El silencio es el que concede la naturaleza, no el de los aparatos.

—No me tardo, Carlitos.

—Espere, que lo acompaño.

—No es necesario, todavía puedo solo.

—Pero si no me cuesta nada…

El viejo se baja de un salto, intentando demostrar agilidad. Puede sentir la mirada de Carlitos lamiendo su espada encorvada, el cariño que humedece sus palabras. No le gusta preocuparlo, el muchacho ya tiene bastante con lo que tiene. “Usted me recuerda a mi abuelo”, le había soltado una vez durante una pausa para el bocadillo, así de improviso. Y después siguió sorbiendo su café, como si nada.

Cuando abandona el campo visual de su compañero, aminora el paso. Los contendores están dentro de la propiedad, como siempre. Y la reja del chalé abierta, como siempre. Pero esa noche todo es distinto. Hay rastros de risas flotando en el aire, y las calles aún acunan los pasos recientes de sus visitantes.

Sin pensarlo ni pretenderlo, al llegar a los contenedores sigue de largo, atraído por la suave música y las luces que lo llaman desde el salón principal. Al otro lado del ventanal abierto puede ver al alcalde, orondo y sonriente, en pleno discurso. Parece no faltar nadie en la celebración, la primera oficial desde el fin de la cuarentena. Ahí están el jefe de la policía, y el director de la escuela, charlando animadamente con la doctora Ulloa. Un poco más allá unas enfermeras beben espumante y se ríen de las gracias del capitán de bomberos. Hasta el bueno de Paco, dueño del Emporio Hermanos Martín -quien hizo la vista gorda tantas veces cuando los chicos de la Juani se llevaban a escondidas algún alimento que no podían pagar-, está presente. Forman un alegre grupo todos ahí reunidos, comiendo y festejando los nuevos tiempos con sus relucientes medallas colgadas al cuello. El viejo no puede evitar emocionarse, y aplasta una lágrima solitaria con el áspero puño de su chaqueta.

—Ya nos podría haber invitado el muy cabrón—, le suelta Carlitos entre risas, dándole un toque leve con el codo. El viejo se sobresalta. No lo había sentido llegar.

—Nosotros estamos trabajando —responde suavemente.

—Sí, como siempre.

—Tal vez no salvamos vidas en este tiempo, pero las hicimos más agradables. Muchas personas, al mirar por sus ventanas y suspirar por la libertad que habían perdido, se encontraron una calle limpia al otro lado. Pudieron oler los árboles y las flores. Tuvieron un tema menos del que preocuparse.

—Ya. Dicho así…

—Además, no importa que no estemos invitados. Igual podemos tomarnos un minuto desde acá para darles las gracias. En nuestros corazones.

—¿A quiénes?

—A todos ellos. A nuestros héroes.

—Ya.

Sin poder evitar el impulso, el muchacho le da un abrazo torpe y echa a andar. El viejo lo sigue a algunos metros de distancia, con paso lento, dejando que sea él quien vacíe los contenedores esta vez. Sonríe, saboreando el silencio, y se llena los pulmones de noche fresca.

—Debería pedirse vacaciones don Emilio —insiste el joven cuando vuelven a subirse al camión. Lleva meses haciendo doble turno, arriesgándose a su edad. Si no fuera tan testarudo…

—Los demás tenían una familia que cuidar, Carlitos —lo corta con dulzura—. Sólo hice lo que había que hacer.

Carlitos no responde. No quiere ser empalagoso. Además, siente que las palabras sobran, que lo que es evidente no necesita ser mencionado. Basta con apreciarlo —piensa—, con agradecerlo en silencio. Suspira entonces y enciende el motor.

26. Pintor Zabaleta, 37

Plácido Romero Sanjuán

Compruebas la dirección. Calle Pintor Zabaleta, 37. Aquí es. Sales de la furgoneta y te colocas el EPI. Alguien asomado a un balcón te grita algo. Te pones la mascarilla y los guantes y le ignoras. Coges la maleta. Llamas al portero automático. Te abren. Es el 4ºD. Tienes que coger el ascensor. Tocas los botones con un boli que sacas de la maleta. Lees la nota que alguien ha pegado con celo al cristal del ascensor. El aburrimiento vuelve peligrosa a mucha gente. Llegas a la puerta del piso. Una mujer mayor que lleva una desgastada bata te espera.

–¡Qué bien que hayas llegado! –te dice.

Entras en el piso. Huele a… orina de gato.

–¿Qué es lo que pasa?

–El congelador. Se ha estropeado.

–Vamos a ver lo que podemos hacer, señora.

27. Raquel contra el virus

Álex Garaizar

—¡Despierta, dormilona! —dijo mamá—. Que ya son las ocho y media, está papá preparando el desayuno.

Raquel se cubrió los ojos con la mano, cegada por la luz que inundaba la habitación.

—¡Pero por qué tienes que hacer siempre eso! —protestó.

—Pues porque es muy divertido cómo te pones —dijo mamá—.

—¿Hoy tengo una misión?

—Tienes una carta, sí, pero no la hemos abierto. ¡Y tú, hasta después del desayuno, tampoco!

Raquel se incorporó en la cama y, muy obediente, desayunó los cereales, el zumo, las galletas y la fruta.

—¡Ya está! —anunció—. ¡Ahora quiero ver mi misión!

—Vale, vale. Mira, aquí la tienes —dijo papá.

La carta venía sellada y a nombre de Raquel, como las anteriores. Abrió el sobre y la leyó en silencio, girada de forma que no la pudiera ver nadie más.

CONFIDENCIAL

Estimada Raquel,

Muchas gracias por desentrañar el misterio de la tostadora embrujada. Gracias a ti por fin estamos debilitando al malvado virus.

La misión de hoy es muy sencilla. Hemos descubierto que para hacer medicinas necesitamos pimienta blanca, pero no conseguimos encontrarla por ninguna parte. Tenemos información de que en tu casa hay pimienta blanca, así que necesitamos que la consigas y nos la hagas llegar hoy.

¡Pronto podremos acabar con el hechizo del virus y salir de casa!

Gobierno Mundial de Resistencia Antivirus

—¡Mamá, papá! ¡Necesito pimienta blanca! Es para el Gobierno.

—¡Ah! Pues eso es muy fácil, tenemos ahí, donde las especias —dijo papá.

Raquel buscó en el armario y encontró todo tipo de condimentos, a excepción de la pimienta blanca.

—¡Jo, no hay!

—¡Qué raro! ¿Y no vale con pimienta negra? —dijo mamá.

—¡No, tiene que ser blanca!

—Vale, vale. Pues yo estoy segura de que había, igual nos la han quitado.

—¡Mira, aquí hay una nota! —dijo papá.

¡La pimienta blanca ha escapado! Al parecer, quería convertirse en planta otra vez.

—¡Oh, no! —dijo papá.

—¡Cómo que planta! —protestó Raquel—. La pimienta es para los espaguetis de mamá.

—Sí, pero la pimienta viene de una planta, cariño —dijo mamá—. Igual ha ido con otras plantas para ver si crece.

—¿Y dónde puede ser eso? —dijo papá con el ceño fruncido.

—¡Ya sé! —exclamó Raquel—. ¡En el parque, vamos al parque!

—Puede ser —dijo papá—. Pero mejor asegurarse primero de que no está en casa, que no se puede salir si no es súper importante.

—Pero esto es súper importantísimo —dijo Raquel—. Es para que todos podamos salir de casa.

—Eso es verdad —dijo mamá—. ¿Pero en casa dónde podría estar? ¿Dónde hay plantas?

—¡Ah, en la terraza! —dijo Raquel.

Raquel se puso a toda prisa las botas de salir afuera y examinó los maceteros con atención. El bote de pimienta blanca asomaba boca abajo en uno de ellos.

—¡Está aquí! —dijo en tono triunfal—. ¡Eh! Pero si está vacío.

—¿Cómo que vacío? —dijo papá—. Qué raro, si ese bote estaba lleno de pimienta.

—Pues mira, mira —dijo Raquel.

—Uhm, ha pasado algo, sí —dijo mamá—. Raquel, ¿me dejas escribirle al Gobierno para contárselo, a ver si nos dan alguna solución?

—¡Vale!

—Bien, pues voy a escribirles una carta. Mientras tanto, quédate con papá, que con todo esto la terraza se ha quedado fatal y hay mucho que plantar y regar.

Raquel y papá dedicaron buena parte de la mañana a las tareas de jardinería. Después de comer, la niña volvió a la carga:

—¡Seguimos sin la pimienta blanca! ¿No contesta el Gobierno?

—Sí, mira, acabo de recibir la carta —dijo mamá —.

CONFIDENCIAL

Estimada Raquel,

La pimienta blanca ha sufrido un hechizo y se encuentra en estado invisible. ¡Necesitamos que resuelvas estos problemas matemáticos para que aparezca!

Gracias por tu inestimable ayuda.

Gobierno Mundial de Resistencia Antivirus

—¿Qué significa “inestimable”? —dijo Raquel.

—Significa “mucho” —dijo papá—. Venga, tienes que resolver estos problemas antes de las ocho de la tarde, para que podamos enviar la pimienta a tiempo.

—Jo, al final siempre toca hacer matemáticas.

Raquel se puso manos a la obra y comenzó a calcular sumas, restas y multiplicaciones sencillas, aunque le pidió ayuda a mamá en más de una ocasión.

—¡Ya está!

—Vale, muy bien… —dijo mamá, mientras comprobaba las soluciones—. Ahora tienes que sumar todos los resultados para ver qué número te da. Va a ser una suma un poco grande, pero yo te ayudo.

Cuando obtuvieron la cifra final, le dieron el bote vacío a papá, que lo introdujo en el microondas.

—Pon con la ruedita el número que ha salido, ¡pero no lo enciendas, eh!

—¡Vale!

Raquel giró con sumo cuidado la rueda del microondas, como si fuese una caja fuerte, hasta que indicó “2:20”. Entonces, papá pulsó una secuencia de botones al tiempo que enunciaba el proceso, abrió la puerta ¡y extrajo el bote lleno de pimienta blanca!

—¡Halaaa! —celebró Raquel con sus padres—. ¡Venga, mamá, envíalo al Gobierno!

—¡Voy! —dijo mamá—. Les diré que preparen la fiesta. Tú ve a jugar o, si prefieres, ponemos la tele.

A las ocho menos tres minutos salieron a la terraza, que olía aún a tierra húmeda. Los vecinos se asomaban a los demás balcones para aplaudir, al tiempo que Raquel les devolvía besos con las manos.

—¡Gracias, muchas gracias! ¡Ya lo estamos consiguiendo! —gritaba—. ¡Aunque papá y mamá me han ayudado también!

28. La danza de los peces

Dean Uribe

La vio dormir toda la noche, ahora el sueño lo va sacando de la realidad. Se esfuerza para no cerrar los ojos. Verifica la pantalla; los gráficos se pierden en una nube multicolor. Se incorpora lento y sale de la habitación. Cruza el estrecho pasadizo tropezando con las camillas, cegado por la luz. Se acerca a una ventana. Es el mismo sol del valle donde conoció a Miranda; el río lleno de peces estallaba contra las piedras mojándoles los pies. Se va aclarando su visión. Distingue el camión refrigerador estacionado en la puerta principal, acumulando los cuerpos del día anterior. Pero ella todavía resiste. Para él; ella era Miranda. Se acelera su respiración y es contenida por su mascarilla quirúrgica de tres días. De pronto el grito de una enfermera lo trae a la realidad. Regresa a la sala golpeando y abriéndose espacio entre un tumulto de personas que ya no reconoce. Presiona su pecho bruscamente; luchando entre un amasijo de manos y de tubos conectados a un ventilador. Todo se detiene en un breve silencio sostenido en un segundo. Se oye apenas el pitido de las máquinas que nunca se detiene. Los ojos puestos en el monitor que debilita sus líneas. Poco a poco la máquina retoma el ritmo. La vida de la mujer aferrada en el abismo de su pecho fluye nuevamente. El cúmulo de aire contenido en su tráquea se libera en una inhalación desesperada, que es seguida por una tos vital, como un torrente de agua rompiendo en las piedras del valle de Miranda. Siente una paz que lo libera. La brisa de ese río ocupa todo el ambiente y lo refresca; lo inunda, lo sumerge, lo condena. Millones de gotas invisibles explotan en su rostro; bailan alrededor de su mascarilla. Son peces atravesando las fibras de polipropileno, que bajan por su tráquea rompiendo las paredes celulares, descendiendo hasta el último rincón desde donde nace, cada día, su esperanza.

29. El traje del astronauta

Beatriz Vélez García

Mientras el Apolo XI alunizaba, Francisco dejaba que la luna le sirviera de faro en su noche de dehesa. Nunca le llamaron la atención aquellas naves ni los trajes y las escafandras. Campo y bichos, su sueño de maletilla, eso era lo único que, a los veinte años, le importaba. Con los años, cambió el campo por la fábrica de coches en la ciudad, se soñaba menos, pero se ganaba más.

Para Manuel, la luna era uno de los colgantes que había sobre su cuna. Un sol, una luna, unas estrellas… juguetes que danzaban sobre su cabeza con cada una de las pataditas de sus regordetes pies. Creció admirando los recortes de los periódicos de aquel 22 de julio que su padre había guardado en un álbum de polipiel rojiza mientras se imaginaba luciendo uno de aquellos trajes y caminando por la luna.

Francisco vio a la luna dejar de brillar sobre la manta de las farolas de la urbe a la vez que sus agrietadas manos se teñían de negra grasa. Manuel estudió, pero pronto olvidó su sueño de ser astronauta, de qué le valían los conocimientos si se mareaba en todos los viajes.

El día de su septuagésimo primer cumpleaños, Francisco soñó con la luna. Paseaba tranquilamente por la superficie selenita cuando, al darse cuenta de donde estaba, le faltó el aire. Sus pulmones luchaban por encontrar oxigeno mientras su piel, cada vez más encendida, sudaba por el esfuerzo. Al borde del colapso, Francisco pensó que lo mejor sería tirar la toalla y dejar que su cuerpo se apagara a medida que el preciado gas iba desapareciendo de su organismo.

Sumido en un duermevela esperando el fatal desenlace de su pesadilla y boqueando por la falta de aire, Francisco vio aterrizar una nave junto a él de la que descendió veloz un astronauta que, deslizándose a su alrededor por la falta de gravedad, le prestó una de sus escafandras y lo guio hacia el interior del cohete. Una vez que sus pulmones se fueron reponiendo, el sudor dejó paso al frío. El cosmonauta obligó a Francisco a tomar uno de esos compuestos especiales que la NASA preparaba para las largas estancias de sus agentes en la Estación Espacial Internacional y lo dejó sobre un camastro blanco donde se dejó vencer por el sueño.

Un rítmico pitido despertó a Francisco. Parecía que su cuerpo regresaba del más allá, ¿cuánto tiempo había dormido? Intentó moverse, pero las fuerzas le fallaron y se sobresaltó al no reconocer la estancia ni las máquinas que lo rodeaban. Alertado por el jaleo, el astronauta corrió hacia Francisco apuntándole a los ojos con una linternita.

—Tranquilo, Francisco -hablaba con voz profunda desde el interior de la escafandra- soy el Doctor Manuel Hurtado. Todo está bien, el virus lo ha tenido en jaque, pero ya está fuera de peligro.

A través de las gafas de seguridad, Francisco notó que los ojos del médico le sonreían.

30. No todos los motines son iguales

David Arévalo Ruiz

No todos los motines son iguales. Estoy seguro de que cuando Martín me dijo esa frase hace 20 años nunca pensó que yo tuviera que ponerla en práctica alguna vez. Y, sin embargo, fue la idea que me acompañó durante los sucesos de las jornadas que hoy nos traen a su señoría y a mí a esta sala. Porque de nada le sirve a un tutor una hoja de servicios inmaculada en un centro de menores si en una ocasión tropieza con el más grave error al que nos enfrentamos en esta ingrata labor: una fuga de quienes debemos custodiar. No obstante, señor juez, atendiendo a la acusación de colaborar en la fuga de los cinco chicos, me gustaría narrar aquellos acontecimientos desde una perspectiva diferente a la que ha servido como fuente de argumentación para mi inculpación.

Como dije, considero que no todos los motines son iguales. Esta afirmación incurre en el terreno baldío de las perogrulladas cuando la rebelión se produce en una época pandémica, en la que el mayor problema, como todos los presentes sabemos, fue ponerse a salvo de un enemigo común e invisible, más allá de los efectos que ese virus produjo. A pesar de que no todos los motines son iguales, todos poseen un proceso que se divide en etapas sucesivas e insalvables, que superaron la capacidad de respuesta de los servicios públicos. Nuestro caso no fue diferente. Tras los primeros casos confirmados de coronavirus en la provincia, la dirección indicó a los tutores que estuviéramos alerta ante el probable nerviosismo del alumnado. Para nosotros no era algo novedoso; en nuestro trabajo, como usted comprenderá, siempre estamos a la espera de un cambio de comportamiento en los chicos. Las causas pueden ser muchas, pero las consecuencias siempre son las mismas: peleas, altercados o el brote de crisis de ansiedad entre los chicos. Sin embargo, como comprenderá su señoría, en esos tempranos momentos la frase de Martín aún no se había revelado en mi memoria.

Creo que el consejo de Martín, que acabaría convirtiéndose en premonición, comenzó a pesar en mis razonamientos cuando los chicos se preguntaron por su situación en tiempos de una pandemia. Aunque al inicio se cuestionaron la legalidad de mantenerlos encerrados en un momento como el que vivíamos, después se centraron en la falta de libertad. Los medios de comunicación no paraban de generar noticias sobre el confinamiento y los efectos de un encierro que se prolongaría durante varias semanas. Cuando escuchaba a los muchos psicólogos que pasaron por el pelotón de fusilamiento de opiniones hablar de los efectos duraderos que tendría la cuarentena en nuestras mentes, me ponía enfermo. Era repulsivo aquel bullicio hipócrita que no era más que silencio cuando son presos quienes sufren ese aislamiento. Día tras día, mis alumnos ven cómo sus vidas se les escapan fuera de las alambradas. Sueñan con formar parte de historias que, además, no paran a causa de su ausencia. ¿Cuántos abrazos han dejado de dar? ¿Cuántos paseos se han perdido? ¿Cuántas respiraciones de aire puro les debemos?

Yo poseía las llaves de la jaula que evitaba que unos jóvenes pudieran estar con sus familiares o equivocarse, si así lo quisieran. ¿Cómo podíamos estar ciegos ante una inútil justicia? Reconozco que entendía que la cárcel es la mejor forma que hemos inventado para sancionar a quienes demuestran que no saben vivir en sociedad. Pero cuestionaba mi rol como parte de un sistema penitenciario que manosea la libertad hasta reducirla a una recompensa individual y egoísta, olvidando su importancia cuando son otros quienes no la tienen y sueñan con ella. Me sentí débil y abandonado durante aquellos días y la frase de Martín se transformó en un bote salvavidas para mi impotencia.

Tras declararse la segunda prórroga del estado de alarma, los funcionarios del centro empezamos a portar mascarillas y guantes. El tiempo, que hasta entonces había parecido colgarse de un péndulo inmóvil por el peso de todo lo que estaba sucediendo, comenzó a avivarse. En cuestión de días, los chicos habían ideado un plan para escapar que incluía mi participación para dejarlos salir del centro durante uno de mis turnos. No dudé ni un segundo en ayudarles.

En aquellos días de búsqueda de los chicos, en la que participé de forma fingida, no sentía ningún remordimiento por lo que había hecho. Al contrario, sonreía cuando los imaginaba corriendo por las montañas, buscando comida y bañándose en cualquier río. Sabía que no tendrían problemas para sobrevivir unos días porque eran vivos y valientes. Lo único que me quitaba el sueño durante las noches era la certeza de que acabarían siendo capturados y volverían a la soledad de su confinamiento particular y eterno. Pero reía con ellos cuando disfrutaban de los amaneceres y los cielos estrellados. La ironía, intrínseca en el devenir de las cosas, hacía que quienes sumaban cinco años encerrados por nacer en aquellos que muchos denominan lugares equivocados, como si eso existiera, ahora disfrutaban de aquello que todos anhelaban desde sus casas. Asumía que cuando se descubriera todo lo que había pasado debería buscarme otro trabajo, o enfrentarme a una acusación penal, tal y como ha sucedido. Pero tengo la convicción de que lo más justo que pude hacer fue abrir aquella puerta para que los cinco chicos se fugaran. Entendí, al fin, que la libertad no vale nada cuando no se ejerce. Y que todos nos merecemos sentirla alguna vez, aunque estemos seguros de perderla.

Cuando en el interrogatorio policial los chicos dijeron que yo fui el héroe de su fuga, la frase de Martín se definió plena en mi mente. Por supuesto que no todos los motines eran iguales.

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