Tan solo diez relatos, de entre todos los presentados al concurso, han conseguido llegar hasta aquí. Estos son los finalistas que compiten por los premios del concurso de relatos #historiasdesolidaridad, patrocinado por Iberdrola y dotado con 2.000 euros en premios. El fallo del jurado, que está formado por Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y Miguel Munárriz, será anunciado el viernes 31 de enero. El primer premio está dotado con 1.000 € en metálico. El premio para los dos ganadores del segundo es de 500 € en efectivo.
A continuación ofrecemos los 10 relatos que optan a los premios. En este enlace puedes consultar las bases del premio. Gracias a todos por participar.
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1
AUTOR: Clara Ruiz López
TÍTULO: Galletas de barro
Una costra reseca encontraba refugio entre los pliegues de sus dedos, y tenía las uñas sucias, muy sucias, del mismo color que el huitlacoche. Nadie en su sano juicio habría aceptado nada ofrecido por aquellas pezuñas mugrientas; o, por lo menos, eso pensó Camila al echar un primer vistazo furtivo a las manos de la señora González. Pero en la palma extendida, situado entre las finas líneas que auguraban un destino próspero, descansaba un mazapán envuelto en papel vegetal. Un mazapán de la Rosa, su preferido.
-Cógelo, mijita, que está bien rico -dijo la señora González.
Y, con un movimiento rápido -ignorando el torrente de dudas que exudaban los ojos de la niña-, la señora González depositó el dulce en uno de los bolsillos del pantalón de Camila. Lo introdujo a trompicones, descifrando el lenguaje oculto de las costuras, rascando la tela liviana con las yemas de los dedos con tal de encontrar un hueco entre los papelillos arrugados, los lápices de colores, las figuritas de plástico y los secretos.
-Ni que cargaras la casa a cuestas, mija. ¿Qué llevas ahí? -exclamó la Señora González, sorprendida.
Las palabras de la señora González retumbaron en los oídos de Camila; bajaron raudas por el canal auditivo hasta dar con su pecho, y ahí se quedaron, bien agarradas. Camila tragó saliva. No contestó a la inofensiva pregunta, ni ejecutó ninguna clase de gesto que denotara titubeo, arrepentimiento o vergüenza. Musitó un “gracias” atropellado. Se dio la vuelta. Y, zancada a zancada, dejó atrás a la Señora González; a sus manos manchadas de esfuerzo; a la montaña de escombros que a lo largo de la mañana una docena de personas retirarían de la vía.
Desde la distancia, la voz de la señora González alcanzó a Camila una última vez: ¡Mijita! Lávate las manos antes de hincarle el diente al mazapán.
Camila corrió. Corrió entre un mar de coches huérfanos; corrió sorteando el campamento improvisado, atestado de carpas y tiendas, en el que mujeres y hombres preparaban el almuerzo, limpiaban el polvo o descansaban acurrucados en un rincón; corrió más allá de las enormes cicatrices que surcaban el asfalto. Corrió porque su secreto quemaba; porque en las profundidades de su bolsillo, donde los dedos de la señora González no habían sido capaces de llegar, descansaba un tesoro incautado.
Camila transitó calles desiertas y parajes hundidos, hasta que en los límites de un descampado abandonado, junto a una torre de cajas de cartón apiladas, divisó el brazo recogido en cabestrillo -pintarrajeado de hombro a muñeca- de Miguel.
Recostado en el pasto salvaje, Miguel jugueteaba con una ramita de acacia. Haciendo uso de su única mano “buena” sonajeaba las hojas, afilaba los extremos o raspaba la corteza. Cuando reconoció la figura de Camila aproximándose en el horizonte, se levantó de un brinco del suelo.
-¿Lo trajiste? -preguntó Miguel, emocionado.
Camila se plantó frente a su amigo, tambaleante. La acalorada carrera le había pasado factura: resollaba como un potrillo embravecido, y las piernas le temblaban. Se sentó en el suelo con la espalda pegada a las cajas y aspiró una honda bocanada de aire. Cuando sintió que las fuerzas volvían a ella, rebuscó en su bolsillo. Tras unos instantes, su mano resurgió de las tinieblas textiles, mostrando un objeto metálico. Un artilugio frío, pequeño y simétrico. Un cortador de galletas en forma de flor.
-Si la Ximena se entera de que se lo has robado, nos quedamos sin comer -dijo Miguel, mientras repasaba con la mirada los bordes puntiagudos de la gélida flor.
-No me seas gallina. Nunca lo usa, cuando terminemos se lo devuelvo -replicó Camila.
Había llovido hacía poco. Miguel revolvió un pedazo de tierra con la ramita de acacia y en cuestión de segundos, el barrió fluyó libre entre sus pies.
-Espera -dijo Camila, antes de que Miguel hundiera su único brazo funcional en el río de barro.
Camila le entregó a Miguel el delicioso regalo de la señora González, y los ojos del niño resplandecieron.
Al abrir el envoltorio, el mazapán se quebró por los laterales. No disponían de agua limpia con la que lavarse las manos, así que comieron el dulce directamente del papel.
Miguel plegó el paquetito vacío y lo guardó en la cinturilla de su pantalón. Después, tomó un puñado de barro. Amasó la pasta grumosa, suavizó los bordes con la punta de los dedos -llevando cuidado de no manchar la escayola que envolvía su brazo roto- y una vez satisfecho, clavó el cortador de galletas en el centro.
Camila observó el resultado obtenido con detenimiento. Notó cómo algo se le atascaba en la garganta; pero aún así, las palabras consiguieron huir a tiempo de su boca:
-Son como las galletas que vendía doña Lupe en su tiendita -dijo.
Miguel frunció el ceño.
-Se tragó la tierra a doña Lupe.
-También a su beba -susurró Camila.
A Camila le gustaban las galletas en forma de flor que doña Lupe vendía en su tienda, también le gustaban los geranios y las dalias que su mamá hacía crecer con mimo en el balcón de su casa; así como le gustaban los pendientes de margaritas que la señora González lucía los fines de semana en el mercado. Pero todas esas flores ya no estaban, el terremoto las había sepultado, aniquilado, borrado.
Camila repitió el proceso que Miguel había llevado a cabo: tomar, amasar, transformar. Una flor de barro por cada flor robada. Una para la señora González, que levantaba chatarra y escombros con las manos desnudas en busca de supervivientes; otra para la Ximena, que alimentaba a más de cuatrocientos estómagos hambrientos al día; otra para su mamá, que lloraba en la tienda prestada cuando pensaba que Camila dormía; otra para doña Lupe, y también para su bebita.
-Cuando se sequen las flores le devolvemos el cortador a la Ximena -dijo Camila.
-Sí, antes de comer. Ojalá hoy haya pozole -contestó Miguel, con una sonrisa enredada en los labios.
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2
AUTOR: Fefa Martí Maldonado
TÍTULO: Solsticio de invierno
Raziel dejó la lámpara de aceite en la hornacina y, con los ojos semicerrados, se acercó al camastro en el que Dina ya dormía. Por la mañana, después de ordeñar las ovejas, echarles el maíz a las gallinas y trabajar un buen rato en el huerto, había llevado la mula al herrero y acarreado diez fardos de hierba seca desde el prado hasta la cuadra. Por la tarde había aprovechado las pocas horas de luz que quedaban para arreglar varias tablas de la cerca que el viento casi había arrancado de cuajo. Hacía ya tiempo que, al final del día, notaba el mordisco del dolor en las articulaciones y la noche le encontraba con un único deseo: tumbarse y arroparse, buscar el calor de las cobijas que aliviaba el cansancio de sus piernas, y dormir tranquilo hasta la mañana siguiente.
Apenas había cerrado los ojos cuando le sobresaltó el ruido de dos fuertes golpes en la puerta de la casa. Pensó de inmediato en Ishak, su vecino, que llevaba varios meses enfermo. Tal vez había empeorado y era su esposa la que llamaba porque necesitaba ayuda. El cuerpo de Dina se movió sobre el jergón.
—¿Qué ocurre? —preguntó con el tono trabajoso de quien acaba de despertarse.
—No sé —contestó—, no son horas de recibir visitas.
Se echó sobre los hombros un manto de lana, tomó el candil y se llegó hasta la puerta.
—¿Quién llama? —preguntó alzando la voz.
Al otro lado, la respuesta sonó suplicante.
—Abrid, en nombre de Yahvé, somos peregrinos.
No reconoció al que hablaba y, con recelo, abrió despacio hasta dejar un resquicio por el que adelantar la lámpara. A su luz, pudo distinguir a un hombre joven de poblada barba. Se apoyaba en un largo báculo y sujetaba el ronzal de un borriquillo sobre el que una mujer tiritaba de frío.
—¿Qué buscáis a estas horas de la noche llamando a la puerta de desconocidos?
—Perdonad nuestro atrevimiento pero hemos hecho un largo viaje, mi esposa está muy fatigada y no encontramos lugar en el que alojarnos. He visto que tenéis una cuadra y he pensado que tal vez vuestra bondad nos permitiría pasar la noche en ella…
La voz de Dina sonó desde el fondo de la casa.
—¿Qué ocurre, Raziel? ¿Se trata de Ishak?
—No, no es Ishak —dijo Raziel hablándole a la oscuridad. Luego se volvió hacia el hombre—. Esperad aquí.
Entornó la puerta y volvió sobre sus pasos.
—Son peregrinos —explicó—, me piden dormir en la cuadra porque no han encontrado posada.
Dina se incorporó, ya completamente despierta.
—¿Cuántos son?
—Dos, un hombre y una mujer. O mejor diría tres, me ha parecido que la mujer tiene una preñez muy avanzada…
—¿Y qué piensas hacer, esposo?
Raziel miró a su mujer buscando su aprobación.
—He sentido lástima por ellos, parecen muy cansados. Sería cruel dejarlos a la intemperie, la noche está fría…
—Y ahora me dirás que Salomón dijo que quien es compasivo se beneficia a sí mismo, ¿me equivoco, esposo?
Raziel bajó los ojos.
—Algo así iba a decirte…
Dina sonrió.
—Está bien —dijo—, deja que pasen la noche en la cuadra.
Raziel sonrió también. No esperaba una respuesta diferente. Iba hacia la puerta cuando la voz de Dina sonó a su espalda.
—¡Pero dile a la mujer que no se le ocurra ponerse de parto!
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3
AUTOR: Jordi Cuevas Gemar
TÍTULO: Más allá del Guadalfeo
La travesía desde Málaga había sido el infierno. Rafael llevaba tres largos días caminando entre el frío y la fina lluvia, por una carretera llena de gente y de bestias, con las montañas a su izquierda y la playa a su derecha.
Al principio sólo era el cansancio, y el frío, y el hambre, y la tristeza; las casas cerradas a cal y canto a su paso, los pueblos abandonados por gente que también huía, los niños y los viejos arrancando caña dulce de los campos para tener qué comer. Pero luego fue peor. A la altura de Torre del Mar, llegaron por primera vez los aviones: no eran bombarderos, sino cazas, y la gente pensó que eran del Gobierno, que venían a protegerles en la huida. “¡Ahora vienen, los maricones!”, decían algunos. “¿Dónde estabais, cuando venía a tirarnos las bombas er Tío los Molletes?” Pero se oyó un grito: “¡Es un Fiat, son italianos!”, y el cielo se desplomó sobre sus cabezas. Llovieron azufre y fuego como en Sodoma, ráfagas de plomo y muerte que se abatían, una vez y otra y otra, sobre la atestada carretera. Y la gente corría, tropezaba, se pisaban unos a otros, se arrojaban a los márgenes, se ocultaban en alcantarillas, se metían entre las hierbas, y luego muchos ya no se levantaban; los cadáveres quedaban en el camino, y las alcantarillas se llenaban de tantos cuerpos muertos, agonizantes o heridos, que cuando volvían a pasar los cazas y la gente buscaba, de nuevo, dónde refugiarse, en ellas ya no se podía uno meter.
Y el terror siguió en aumento. Al pasar Nerja, donde la carretera se hace más estrecha, encajonada entre el mar y los acantilados casi verticales, aparecieron los barcos. Ya los habían visto antes, pero ahora venían a por ellos. Estaban tan cerca que se distinguía a los oficiales con sus gorras de plato y a los marineros mirando por la borda. Y retronaron los cañones, y no había donde esconderse, y los que no morían por la metralla morían aplastados por las rocas que se desprendían de los cantiles, y Rafael pensaba “hasta aquí hemos llegado”, y en su desesperación miraba al cielo plomizo y esperaba que llegase el fin.
Pero se levantó y siguió caminando, porque no quedaba otra; todos lo hicieron, menos los muertos y los que ya no podían andar. Con los pies hinchados y las alpargatas rotas, cubriéndose del frío y la lluvia con alguna manta, si la tenían a mano. Con la mirada en el suelo y las lágrimas lavadas por las finas gotas de agua que caían sobre el rostro. Con regueros de sangre manando directos del corazón.
Era la Carretera de la Muerte. Mirase donde mirase, el panorama era el mismo. Con ojos extraviados y el alma rota, los padres cavaban hoyitos para enterrar a sus hijos muertos. Y los viejos, sin esperanza, se sentaban en las piedras del camino, a esperar que la muerte se los llevara. O a que llegasen los fascistas, que lo mismo venía a ser.
Y detrás de cada horror les aguardaba otro más.
Pasado Salobreña, al llegar al Guadalfeo, resultó que el puente no estaba. Lo habían bombardeado. El río bajaba crecidísimo: unas aguas espumeantes llenaban su cauce, otras veces casi seco, y alcanzar la otra orilla parecía imposible. Los más osados se arrojaron a cruzarlo a nado, o a vadearlo con sus hijos a cuestas; unos llegaron, otros se hundieron braceando y no se les volvió a ver más. Un grupo de milicianos rezagados, también retenidos en aquel lado del río, trataron de improvisar una pasarela metiendo en el agua los vehículos que los habían llevado hasta allí. Pero era un paso inestable, inseguro, y de quienes quisieron usarlo la mitad no llegó al otro lado. La gente resbalaba y caía, a unos se los llevaba el agua y otros se agarraban a los coches, no fueron pocos los que quisieron dar media vuelta y volverse, pero los que venían por detrás empujaban y no dejaban vía libre, al final caían todos al agua, los que iban hacia adelante y los que volvían para atrás. Nadie contó los que se ahogaron.
Rafael fue de los que consiguieron pasar.
Pero, al otro lado, el milagro. Una furgoneta Renault color gris con el rótulo “Servicio Canadiense de Transfusión de Sangre” parecía varada en la carretera. Desde su interior tres hombres discutían con un grupo de milicianos. “¡Al frente, al frente!”, los oía vociferar Rafael con su acento extranjero; no entendió si informaban a los milicianos de hacia dónde se dirigían, o si conminaban a éstos a regresar y combatir. “¡Que ya no hay frente, merdellones!”, les respondían los otros; y mostraban como prueba viviente el río de gente deshecha a su alrededor.
Por fin uno de ellos se bajó de la furgoneta, se rascó la calva y comenzó a dar órdenes a los del interior. En unos instantes sacaron del vehículo todo lo que había en su parte posterior: máquinas, botellas de suero, cosas que Rafael no supo identificar. Y el extranjero de la calva se dirigió entonces, en su español casi incomprensible, a la multitud desesperada que cercaba ya el vehículo: “¡Sólo niños! ¡Sólo niños! ¡Luego vendrán a por más!”
La furgoneta partió con su cargamento de criaturillas extenuadas y ateridas, a las que se sumó alguna mujer encinta que contaba como dos. El extranjero de la calva, en cambio, no se fue; Rafael le vio vendando las heridas de una anciana y luego ayudarla a levantarse para seguir caminando hacia Almería, agarrada a él.
En 1956, el nuevo y flamante hospital regional de Málaga recibió el nombre de Carlos Haya, uno de los aviadores franquistas que habían participado en los bombardeos de la ciudad. Hasta 2006, en cambio, no se le dio el nombre de “Paseo de los Canadienses” a un desangelado senderillo, entre el Peñón del Cuervo y el Mirador de la Araña, en honor al doctor Norman Bethune.
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4
AUTOR: Johan Hache
TÍTULO: Seis de enero
Un hospital no es lugar para un seis de enero, pero el cáncer se comía a mi padre. Mi madre y yo nos despertamos sin hablar y la mañana grisácea me pareció un mensaje del futuro. Aun así, eché una mirada al lugar donde deberían haber estado los zapatos. No me sorprendí al no ver regalos. Tampoco estoy seguro de que los hubiera querido; creo que más bien buscaba otro motivo para enfadarme y algún objeto que estampar contra la pared.
Recuerdo caminar hacia el hospital pensando en qué había hecho yo para merecer aquello. Sentí algo de consuelo —lo reconozco— cuando vi caras largas entrando y saliendo de ese feo bloque de hormigón rectangular. Todavía tengo impregnado el hedor y el calor insoportable de ese sitio. Al pasar, echaba vistazos a las habitaciones entreabiertas, buscando el mal de muchos, y sacaba conclusiones fugaces. Cada puerta llevaba a un drama, cada cara tenía su historia. No conservo nada en la cabeza de eso, pero sí recuerdo partirme en dos cuando me fijé en el grupo de payasos.
Allí estaban, regalándoles su tiempo a los niños, en lugar de estar en sus casas abriendo paquetes con lacitos. Me brotaron las lágrimas. Me sentí ruin y egoísta. Un reo que debería ser ejecutado al instante por un tribunal de altruistas ejemplares. Mi madre me apretó el hombro, como dándome fuerza. No es que a ella le sobrase. No le dije que lloraba por los payasos. Hubiera sido horrible verbalizar que lloraba por algo que no era ni ella ni mi padre.
Llegamos a la habitación y él parecía algo más entero que el día anterior. Un hilo de esperanza al que aferrarse. Aunque fuera sólo eso, un hilo de lana colgando del precipicio. Juraría que hasta vi un rayo de sol salir fugaz ente las nubes. Él, sin embargo, pareció querer despedirse. Sé que se guardó una frase. Se le quedó encajonada en sus labios trémulos cuando nos fuimos, entre la rabia y la pena.
El doctor terminó de apagar el sol poco después.
—La situación es muy grave.
Ahí estaba mi regalo de Reyes. Supongo que no me porté bien durante el año. Me fui pensando en los payasos y apretando el hombro de mi madre, como si me sobraran las fuerzas a mí.
Dos días después se fue para siempre, él y la frase que se le quedó atrapada entre sus labios. Ya hace de eso diez años.
Hoy es seis de enero otra vez, y el frío no está ni se le espera. La gente se divierte con eso, pero a mí me da miedo. Me levanto solo y miro mis zapatos para calzarme. No espero nada envuelto en papelitos de colores. Me da lo mismo. Voy de nuevo camino al hospital; ya me sé el trayecto de memoria. Me fijo en las caras en la entrada, algunas de rutina, otras contrariadas. «Va por ti, papá», me digo. Veo madres apretando los hombros de sus hijos y veo hijos sonreír cuando aparezco yo gesticulando y voceando por la puerta:
—¡Niños! ¡Este año habéis debido de portaros muy mal, porque en vez de regalos os han traído un payaso!
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5
AUTOR: Cristina Moreno Bernal
TÍTULO: Barro, barro por todas partes
Y ahí está el barro. De nuevo. Un barro que cubre como un oscuro manto hasta el más mínimo milímetro de tierra.
Tengo un nudo en la garganta que me impide respirar con normalidad, pero aun así, trato de disimularlo cuando me dirijo hacia el hombre que hay ante mí.
—¿Dónde dice que estaban su mujer y su hija? —pregunto de la manera más calmada posible. Incluso trato de sonreír en un intento que busca resultar reconfortante para así hacer que regrese al presente, al ahora. Me he dado cuenta de que su cabeza está lejos y, cuando eso pasa, pocos estímulos son capaces de hacer reaccionar a la persona. Mis comisuras tiran de tal manera que siento que la carne va a abrirse y sangrar. Quizá eso me haga despertar también a mí del extraño letargo en el que me he sentido desde que he puesto un pie en este pueblo. Porque quiero pensar que es un sueño, un feo sueño, y que nada de esto es real.
El hombre alza la mirada por fin. Es la tercera vez que le pregunto y no había dado signos de escucharme. Parece en trance. Yo también lo estaría.
Su rostro está cubierto de barro, así como su ropa. No sangra, aunque está herido. No de esas heridas que se aprecian en la piel, sino de las que van por dentro; esas son las peores.
Sus ojos, apagados, evidenciando un vacío que tal vez nunca se llene, se mueven en dirección a los restos de una vivienda, una edificación que hace apenas unos días era su hogar. Y el de su familia. Una familia que ya no está.
Mi corazón se encoge un poco más, si eso es posible.
Miro hacia la casa.
Hay barro.
Barro, barro por todas partes.
En el pueblo, sobre esta gente.
Y ahora, también, en nuestros corazones.
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6
AUTOR: David Villar Cembellín
TÍTULO: El Sendero de la Muerte (Nilay, 2023)
Cuando llega al punto más alto, mira hacia la oscuridad: todavía no se divisa Francia. Es de noche y hace frío. Las piernas le duelen, sus labios están azulados. Atrás deja Italia y sus porras afiladas. Si Europa no tiene fronteras, ¿qué hace él jugándose la vida en el Paso de la Muerte? Un compañero le azuza, continúa andando, no te detengas, vamos, te congelarás. Nilay boquea en busca de aire y sigue avanzando. Logra sujetarse a un brazo amigo. Huyendo, siempre huyendo. De Sudán hasta Libia, luego hasta Italia (recuerda el Mediterráneo como un monstruo terrible, asmático, sin belleza), ahora hacia Francia. La historia de un éxodo cansado hacia algún lugar que ofrezca esperanza. ¿Existirá ese sitio para quien no tiene papeles? ¿Para aquellos que sólo tienen piel?
Hace una hora que han dejado atrás Bardonecchia, todavía queda un trecho. Mientras ascienden por un camino en semioscuridad de los Alpes Marítimos, intentan calcular cuánto les costará alcanzar Briançon. La noche levanta un velo de opacidad que hace que apenas puedan verse entre ellos. Nilay mira hacia el frente con gesto reconcentrado, sus ojos dos impenetrables piedras de obsidiana, dos lunas del color de la noche.
En ese momento comienza a caer una lluvia suave que humedece las rocas y las cubre con un brillo eléctrico. Como una gasa que les cubriera los ojos, la niebla se aproxima desde la cercana Costa Azul. La niebla es espesa, densa, de drupa blanca. En pocos minutos, la tienen encima.
—¿Falta mucho? —pregunta alguien.
La montaña no arroja ninguna respuesta. Nilay sigue avanzando hacia un horizonte oscuro. Nilay en sudanés significa “inicio”.
*
Nilay fija su atención en realizar una pisada segura y no resbalar. Las piedras castañean de disconformidad a su paso. La niebla ha crecido en densidad y ahora es una cortina, un telón, una frazada de deslumbrante opacidad. Han salido por la noche para no ser detectados por la policía y a duras penas pueden verse las manos. Bajo esta cerrazón, la montaña es un lugar impersonal y anónimo. Un lugar inconsecuente. Cualquier lugar.
Ha transcurrido una hora desde que la niebla se echase sobre ellos, pero parece mucho más. Nilay suda mientras se deslizan por esta ladera de inacabables piedras. Las gotas de humedad flotan en el aire como asperges, el horizonte prefigurando una tachadura. Entonces, el grupo para en seco.
Ante ellos asoma la boca abierta de un precipicio. El camino se ha cortado y al otro lado no hay nada sino un gran vacío, un acantilado cuya profundidad no pueden adivinar. Sin quererlo, se han enriscado. ¿Quizá han caminado demasiado hacia el oeste? No pueden saberlo, la oscuridad les niega el estímulo de un destino. La oscuridad no es un color, es la ausencia del mismo. Hasta la esperanza ha sabido engullir esta maldita oscuridad de fumadero.
Bajo la calígine, el grupo comienza a desandar los pasos. Las piedras crujen como caparazones de cucaracha mientras intentan recuperar la senda. Ninguno lo dice, pero todos saben que están perdidos.
Francia queda lejos.
*
Ha comenzado a nevar. La lluvia se ha enfriado y la nieve cae igual que una columna cargada de paciencia, igual que un artesonado mensajero de muerte. Los copos caen mansamente y comienzan a depositarse sobre su ropa y sus caras entristecidas. Nilay tiene frío. Sin querer, a su mente acude el recuerdo de un joven llamado Mamadou a quien tuvieron que amputarle los pies por congelamiento al intentar cruzar el paso de Claviere.
—¿Cómo vas? —pregunta un compañero.
—Bien —responde Nilay.
Pero no va bien, es palpable el cansancio en su arrastrar de pies. Nilay ha tropezado varias veces y le cuesta levantar los pasos. La fatiga ha comenzado a ensombrecer su rostro. Encima de su barba, los ojos entrecerrados asemejan dos cicatrices. Sin embargo, continúa. Exhausto, del todo vencido, no deja de caminar. No se le permite. No se lo puede permitir. Nilay arroja una pierna y obliga a la otra pierna a seguirla.
Se hace necesaria toda su fuerza de voluntad.
*
Como un milagro, un guía de montaña ha encontrado el grupo y les guía por las pistas de esquí.
—¡Por aquí! —les indica.
Nilay no lo sabe, pero su salvador se llama Benoit Ducos. Para él únicamente es una luz que ilumina su paso, un resto de esperanza, un faro entre faros. Benoit les conduce por sendas seguras, pero no es el único guía de montaña que se adentra en los Alpes para salvar vidas. A pesar de enfrentarse a multas y acciones legales por tráfico de seres humanos, son muchos los que evitan que estas montañas se conviertan en otro cementerio como el Mediterráneo. Pertenecen a la organización “Refuge solidarie” y han evitado multitud de accidentes.
Extenuados y al límite de sus fuerzas, el grupo de Nilay alcanza Francia. A modo de bienvenida, les reciben con un caldo humeante. Se ponen de hinojos para beber la bebida caliente, aferrándose a la taza y su calidez. Nilay mira hacia las montañas que ha dejado atrás mientras la sangre regresa a sus extremidades. La luz parece deslizarse a través de una gasa, el sol arrebolándose de vergüenza asemejando un girasol podrido. En silencio, el grupo se despereza. Nilay deja pasar diez segundos hasta que se levanta completamente del suelo. Frente a él, sus pupilas reflejan un paisaje desolado y gris.
—¿Te has fijado? —suspira un compañero con una mueca de amargura—. Aquí también son tristes los amaneceres.
Los ojos de los dos jóvenes sudaneses aparecen oscurecidos, desocupados, zozobrantes. Ojos cansados de kohl. Como si el mundo entero aguantase la respiración, las nubes penden en el aire trazando venas sobre el cielo sólido. Su compañero tiene razón, siempre son tristes los amaneceres para aquellos que carecen de papeles. Para aquellos cuyo único pasaporte está escrito sobre su piel.
Nilay no dice nada. Está agotado, pero debe continuar. De un primer paso, se pone en camino sobre suelo francés.
Nilay en sudanés significa “inicio”.
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7
AUTOR: Jorge Juan Codina Ripoll
TÍTULO: La voz de Ulises
El fragor del agua arrastrando los desperdicios de toda una vida me persigue en sueños. Dicen que los perros no soñamos, pero cualquiera que haya pasado por lo que yo viví en la huerta de Valencia sabría que eso es mentira. Los humanos tienen una extraña manera de confundir lo que no entienden con lo que no existe. Soñamos. Y tenemos pesadillas. Y memoria.
Me llamo Ulises: es el nombre que me dio Juanlu cuando me adoptó en el refugio. Durante cinco años he sido parte de la unidad canina de rescate, cinco años de entrenamiento que encontraron su razón de ser en aquella fatídica semana de octubre, cuando el cielo decidió vaciar toda su furia sobre los pueblos levantinos.
Hemos vuelto tres meses después, para una ceremonia de homenaje. El cambio en el comportamiento de los vecinos del barrio resulta casi cómico. La señora Fuster, que en los primeros días cerraba la puerta maltrecha de lo que había sido su tienda de comestibles en cuanto me veía, ahora me guarda los mejores trozos de jamón. Los chiquillos me han convertido en una especie de héroe local; aunque si les preguntaran, casi ninguno sabría explicar exactamente por qué. La fama es así de caprichosa, incluso para un perro.
Pero déjenme contarles lo ocurrido aquella segunda noche tras la inundación. El aire olía a barro, a gasolina, a miedo… una combinación que me eriza el pelaje todavía. La desorganización reinante era como una jauría ladrando: vecinos, policías, bomberos, militares y voluntarios, cada uno vociferando sin escuchar al resto. Y en medio de todo, mi querido adiestrador, apretando los puños, desesperado, impotente, sin recibir instrucciones concretas, fiando nuestra intervención a su ojo experto en catástrofes, la intuición y mi olfato.
De hecho, la olí antes de verla: una madre perfumada de terror, con el semblante descompuesto por el pánico.
—¡Mi Anabel! —gritaba.
Había algo familiar en su voz que me recordó a los aullidos de las perras cuando les quitan a sus cachorros. El instinto es el mismo en todas las especies cuando se trata de proteger a los nuestros.
Así empezó el combate entre el deber y la supervivencia, a sabiendas de que muchas veces esa pugna es a muerte. El líquido denso y helado nos llegaba al pecho: Juanlu hacía pie, pero yo tenía que nadar en medio de aquel sirope viscoso y hediondo. Sobre nuestras cabezas, el edificio medio derruido gruñía agónico. Cualquier perro con sentido común hubiese retrocedido, pero cinco años junto a mi colega me han enseñado que el sentido común, que tanto escasea en lo cotidiano, está sobrevalorado cuando hay una vida en juego.
El olor de Anabel era débil, apenas un hilillo de aroma bajo la pestilencia dominante de las aguas residuales, pero era todo lo que necesitábamos. Oímos un crujido amenazador de la estructura que hizo retroceder a otros miembros del equipo que venían por detrás. Juanlu y yo compartimos una de esas miradas que lo dicen todo. En sus ojos vi el mismo miedo que abrasaba los míos, pero también algo más: los arrestos que me hicieron aceptarlo aquel día en el refugio y obsequiarlo con un lametón en la mano.
Las siguientes tres horas fueron una pelea a dentelladas contra el tiempo, los elementos y nuestro propio pavor. Cuando por fin asomé el hocico entre los escombros, Anabel estaba acurrucada y temblorosa, pero viva en una minúscula bolsa de aire. Le pasaron una botellita de agua y apartaron de inmediato, con cuidado, las piedras y la ferralla que dificultaban el rescate. Entonces, una linterna me alumbró.
—¡Si es un peludo! —dijo.
En ese momento resolví el enigma: por qué los humanos lloran cuando están felices. Era lo mismo que yo sentía. Y por eso aullé en el interior de aquel túnel.
Siguieron jornadas difíciles que trajeron gozo y tristeza, ánimo y desesperanza. Pero descubrí que aquellos hombres y mujeres enterraban las diferencias, como hago yo con los huesos, y se desvivían ante las necesidades de los otros. Vi manos encallecidas de agricultores empujando lodo junto a las suaves manos de oficinistas, ancianas preparando bocadillos con aceite y chocolate para jóvenes voluntarios que no conocían, vecinos que discutían en las reuniones de la comunidad de propietarios compartiendo sus hogares. Por ser perro, siempre he sabido que la manada es más fuerte que el individuo, pero fue hermoso ver cómo los seres humanos, en medio de la tragedia, recuperaron la conciencia de esta antigua verdad que ellos, por viejos, en ocasiones olvidan.
Quizás por eso, cuando ahora paseo por las calles del barrio con mi respetable arnés rojo y la cruz blanca, percibo un perfume diferente en el aire, dulzón, semejante al del azahar: el de una comunidad que ha aprendido que unidos son invencibles.
Y pienso en cómo una simple decisión puede cambiar tantas vidas. La obstinación de Juanlu al sentarse durante horas frente a un cachorro asustado en el albergue de animales. Mi fe al confiar en él. Nuestra intrepidez y complicidad para avanzar cuando todo amenazaba con derrumbarse a nuestro alrededor.
Los humanos tienen una curiosa obsesión por etiquetar. Me llaman héroe, pero yo soy un simple perro que tuvo la suerte de encontrar a la persona perfecta. Aunque, si me lo preguntan, diría que los verdaderos héroes son los que, como mi compañero, mi hermano, nunca dejan de creer en segundas oportunidades.
Y hablando de segundas oportunidades, el panadero nos espera con los «fartons» de ayer; los que no vende; los trae al polideportivo donde todavía se alojan bastantes voluntarios. A pesar de comerlos recalentados, están de vicio.
Porque algunas cosas nunca cambian, y otras… otras cambian para siempre. Se lo digo a Juanlu cuando conversamos en sueños, mientras me rasca detrás de las orejas:
—El destino tiene cuatro patas y un corazón que late más rápido que el nuestro.
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8
AUTOR: Alberto Rueda Carazo
TÍTULO: La pala
Yo era nueva. Brillaba, incluso bajo aquel sol mezquino que parecía azotar el barro que lo devoraba todo. Mi mango de madera aún olía a bosque, y mi filo metálico podía cortar el suelo como un cuchillo recién afilado. Había sido comprada en una tienda que ni siquiera recuerdo, por un hombre con las manos encallecidas. No sabía entonces lo que significaría.
La primera vez que toqué el barro fue en una esquina del pueblo que ya no existía. Las casas eran más montones de ladrillos que hogares. El agua había bajado, pero no del todo; lo justo para dejar una piel espesa de barro seco y húmedo al mismo tiempo, como si quisiera quedarse allí para siempre. Mi dueño no dijo nada, sólo hundió mi filo en la tierra, y yo obedecí. Había trabajo. Mucho trabajo.
Al principio estaba sola. Éramos sólo él y yo, peleando contra el barro como si pudiéramos ganar. Pero luego llegaron otros. Una mujer con una pala vieja y oxidada, más cansada que yo. Un niño con una caja de cartón que usaba como balde. Hombres y mujeres que trajeron escobas, cubos, cuerdas, y manos desnudas. No se hablaban mucho, pero trabajaban como si compartieran un secreto.
Yo era fuerte, más fuerte que la mayoría. Mi filo no se doblaba, ni siquiera cuando los escombros se mezclaban con piedras y clavos. Pero a veces deseaba ser otra cosa: un martillo para reconstruir techos, o una cuerda para ayudar a sacar lo que el agua se había llevado al fondo. Veía al niño con su caja, y me preguntaba por qué seguía sonriendo mientras sus dedos se llenaban de llagas. Veía a la mujer con la pala oxidada, que a veces se quedaba inmóvil mirando al horizonte como si buscara algo, y luego volvía a cavar.
No recuerdo cuántos días pasaron. No importaba. El sol salía y caía en un abrir y cerrar de ojos, y nosotros seguíamos allí. Una tarde, alguien dejó de usarme y me apoyó contra una pared. Desde allí vi el resto: manos llenas de barro que construían de nuevo lo que el agua había destruido. Vi una cuerda usada para rescatar un colchón que flotaba río abajo. Vi un martillo que no descansaba, incluso cuando las sombras se hacían largas. Vi a una mujer que, al encontrar una foto en el barro, la limpió con cuidado y se la devolvió a un anciano que apenas podía sostenerla de tanto temblar.
Cuando todo terminó, me dejaron allí. Apoyada contra la pared de una casa que volvía a ser casa. Mi filo ya no brillaba, mi mango estaba lleno de astillas, y en mi superficie había marcas de barro seco, como cicatrices. Estaba bien. Sabía que había hecho lo que tenía que hacer.
Alguien me recogió más tarde, un hombre que no era mi dueño, pero que me miró con respeto. Me llevó a otro lugar, otro pueblo, porque el barro nunca deja de buscar a quién hundir. Y yo, una simple pala, seguí adelante.
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9
AUTOR: Lola Sanabria
TÍTULO: La siembra y la cosecha
Cuando nació mi hijo, el padre nos abandonó. Así que tuve que apechugar sola con la crianza. Porque él no volvió a dar señales de vida. Con el tiempo llegué a considerar que fue lo mejor que nos pudo pasar. Echaba la vista atrás y todo eran broncas. Él, un egoísta de libro. Solo pensaba en cómo no dar palo al agua. Le importaban un bledo los demás con tal de tener asegurado su bienestar. Trabajar, trabajaba, pero en cuanto llegaba a casa se arrellanaba en el sofá y de ahí no se movía hasta la hora de la cena. La llegada del niño fue un fastidio. No quería cogerlo. Tampoco oírlo llorar. Así que no tardó en desaparecer de nuestras vidas. Me puse a trabajar en un Centro de Primera Acogida. Allí aprendí mucho y comencé a interesarme por lo que ocurría en el mundo viendo a toda aquella gente que huía de guerras, persecuciones y muertes. Cada vez que leía un informe lloraba a lágrima viva. De aquellas personas apenas se hablaba en las noticias. ¿Cómo era posible que pasaran de puntillas por tanto drama? Comencé a ir a las convocatorias que hacían algunas organizaciones pacifistas. A veces frente a las embajadas de los países donde se daban los conflictos; otras en plazas y calles, pidiendo que se detuviera aquella sangría. La indignación ganaba terreno en mi interior. Cada día entraban más y más menores que huían de lo que eufemísticamente llamaban «zonas calientes». Menos cuando se referían a las pateras. El mar escupía cadáveres de niños y niñas, de mujeres, de hombres… Y las imágenes daban la vuelta al mundo. ¡Qué horror!, pobre gente, decían en los bares, mientras comían pinchos de tortilla y cervezas, quienes estaban al resguardo de miserias y bombas. Era un reguero continuo de vidas destrozadas. Menores que llegaban sin padres. Con el gesto duro, sin una lágrima. Secos los ojos. Con la determinación de sobrevivir a toda costa. Tragedias que se quedaban encerradas en el centro. Un respiro que la mayoría de las veces acababa cuando cumplían los dieciocho años y no tenían a dónde ir.
Y mi hijo mamó de aquella rabia.
Anoche tuvimos bronca. Tal vez sea yo la culpable. Sólo quería que nunca fuera a una guerra. Por eso lo llevaba conmigo a las manifestaciones. No pasa nada, le decía apretando su mano muy fuerte.
Cuando creció, invitaba a casa a sus amigos que cruzaban el Estrecho, y yo me esmeraba en la cocina. Mi hijo, un blanquito con rastas, escuchaba atento y olvidaba el tenedor en el plato. Hablaban de la falta de medicinas, de kilómetros de arena seca, de la lucha por su territorio, del hambre. A mí se me iban las ganas de comer, atenazado el estómago en una náusea que me duraba el resto del día.
—Ustedes los europeos…
Guardaba las sobras en el frigorífico. Echaba el agua de la jarra en las macetas. No quería que me dijeran: Ustedes los europeos derrochan.
Decidió estudiar periodismo. Y yo encantada. Ya lo veía en la televisión, o escribiendo artículos en los principales periódicos del país. Pero no. Quiere ir a donde hay conflicto, a donde asola la hambruna, a donde las guerras tribales siegan vidas humanas. Para que el mundo sepa, dice. Como hizo Marie Colvin, dice. La que murió, apostillo yo. Y él que no sea tan negativa. Que volverá y me sentiré orgullosa. Como si ya no lo estuviera.
No sé cómo va a arreglárselas. Él, que no aguanta la picadura de un mosquito, ni un roce del zapato. Que el calor le agobia. Pero se va y no puedo hacer nada por evitarlo.
Amanece. Me levanto, hago café, desayuno y salgo. Cuando vuelvo a casa, él ya se ha levantado.
—Te compré unas mudas. Y saqué dinero del Banco- digo.
—Gracias, pero no hacía falta.
—Y puedes llevarte las medicinas del botiquín.
—Vendrán bien— sonríe.
—No olvides la crema para los mosquitos.
— No la olvido.
—No dejes de protegerte. Tú ya sabes.
— ¡Mamá!
Lo sigo mientras él prepara la mochila. Luego nos quedamos uno frente al otro. No pasará nada, dice. Muevo la cabeza en silencio. No quiero llorar, pero lloro cuando nos abrazamos.
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10
AUTOR: Adrián Pérez Avendaño
TÍTULO: Un corazón compartido
La algarabía era la habitual en una celebración así. Voces que se mezclaban del mismo modo que lo hace la sangre cuando llega al corazón procedente de diferentes venas y arterias. Sin embargo, la pregunta del niño no pasó desapercibida.
–Abuela, ¿por qué no cuentas la historia del corazón?
–Cariño, hoy el protagonista es tu abuelo, es su fiesta –respondió ella después de tragar con urgencia el trozo de solomillo que tenía en la boca–. Tampoco quiero aburrir a toda esta gente tan importante que ha venido a acompañar al abuelo en un día como este.
–Pero mamá, el niño tiene razón –intervino su hija–. Hoy es, precisamente, el día perfecto para que todos conozcan la historia.
–Está bien, pero seré breve, que todavía faltan los postres ¬–dijo antes de pasarse la servilleta de tela por los labios, ponerse en pie y aclarar su garganta.
Ahora sí, los cubiertos quedaron sobre la mesa, algunas copas, en vilo, y los niños, por primera vez, dejaron de ser niños.
La abuela comenzó hablando de su primer novio, Pepe El Jardinero, como le llamaban en el pueblo –siempre contaba la historia cronológicamente–. De Pepe contó cómo la había conquistado dando aquellas formas casi irreales a arbustos, setos y plantas. Pero aquel joven era tan hábil con las tijeras de podar como con las palabras. Y quiso también moldear a su antojo el corazón de la abuela, que de malas hierbas sabía un rato. Así que pronto se dio cuenta de que se estaba poniendo cada vez más mustia y decidió salir corriendo de aquel jardín para florecer de nuevo.
A aquel primer amor de juventud siguió Andrés, que había heredado la herrería de la familia. Al comienzo, saltaban chispas entre ambos y no parecía improbable que de tanta pasión cualquier día los dos acabaran en mitad de las llamas. Una relación que parecía bañada en oro pero que, sin embargo, no hizo bueno el dicho de que un diamante es para siempre puesto que fue degenerando en una rutina de martillo y yunque. De días plomizos. Y en pocos meses el corazón de la abuela transitó de la incandescencia inicial a la dureza del hierro forjado, incapaz, al fin, de albergar el más mínimo sentimiento amoroso.
No fue fácil la decisión de poner tierra de por medio cuando tras semanas de idas y venidas, la abuela marchó a la ciudad. Allí, su corazón se reblandeció de nuevo. Llegaron entonces los amores fugaces, esos que dejan una huella leve, no más que una pisada en la orilla del mar. Román, un sastre cuyo carácter, más de hilo que de aguja, más de cinta métrica que de musas, resultó no dar la talla por querer bordar una relación a la medida del corazón de la abuela, olvidándose de la necesidad de crear un patrón común. Simón, maestro de escuela, que, por h o por b, nunca encontró la fórmula para enamorarla y un día, sin más, ella acabó saliendo por la tangente. O Antolín, futbolista semiprofesional, que cada dos fines de semana, coincidiendo con los partidos que su equipo jugaba en otra ciudad, aprovechaba para patear el corazón de la abuela, pensando que ella nunca se enteraría.
A los desengaños amorosos se unieron un cúmulo de penurias, muchas procedentes todavía de los aires rancios del pueblo y que fueron minándola poco a poco. Hasta que un día su corazón dijo basta.
En este punto de la historia, la abuela solía hacer una pausa mostrando todo un repertorio de dotes teatrales. Ese día no fue una excepción. Bebió un poco de agua de su copa, carraspeó tapándose la boca con el dorso de la mano y cerró los ojos durante unos instantes.
–¿Y qué pasó? –gritó alguien desde la otra punta de la sala.
–Que mi corazón quedó hecho unos zorros –dijo retomando el relato–. Que ya no servía para nada. Que nunca más volvería a latir como antes. Y fuiste tú –ahora girándose hacia el abuelo y cogiendo su mano– quien llevó a cabo el trasplante que me salvó la vida. Fuiste tú quien, por primera vez, cuidó de mi corazón. Sin querer moldearlo. Simplemente, respetándolo. Lo cuidaste en las cinco horas de operación, sí. Y lo has hecho a lo largo de un postoperatorio que ya dura treinta y siete años.
–Yo solo hice mi trabajo –dijo el abuelo, ahora en pie–. En cambio, alguien muy generoso decidió compartir su corazón contigo. Fue esa persona quien de verdad te salvó la vida. A quien todos le debemos tanto. Y después, tú nos demostraste, y sigues haciéndolo, que se puede amar profundamente incluso llevando el corazón de otra persona.
Tras las palabras del abuelo, los dos estuvieron largo tiempo abrazados, la cabeza de una junto al pecho del otro. Nadie aplaudía, nadie hablaba, nadie se llevaba un trozo de nada a la boca. Ni siquiera los niños habían vuelto a ser niños. Quizá, todos deseaban escuchar lo mismo que ellos: dos corazones latiendo como si fueran uno.
¡Buena selección! ¡Hay algunos trabajos emocionantes!