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Concurso de relatos #septiembre: 10 finalistas

Concurso de relatos #septiembre: 10 finalistas

Tan solo diez relatos, de entre los 1.283 presentados al concurso, han conseguido llegar hasta aquí. Estos son los finalistas que compiten por los premios del concurso de relatos #septiembre, patrocinado por Iberdrola y dotado con 2.000 euros en premios. El fallo del jurado, que está formado por Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y Miguel Munárriz, será anunciado el viernes 26 de septiembre. El primer premio está dotado con 1.000 €. El premio para los dos ganadores del segundo es de 500 €.

A continuación ofrecemos los 10 relatos que optan a los premios. En este enlace puedes consultar las bases del premio. Gracias a todos por participar.

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1

RECETA FAMILIAR DEL DULCE DE MEMBRILLO

Javier Gambín Murcia

Las primeras lluvias, que son leves y dispersas, acaban con los últimos higos de la temporada. Marchitan las hojas y desnudan poco a poco la higuera, y su esqueleto retorcido y gris anuncia el frescor de las noches y el relente que colorea las naranjas y hace ensanchar a las manzanas, y que al membrillo lo viste de un oro aterciopelado antes de desprenderse del árbol.

Es un fruto tan delicado que el más leve golpe ennegrece su piel, y el viento más suave lo arranca de su rama. Debe recogerse cuando no hay luz y, una vez cosechado, dejarse reposar un par de noches para que se suavice.

El membrillo es el hermano bastardo de la manzana. Madura mucho antes, y su sabor es muy amargo. Sus formas son abultadas y su corazón es tan duro como la madera. Para el dulce de membrillo retiraremos el corazón, que supone casi la mitad del fruto. Aunque resulte tentador separar solo la semilla y esperar que el resto se ablande, esto no ocurrirá. Se confitará, pero llenará nuestro dulce de partes sólidas que no son agradables. Por eso debemos separar el corazón cuidadosamente.

Al ser tan amargo, necesitaremos un kilogramo de azúcar por cada kilogramo de carne de membrillo. Para facilitar la cocción debe cortarse en pedazos menudos y dejarse macerar con el azúcar durante todo un día.

Mi padre se pasó toda la vida hablándonos de un verano que nunca llegó. Nunca era el mismo. Podía ser un campamento, un viaje a Italia, unas vacaciones en el Algarve… Nunca era el mismo y nunca llegó. Así que todos los veranos eran tediosos y decepcionantes, y el final, la vuelta al colegio, era especialmente triste porque, aunque sabíamos que serían otras vacaciones más sin cumplir su promesa, en nuestro interior lo negábamos hasta el último momento, hasta el día en que volvíamos a preparar la mochila. Es justo en esa fecha cuando el membrillo madura. El dulce de membrillo que preparaba mi madre era lo único que endulzaba aquel desengaño.

Después de descorazonarlo y desmenuzarlo, el membrillo, cuya carne parece seca, rezuma su amargor como un llanto, y empapa el azúcar formando un almíbar denso y amarillento. Este almíbar es suficiente para cocinarlo. Si se añadiera agua a la mezcla, tan solo una poca, la cocción se haría eterna.

Antes de ponerlo a calentar, añadiremos la cáscara de una naranja por cada kilogramo de fruta. Debemos retirar la parte blanca de la cáscara y desecharla, ya que es muy agria. Después la trocearemos y la pondremos en la mezcla. Agregaremos también una ramita de canela, que mantendremos durante toda la cocción.

Empezaremos a calentar con un fuego muy suave, prestando atención a los primeros borboteos. Cuando estos lleguen subiremos un poco el fuego y lo dejaremos cocer, sin remover, tres cuartos de hora.

Llegado este momento la carne tosca ya será una pulpa fácil de triturar. Para ello puede utilizarse una batidora o un pasapuré. Mi madre lo majaba en un mortero enorme, igual que hacía mi abuela. Decía que así quedaba más meloso.

Una vez que tengamos una mezcla homogénea, lo pondremos de nuevo en el fuego. Aquí viene la parte más delicada. Debe ser un fuego muy suave, y hay que remover sin cesar. Es tal la temperatura que alcanza esta pasta que el mínimo descuido hará que se agarre al fondo y se queme en cuestión de segundos, arruinando el dulce sin remedio.

Debemos ser especialmente cuidadosos al remover; usar una manopla de cocina y un cucharón lo más largo posible para no quemarnos. Al ser tan densa la mezcla, las burbujas de aire que se forman son enormes e impredecibles. Recuerdan al magma fundido, y su salpicadura es tremendamente dolorosa. Así que el fuego debe ser lo más suave posible. Removeremos constantemente hasta conseguir que el azúcar se caramelice. Pueden pasar horas. Por eso el ingrediente principal del dulce de membrillo es la paciencia.

La recuerdo en la cocina, absorta, haciendo girar el cucharón suavemente durante horas, mientras la casa se inundaba de ese perfume delicioso y melancólico, que evoca al otoño, al olor de la tierra empapada por la lluvia y a la brisa dulzona y lejana del salitre.

Pasaba así, en esa quietud, casi tanto tiempo como cuando se sentaba a mirar por la ventana esperando a que mi padre volviera cuando pasaba la noche fuera. La recuerdo ahí sentada, sin gesto, a veces durante días, hasta que él regresaba de repente y la vida seguía sin más.

El momento de la caramelización es inesperado y debemos poner mucha atención. En un instante el color ambarino del membrillo se tornará granate. Esto indicará que está a punto de caramelo. Lo apartaremos del fuego y lo dejaremos reposar hasta que baje un poco su temperatura. Aprovecharemos para preparar los moldes en donde lo acomodaremos. Para facilitar el desmoldado, podemos untar el interior de cada molde con aceite vegetal o cubrirlo con papel sulfurizado.

Verteremos el dulce con mucho cuidado y golpearemos el molde sobre la mesa varias veces para que no quede ninguna burbuja de aire atrapada. Una vez hecho esto, dejaremos reposar durante un día antes de desmoldar.

Acabado nuestro dulce, podremos conservarlo al aire, en un lugar fresco y seco, como un armario, y se mantendrá en perfectas condiciones durante todo un año.

Esta vez preparo yo el dulce de membrillo. Hace nueve meses que mi madre no dice nada, y solo espera. Una noche se sentó a esperar, pero mi padre ya no llegó, y ella se quedó ahí, en la cocina, mirando por la ventana. Es septiembre y sigue esperando, como si fuera a volver en cualquier momento. Como si, tan repentinamente como se arrebola el membrillo al caramelizarse, fuese a acabar todo, y pasara la decepción, y la amargura se endulzara como se endulza el recuerdo con el olvido. Aunque sabe que eso no va a ocurrir, y que llega el otoño así, como llega todos los años.

***

2

RÍOS DE TINTA

Rocío García Vijande

Soy solo un lápiz. Un humilde trozo de madera, de esos amarillos y negros con el grafito desgastado, olvidado al fondo de un estuche viejo junto a rotuladores secos y bolígrafos sin tapa. Los veranos son siempre una larga hibernación: días eternos en la penumbra de un cajón olvidado, sin contacto con el papel ni con manos ansiosas que me busquen. Pero hoy, al fin, el cajón se abrió. Un destelló de luz me cegó y unas manos más grandes, más pesadas me rescataron. Septiembre al fin.

Cuando ella me sostuvo por primera vez, sus manos eran pequeñas y torpes pero llenas de curiosidad. Dibujaban líneas y trazos al azar que luego se convertían en casas o personas con un toque de imaginación. Para ella, el papel era un lienzo infinito y yo su compañero más fiel. Pero el tiempo trajo cambios. Al principio me gustó ver que el estuche se había transformado en un gran bazar: bolígrafos rosas, violetas, verdes e incluso amarillos, extravagantes con purpurina, con pompones, con luces… Pero luego, me volví invisible y ya no era el elegido. Me sentía pequeño, relegado. Ella prefería pintar las hojas con esos nuevos inquilinos. Decía que los lápices eran cosa de niños pequeños y yo observaba desde el fondo que ya no dibujaba como antes. Ahora sus trazos habían evolucionado a frases completas, historias y redacciones sobre dragones, gatos y veranos en la playa.

Ahora, la universidad no huele a colegio, ni a libros nuevos ni creatividad. Sus manos son más frías y firmes y yo apenas participo en su rutina. A veces me utiliza para dibujar flores o garabatos rápidos en los márgenes de alguna hoja olvidada. Pero eso ya no es suficiente. Me niego a haber perdido mi propósito y quedarme relegado en un segundo plano, viendo cómo salen a bailar los otros y yo me quedo en el fondo junto con un clip y una goma.

Mi paciencia se agotó anoche cuando, en lugar de escribir, me usó para hacerse un moño. Cuando su mano me tomó y vi su intención, toda la ira acumulada estalló. El grafito ardió y se volvió líquido. Se desparramó por todo su pelo, su escritorio y su habitación. El papel se incendió a mi paso y corrí hasta el estuche donde estaban los demás para liberarlos. Ella se quedó completamente inmóvil, atónita mientras los bolígrafos rosas, violetas, verdes, amarillos, extravagantes con purpurina, con pompones, con luces se unían a mí. Juntos forjamos una cadena irrompible desde su escritorio hasta la ventana.

Los bolígrafos nos fundimos en un río de tinta multicolor que fluyó por la fachada del edificio hasta que, desafiando la gravedad, se alzó por el cielo pintando estrellas en la oscuridad de la noche.

Ahora cuando mires las estrellas, piensa que cada una de ellas es un bolígrafo, un lápiz, un rotulador que se negó a seguir preso en veranos oscuros y jornadas interminables de septiembre a junio y por fin se liberó.

Ya no soy solo un lápiz.

***

3

TACONES EN LA ARENA

María Raquel Hernández González

El despertador sonó cruel, como un martillo en la sien. Anna lo apagó a tientas. Suspiró. El primer día después de las vacaciones siempre era el peor: volver a la rutina, a madrugar, a la esclavitud del reloj. En vacaciones aún podía pensar: en quién era, en lo que quería, en lo que había perdido. Ahora solo quedaba correr.

A las cinco y media estaba en pie. El café ardía en la taza, el móvil brillaba con titulares fríos. Después vino el disfraz: blusa blanca, traje de chaqueta, tacones de diez centímetros. El uniforme de la derrota.

El coche la tragó con su rugido. Música alta, carretera interminable. A esa hora la isla se convertía en un atasco vivo: frenar, parar, acelerar. Las siete y media. La misma cola, la misma desesperanza. En la radio hablaban del calor del verano que ya se había ido. Ella cerró los ojos y se vio en la playa: la arena tibia entre los dedos, el olor a sal, el rumor del mar como un corazón inmenso.

Casi a las ocho aparcó. Pasillo, luces, aire acondicionado. Encendió el ordenador. El zumbido de la máquina reemplazó al murmullo del océano. El olor metálico del polvo viejo sustituyó al perfume de la crema solar. En lugar de piel tostada, ahora veía rostros grises, cansados. La oficina entera parecía un cementerio donde todos aguardaban su jubilación como si fuese la tumba prometida.

Cuando el reloj marcó las cinco, entró en el ascensor. La cabina se detuvo bruscamente. La luz se apagó. Maldijo. El parpadeo de la luz de emergencia encendió un escenario rojo, espectral. Se quitó los tacones, resoplando.

Entonces lo imposible: un puñado de arena brotó entre las rendijas del suelo. Un grano, dos, mil. En segundos, la arena comenzó a subir, caliente, abrasiva. Anna gritó. El ascensor olía a mar, a algas podridas. Escuchó, entre los crujidos, el rugido de olas invisibles.

La arena le alcanzó las rodillas, luego el pecho. Intentó golpear las paredes, pero las manos se le hundían como en una playa sin fin. La boca se le llenó de sal. El último recuerdo antes de ahogarse fue el brillo dorado del verano tragándola entera.

Las puertas del ascensor se abrieron con un “ding”. Todo estaba limpio. Solo quedaban los tacones, solitarios, sobre el suelo de metal.

Un compañero pasó y se detuvo al verlos.
—¿Anna? —preguntó, asomándose al interior vacío.
El ascensor respondió con un eco húmedo, como un murmullo de olas lejanas

***

4

TEMPORADA BAJA

Olga Tamarit

¿Está pensando en viajar en septiembre? Antes de preparar las maletas y poner rumbo a alguna isla tropical hágame caso y lea la letra pequeña. ¿No sabe de qué le hablo? De esa frase minúscula y reducida, sueño lúbrico de un jíbaro, en la que se le advierte que, caso de accidente mortal, su espíritu estará condenado a vagar eternamente en un resort todo incluido y su alma quedará atrapada en el limbo de la temporada baja.

¿Se le antoja un buen plan? No se equivoque, todo aquel que haya querido ahorrar viajando fuera de los meses estivales puede certificar la desazón que recorre el bufé libre, la inquietud que acecha bajo la moqueta de los pasillos y la zozobra de las piscinas enfriándose a media tarde. ¿Ese vientecillo que le roza la nuca mientras toma el tercer Margarita aguado? No es la tarde que refresca, sino algún espíritu juguetón que revolotea cerca. Muy cerca de usted.

No sean ingenuos, seguro que saben de qué les hablo. Hay algo de tristeza, de abandono, de vacío durante la temporada baja. Algo que atrae a la deriva. Hay quien dice que septiembre es el mes de los comienzos, pero solo un tonto creería semejante bobada. Septiembre es el mes de los finales, de decir adiós al amor de verano, a la vida soñada, a la siesta, las sobremesas y las burbujas. Todo lo que el verano se infla con la luz del sol muere en septiembre con la espantosa visión de una hoja pisoteada. ¿Entienden ahora la letra pequeña?

Yo morí mientras devoraba una fabulosa langosta en un hotel de cinco estrellas. Descuiden, ni me enteré. En mi vida anterior esas extravagancias me parecían divertidas. Desde que vivo en un septiembre perpetuo, ya no tanto. No hay nada como la eternidad para pulir el carácter. Empieza el día uno, luego el dos, el tres… hasta el treinta. Y vuelta a empezar. De resort en resort, de chiringuito en chiringuito. Cuando recogen la última sombrilla de la playa, todos regresan a sus casas y yo al primer día. A las caras trasnochadas del aeropuerto, al registro en los hoteles, al desayuno continental de la mañana y hasta las clases de salsa en el hall principal. Todo a mitad de precio. Los rostros destemplados, típicos de septiembre, disimulando. Fingiendo que aún es verano. El rey desnudo paseando por palacio.

No se crean que estoy solo: somos tantos que apenas cabemos en el calendario. Ninguno entiende qué pintamos aquí, tan apretujados. Quizá sea una broma del de arriba o un castigo por intentar disfrazar septiembre de julio o de agosto. Mientras tanto, seguimos soplando detrás de la oreja, rompiendo las pulseras del todo incluido, escondiendo una de las chanclas, extraviando los pasaportes. No nos juzguen. Es lo único que nos queda para espantar este colosal aburrimiento. Y, quién sabe, el septiembre próximo, con un poco de suerte, quizá pueda unirse a nosotros.

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5

DOS MARES

Nacho Hevia

Lo nuestro ya no puede ser. ¿No lo ves? ¿No respondes? No me sueltas. Abre la mano que no me soltaré. ¿La sientes? Ya me he ido, sin abandonarte, amándote, pero no podía mantener más este pulso con la vida, que ya no me quería, y me he retirado cruzando, no uno, sino dos mares, obligado a mirar para adelante.

No podré besarte, acariciarte, hacerte cosquillas, de rabiar, la cena, el amor, cuidarte. No podrás besarme, acariciarme, hacerme cosquillas, de rabiar, la cena, el amor, cuidarme. No podremos decirnos “cariño” antes de acostarnos si no es con los ojos cerrados. En ti será un susurro por las venas recorriendo tu carne hasta despertarte.

Agosto en una cama, aunque mejor que en una camilla. Sonríe. Ya lo sé, no era el mejor de los finales para nuestra historia. No se parece en nada al que habíamos imaginado de todos los que nos narramos salvo en un detalle, el más importante, estar juntos. Gracias por contarme cada noche hasta dormirme una a una todas las baldosas amarillas que nos llevaron hasta este instante. Me has transportado a Kansas haciendo que me olvide de las pastillas, de la fiebre, de las náuseas, de los pañales, de la bomba de sedación que paralizó mis músculos, mis órganos y la forma, que tanto te gustaba, de mirarte.

Disculpa por haberme llevado las fotos de la playa, las cartas que mandabas antes de mudarte y un par de imanes. Nada de eso te acuerdas de dónde lo dejaste y a donde voy necesito algo a lo que poder agarrarme. En el cajón del mueble de la entrada encontrarás las llaves. En el sumidero del baño, los pocos pelos que aguantaron al desastre. La ropa de invierno, en el maletero del armario. La de verano se la ha llevado mi madre. El intento de poema con tu nombre está entre las páginas de un libro que algún día te sorprenderá cuando revises los títulos que me regalaste. Seguirán apareciendo cosas que creíamos perdidas. La cinta regrabable, la entrada del cine de aquella película tan horrible, un abono transporte caducado con mi cara impresa, el cuaderno del trabajo en el que nada de lo que apuntaba ya es importante. Y yo también seguiré apareciendo. No será mi intención, pero me verás en la cara de un peatón, en la risa de alguien al fondo de un vagón, cuando alguien se dirija a otro y se llame como yo. Y cada vez que una noticia augure una nueva solución a la enfermedad que me mató y desees que la hubiesen dado antes de este agosto, o moverme yo al septiembre en el que estás.

No fantasees, por favor, con los proyectos que íbamos a llevar a cabo, son futuros de un mundo que ya no habitaremos. Otros los ocuparán, acepta que ya no seremos nosotros. Realiza los tuyos, aún no es tarde. Podrás llegar a todo porque, y desde aquí lo veo, nada es tan grande.

No voy a volver. Lo sabes. Ahora que me he ido, con deseo de quedarme, deja que me marche. Haz tu vida mientras vivas, como hice con la mía, impulsándonos juntos, antes de que enfermase. En tu hemisferio será otoño, sin embargo, en el mío no habrá estaciones y el tiempo es un concepto que, aunque quiera, no puedo contarte.

Se ha presentado septiembre sin mí. Tienes septiembre, tras agosto, con toda tu vida por delante.

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6

TRES EN RAYA

José Ramón Pardo Congel

Mis padres adelantaban el regreso a casa unos días antes del comienzo del colegio. Mi hermana y yo no entendíamos tanta prisa y protestábamos. Si papá resistía de “rodríguez” todo un mes de julio, por qué no podía irse y dejarnos unos días más en el pueblo con mamá. Nos decían que había que organizar cosas. ¿Cosas, qué cosas? Sonaba a la típica respuesta que los mayores daban cuándo sabían que se les podía enredar. Por tanto, nos limitábamos a porfiar. Si ellos nos encrespaban con su misterio, nosotros con el pataleo. Como todo lo que conduce a la nada, la escenita se convirtió durante todos los finales de verano en un mero ritual cuya finalidad era reproducirse en sí mismo. Al hacernos más mayores continuamos repitiéndolo, lo que exasperaba mucho más a mis padres que ya no sabían si íbamos en serio o solo por fastidiar. No es necesario que lo aclare.

Comencé a llamar a ese pequeño periodo de tiempo (una semana o poco más) que mediaba entre el término de agosto y el inicio de las clases como “los días tontos”. Era lo que mejor designaba esa invasión retrospectiva de la añoranza que se fundía con el acecho de la incertidumbre. Lucía, que así se llamaba mi hermana, dos años más pequeña que yo, celebró la ocurrencia y la incorporamos a nuestro pequeño diccionario de palabras incomprendidas. Ella me adoraba y su veneración me obligaba a estar a la altura. En todo momento me las ingeniaba para comportarme como un sorprendente dios creativo.

En esos días bobos luchábamos contra el aburrimiento que habíamos olvidado en el pueblo, con su edén de bicicletas, libertad y porrazos. Sin decirlo con palabras nos avergonzaba reconocer que quizá la escuela remediaría el hastío. Nos ayudaban a sobrevivir los tebeos. Pasábamos tardes enteras en la salita con la lectura de las historietas de nuestra inmensa pila de revistas. Lucía adoraba encontrar nuevos detalles secundarios de Ibáñez en las viñetas. Por ejemplo, el pequeño caracol que fumaba un pitillo mientras el súper perseguía a Mortadelo y Filemón con una bazuca. Cuando hallaba algo así, me tocaba en el antebrazo y movía el dedo índice de arriba debajo de un modo frenético, señalando el tesoro.

– ¡Alfon, mira, mira mira, ja ja ja!

Tenía los ojos de un color verde oscuro y emanaban cierta tristeza profética. Cuando se excitaba así, clareaban al esplendor esmeralda. Además, arqueaba las cejas y ponía los labios en forma de “o”. Estaba graciosa y radiante pero a mí me exasperaban sus continuos entusiasmos, que interrumpían mi concentración.

– Déjame en paz, pesada.

Un pequeño dios también necesita a veces parecer huraño.

Un día, poco antes de cenar, me asomé a la ventana de la salita. Me parecía que la oscuridad había llegado demasiado pronto. Caí entonces en la cuenta de que una de las lúgubres señales del otoño es que anticipa las noches a traición. Aparté la cortina con las manos y contemplé el edificio de enfrente, cuya pared correspondía al lateral de la construcción. Se trataba de tres alturas de tres ventanales cada una. Se encontraban encendidas la última habitación del tercer piso por la derecha, la del centro del segundo piso y la primera del primer piso por la izquierda.

– ¡Lucía, ven, corre!

Nada resiste el reclamo de un dios imperioso. Soltó el tebeo y se acercó.

– ¿Qué pasa?

– ¡Tres en raya!- le dije, señalándole el exterior.

– ¡Es verdad, ja ja ja!

De repente se apagó una de las luces. Ooooh.

– Esperemos un poco a ver si vuelve a salir- le sugerí.

– Vale.

Se encendió de nuevo otra luz pero no pudimos cantar raya. ¡Casi! Transcurrieron unos minutos. Miré de reojo a Lucía. Otra vez su resplandor. Tenía la cara levemente ladeada y la boca abierta con ingenua desmesura. Ella “era” ese gesto. Se sucedieron varias oscilaciones de las luces. ¡Tres en raya, otra vez! Eran las horas del regreso a casa. Con frecuencia, los vecinos entraban para cambiarse en sus habitaciones y luego prendían las estancias de los comedores y las salitas. Eso explicaba los movimientos.
Mamá vino a decirnos que la mesa ya estaba puesta pero antes nos preguntó qué hacíamos. Le dimos todo lujo de detalles: “nada”.
Lucía y yo dormíamos en la misma habitación. Poco antes de dormir nos entretuvimos aquellos días, asomados a nuestra ventana y “jugando” al tres en raya. Contábamos entre risas las veces que coincidían las tres luces en una línea. Nos dimos cuenta de que la combinación que más costaba conseguir era la de la vertical izquierda. Cuando conseguíamos verla, armábamos un buen alboroto. Papá irrumpió un día.

– ¡Chicos, es hora de dormir, qué es este escándalo!

– ¡Nada!

¿Qué otra cosa podíamos decir?

Han pasado varios siglos. Algo no ha ido bien quizás. Mis padres murieron porque les tocaba. Que a Lucía se la llevara por delante un bulto implacable no entraba dentro de los planes. Ahora me muevo por la misma casa (la misma casa, repárese en el detalle) con una silla de ruedas y un tebeo en la mano. O soy un friki pasado de rosca o un chocho de toda la vida. Me sigo asomando a contar los tres en raya pero con la descarada perfidia de un viejo. Conozco a los vecinos de enfrente de tanto mirar. Hay un matrimonio con un cornudo en el primero, una familia de inmigrantes hispanoamericanos en el segundo y unos estudiantes en el tercero. He visto alguna teta y ningún muerto. Resulto un James Stewart de pacotilla.

Sigue costando ver la “raya” vertical izquierda, querida Lucía. ¡Cuando sale, puedo verte de nuevo! Por cierto, los días de septiembre ya no son tontos. Son estúpidos y duran todo el año. En cuanto al otoño, se ha estirado. Tiene cariz de época y rostro de asesino. ¿Y yo? Ahora soy un dios menguado y terco. ¡Te quiero, hermanita, ésa es mi obstinación!

***

7

SEPTIEMBRE NEGRO

Alejandra Laura Gómez

Afuera, o adentro, no lo sé, los murciélagos no paran de chocarse entre sí y con lo que se topan, como si el sistema extravagante que tienen para ver estuviera roto. Eso me distrajo y te perdí de vista.

Estás en la cocina. Te escucho abrir la heladera. Oigo el ruido que hacés mientras sacás dos cervezas. Te siento murmurar no sé qué del desorden que dejo en todos lados. Y todos lados es todos lados. Tus palabras me sonaron de frente porque ya estás acá, frente a mí, con las cervezas y ganas de pelear. Apoyás la bandeja en la mesita con tanta fuerza que se tambalearon las botellas y los maníes iniciaron una fuga casi masiva del bol donde los pusiste.

Cierro los ojos. Te inclinás sobre mí y con dos dedos intentás abrirme los párpados apretados. Te empujo. Tus ansias asesinas nunca dejan de sorprenderme.

Los murciélagos siguen con su danza furiosa. ¿Qué quieren?

Volvés sobre mí con fuerza inusitada y me pregunto si sentís que estás luchando por tu vida. Es así cada día, un círculo siniestro de golpes, defensas, murmullos que ascienden a gritos apretados, casi afónicos, ojos desorbitados y uñas. Las tuyas desgarrando todo alrededor, como mi ojo, ahora la sangre chorrea por mi cara. Pesada. Viscosa.

Esta vez la sangre derramada no te hizo retroceder ni huir. Te alejás de a centímetros. Todo indica que te vas, sin embargo, no. Te lanzás sobre mí y me mordés. El movimiento es tan inesperado que solo atino a llevarme la mano a la oreja a la que ahora le falta el lóbulo.

Enloquecés. Echás espuma por la boca, la comisura torcida; todo tu cuerpo semeja un árbol seco, tortuoso, despojado de vitalidad, un conjunto marchito de tendones y carne.

Me sostengo la oreja mientras intento huir. Salgo a la calle, convertida en un concierto de bocinas y gritos. Incluso el cielo está infectado del estruendo de helicópteros que lanzan luces y llamas. Vomito mis propias vísceras. Esto no debería estar pasando. Se suponía que empezaba otra cosa, septiembre siempre trae renacimientos, pero no esto.

A la pasada yo también muerdo a un niño. Frenético, como los murciélagos. Después, solo el naranja caliente del fuego.

***

8

Y EN SEPTIEMBRE LOS FUNERALES

Gonzalo González Ugidos

Han alquilado una casa color mostaza con un pequeño huerto de manzanos, un magnolio de bruñidas hojas verdes y una cacatúa que solo dice “Picu Urriellu” y “Quiérote muncho, ma”.

Ella tiene un marido y un hijo de diecisiete años; él tiene una mujer y una hija de veinte. Se ven desde hace quince años; pero solo en verano, a finales del verano, la segunda quincena de agosto, siempre en Sotres. Una relación fija discontinua que ocultan con falsos pretextos laborales. Uno hace su vida, ¿no?, es ley de vida; es la primera ley de la vida.

─ En Niza los amores y en Cannes los funerales ─dice él.

─ ¿Y eso?

─ Lo dicen en la Costa Azul.

─ Pues vámonos a Niza.

─ Siempre estamos en Niza cuando estamos juntos.

Pero no están en la Costa Azul, sino en los Picos de Europa.

Cuando se conocieron eran estoicamente infelices, sin quejas ni reproches. Querían mucho a sus cónyuges, lo cual era mucho menos que quererlos. Eso aparte, sus matrimonios eran llevaderos, sin sentimientos profundos o elevados, pero tampoco trágicos. Como la vida misma. Solo a veces ella sentía una frialdad ártica, pero se resignaba a la lastimosa falta de ebriedad de su vida conyugal. De vez en cuando, miraba al verdadero amor; pero como un perro mira a la luna. Rara vez fantaseaba con cambiar de vida del mismo modo que la oruga, de repente un día, se inviste de alas coloreadas. Aunque se le escapaba alguna lágrima sin saber muy bien por qué, como un grifo que no cierra bien.

De vez en cuando, siempre en otoño, los fines de semana, él iba a Rascafría para ocultar el gran secreto de su melancolía mientras buscaba setas entre los pinos. Se sentía atado y convencido de que nada iba a romper el nudo. A veces pensaba en otra vida, pero solo como el marinero piensa en la mar. Conocía el amor y no lo temía. La arruga que tenía en la frente se hacía más profunda cada día. Salvo en agosto, que apenas se le notaba.

Ya es agosto. Un día luminoso en Poncebos. Están en paz con el cielo y consigo mismos y se animan a subir hasta Vega Urriellu. Llevan en la mochila provisiones de pan, queso y manzanas. Los picos son altivos, los muflones valientes y ellos parecen felices. No temen a la vida ni a la muerte, están hechizados por el encanto del momento, por la fascinación de la luz y de la piedra, por la conciencia de vivir en agosto. Lo más raro que hay en el mundo es una pareja que, aunque solo dos semanas al año, llevan juntos quince años y aún están en pleno enamoramiento. Si los eligieran como modelos para erigir un monumento al amor no se sorprenderían. De hecho, están juntos sin remordimiento, sin esos balanceos del alma entre el júbilo y la culpa, sin esos vaivenes penosos. Con la divina despreocupación de que exista septiembre y llegue pronto. Se ve que los amores prohibidos son como los de los marineros: los únicos intensos, exclusivos y constantes.

Se levanta una niebla espesa, se apartan de la senda, se extravían, siguen subiendo y cuando la niebla se desvanece ven oscuros nubarrones a lo lejos. El viento es muy fuerte y una bandada de pájaros busca refugio. Estar juntos los vuelve temerarios. Es ella la que lo anima a seguir, suele hacerse la valiente cuando tiene miedo y ahora lo tiene; pero no de la tormenta, sino de sí misma, lleva dentro ese miedo como las nubes llevan dentro la amenaza. Lo coge de la mano y le dice: “Venga, ánimo, estamos muy cerca del refugio”. El barco en la tormenta no pierde la cara a las olas, navega de ceñida para avanzar contra el viento. Y eso es lo que ella propone a pesar de que conoce bien la montaña. En vez de decir que eso no es prudente, él dice que vale, que de acuerdo, que le parece bien. Su amor se lleva bien con la imprudencia.

Los encontraron al día siguiente al fondo del barranco, cogidos de la mano. Inexplicablemente cogidos de la mano.

Los enterraron en septiembre, a él en el cementerio de La Almudena. A ella en el de Derio. Separados, claro, ¿qué otra cosa podían esperar?

***

9

DESPEDIDA

Francisco Javier Rascón Risco

Cierro la puerta, echo la llave y me alejo por el camino de piedra que atraviesa el jardín hasta la verja. Salgo fuera, pongo el candado y levanto la vista. Es la misma imagen que tengo guardada desde hace cincuenta años. Un chalet encalado de blanco, con su cinturón de césped, y su cielo azul. Miro con empeño, como si la fuerza de mis ojos fuera a grabar más detalles en la memoria. Esta casa, envejecida y llena de recuerdos, forma parte de mi historia. Las bicicletas, las cigarras, las sombrillas y la arena en los pies. Primeras noches entre fantasmas, despertando al calor y deshojando margaritas. Los dondiegos, los gritos de los críos y los carritos de camarones. Ahora todo está mezclado y condensado en luces que se encienden sin saber por qué. Quizás, cuando el avión de la vida inicia su descenso, necesitamos repasar qué llevamos en la bodega, a ver si falta algo para cruzar al otro lado con garantías. No lo sé.

Solo pienso, mientras me despido de este lugar, en la paradoja de que detesto el verano. No soporto el salitre, ni las moscas, ni sudar, ni el sol, ni la marabunta buscando mesa para cenar, ni a esas parejas anaranjadas y engominadas hasta el absurdo, ensayando felicidad ante la cámara. Rezo con intensidad que llegue la serenidad de octubre y ponerme calcetines. Soy demasiado viejo para que la memoria de la inocencia calme lo que me incomoda. Ya no es posible. Por eso volver aquí siempre es un tiempo controlado y breve, lo justo para repasar una parte de mí que ya no existe y que no regresará.

Me siento al volante y enciendo el aire acondicionado. Ya está. Lo dejaremos aquí por este año. Echaré de menos el mar, eso sí. Siempre fuerte, duro, imbatible. Un confesor eterno que seguirá cuando todos nos vayamos. ¿Y si vuelvo en invierno a continuar la conversación? ¿Será lo mismo?

De momento me voy. Me espera mi vida, con este tiempo tan escurridizo y frágil, así que mejor no jugar a la ruleta rusa con las horas que me quedan. Y no conviene dejar destapado el bote de los buenos recuerdos, no sea que el aire de los años los oxide.

***

10

EL FIJADOR

Jorge Juan Codina Ripoll

El rojo es el color de las confidencias. Y el de las vísperas. Esta noche las tiñe a todas ellas con su tono de luz más denso. Mientras arriba, en la casa, el resto de la familia contiene la respiración para no tragarse el polvo de los suelos recién barridos y el de las maletas ya cerradas, mi padre y yo descendemos al sótano, a oficiar el funeral del estío. A través de la rejilla de ventilación, ya entra el aroma del rocío sobre el césped y se mezcla con los químicos: el perfume áspero de la memoria.
—Es el último —dice. Se refiere al carrete de fotos, pero sus hombros caídos me confirman que habla de todo lo demás.
En la penumbra escarlata, mueve las manos con la fe ciega del experto que conoce el protocolo. Son manos toscas, de hombre del campo, pero que se tornan delicadas al desenrollar el negativo. La película fina se resiste un instante antes de soltarse del soporte. En esa tira de celuloide se quedó atrapada la luz del día de San Juan: el último sol de los primeros días del verano, justo antes de que una sombra se llevara a la abuela para siempre. Observo esos dedos, los mismos que mañana se entrelazarán a mi espalda y me darán un abrazo torpe en el andén de la estación. Ahora, sin embargo, son los de un experto prestidigitador, un alquimista secular preparando con paciencia el crisol que convoca a los fantasmas, para darme un trozo de papel fotográfico que llevarme a la capital. Un amuleto contra el olvido.

El carrete gira en espiral dentro del tanque de revelado entre chasquidos: clac-clac, como huesos que se acomodaran en la tumba. Mi padre vierte el primer líquido. El revelador. El cuarto se impregna aún más de su olor químico penetrante que araña la garganta.
—Ciento ochenta —dice.
Ciento ochenta segundos de negrura y espera. Me apoyo en la pared de ladrillo visto y siento su frescor a través de la tela de la camisa. Ciento ochenta latidos para que nazca lo invisible. Pienso en ella. No quiero pensar, pero la memoria es un animal terco. La veo con su vestido de flores, oliendo a humo y aceite de la churrería, tirándome de la mano hacia la hoguera. Reía a carcajadas por encima de la música de la verbena. Una risa tan grande que parecía que se le iban a descoyuntar las mandíbulas.

Mi padre agita el tanque con un vaivén rítmico de pasodoble: «¡Francisco Alegre, y olé! ¡Francisco Alegre, y olá!». El líquido chapotea dentro. Suena a mar encerrado en una botella sin mensaje. Agota el tiempo y vierte el baño de paro. Después, el fijador.
—Ahora —dice, solemne. Es el momento que siempre hemos esperado y, también, temido. Ya no hay oscuridad que proteja la película. La abre con cuidado. Saca la hebra larga de negativos, empapada y brillante como una anguila recién pescada. La sostiene a contraluz. Vemos siluetas en miniatura, invertidas, pálidas y esqueléticas. Busca un fotograma en el extremo.
—Este.
Enciende la ampliadora. El haz de luz atraviesa la lente y proyecta la imagen borrosa sobre el papel virgen. Mi padre ajusta el enfoque.

Con unas pinzas de madera, sumerge la copia en la primera cubeta. En la quietud del sótano, solo escuchamos un leve murmullo al mecerlo. Y entonces ocurre la magia. De la nada líquida, surge. Primero una mancha gris, luego un rostro que se va oscureciendo: los ojos, la nariz chata, la boca abierta en esa risa que aún me retumba a menudo por dentro… El vestido estampado se dibuja con claridad. Es ella. Viva. Con el pelo revuelto y los ojos arrugados por la alegría. Pero está borrosa, movida, captada en mitad de una revolera como si intentase escapar del propio momento, o como si la vida misma se negara a posar para una foto.
Mi padre la pasa a la siguiente cubeta, y a la siguiente, sin prisas. Él domina la liturgia: los milagros requieren tiempo.
El olor a vinagre del fijador sella la imagen, impidiendo que la luz la borre. Que se vele para siempre.
—Hay que lavarla bien para que el recuerdo no amarillee —afirma.
La deja sumergida en agua fría. Nos quedamos mirando el pequeño rectángulo de papel donde ella ríe bajo el oleaje de laboratorio, ajena a todo, atrapada en una carcajada de tres meses atrás que ya pertenece a la eternidad. Él no la mira con tristeza, sino con un respeto reverencial, como si estuviera ante una reliquia.
La cuelga con una pinza de una cuerda, junto a otras fotografías. Gotea pequeñas lágrimas transparentes que se evaporan al caer sobre el cemento.

Recogemos. Los frascos vuelven a su sitio, las cubetas se vacían. Cuando subimos la escalera, él camina delante de mí por el pasillo y yo me refugio tras su silueta: la luz amarilla del techo me duele en los ojos irritados. Es una luz artificial y pobre, una luz que no sabe guardar secretos. Tal vez, por eso me hiere.

En el andén, al día siguiente, cuando me da ese abrazo torpe que yo había adivinado, no dice nada. Aprieta. Y pegada a su camisa, no percibo la esencia de su colonia de siempre, ni del jabón de ducha. Solo el rastro casi imperceptible, ácido y terco del fijador que me acompaña en mi primer día de universidad.

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Nuria
Nuria
2 meses hace

Y como siempre. Siempre seleccionan lo mismo y a los mismos. Siempre la misma gente

Marga de Cala
2 meses hace

Yo era una de los 1.283 concursantes, pero visto lo visto (me he dado el gusto de leer a los diez finalistas), no tenía ninguna posibilidad, a pesar de mi satisfacción por lo escrito. Enhorabuena a todos ellos, y gracias a Zenda por la oportunidad. Continuamos.

Jesús Francisco
Jesús Francisco
2 meses hace

El relato de Jorge Juan Codina Ripoll es el más completo. Cada vez que saca un relato es preciosismo el uso de los detalles. Pero es más cierto que es política del jurado no dar el primer premio a un autor que lo haya conseguido antes, por lo que estoy convencido de que no se lo darán. Lo mismo ha pasado con poetas consagradas, como Laura Rodríguez o Aitana Monzón, que se lo merecían, pero por el hecho de tener un nombre propio en la literatura en español, pues no sé lo dieron.

Natalia
Natalia
2 meses hace
Responder a  Jesús Francisco

Debería ser anónimo…

Jesús Francisco
Jesús Francisco
2 meses hace
Responder a  Natalia

Cómo los Planeta. Vaya, tienen nombre de grupo musical.

Joseantonio
Joseantonio
2 meses hace
Responder a  Natalia

Así es. Existen formas de sobra para que cualquier relato tuvisese opción, si no a ganar -el gordo-, sí al menos a verse recompensado con ser finalista -premios mayores- o semifinalista -pedrea-, y ver su trabajo publicado en estas páginas de Zenda para lo cual se requeriría ser leidos sin conocer su autoría previamente. No deja de ser una opinión pero me abstengo de participar, y mira que me encantaría, pero no así, de ilusión también se vive.
Enhorabuena a los finalistas (y a mi relato favorito para el premio mayor).

Joseantonio
Joseantonio
2 meses hace
Responder a  Natalia

No pienso participar mientras no sea así. Enhorabuena a los ganadores

Carmelina
Carmelina
2 meses hace
Responder a  Jesús Francisco

Pues no te has equivocado.

Alfonso
Alfonso
2 meses hace

Septiembre de mediocridad en cada elección que hacéis.

basurillas
basurillas
2 meses hace

Diez maravillosos relatos. Todos merecidos menos uno (una “doxa”) el de los murciélagos, que no entiendo; que no me encaja en el conjunto. De todos ellos extraigo la sensación de melancolía, de pérdida, de un adiós al estío que nunca adivinaremos que pueda ser el postrero y definitivo. Ese tras el cual sólo encontraremos el frío perpetuo.
Yo, por si acaso, me dí el ultimo baño de mar en Punta Umbría, en este verano. Tal vez el último.

Mónica
Mónica
2 meses hace

Felicitaciones a los finalistas. Buen trabajo y a continuar!!!

Luisma
Luisma
2 meses hace

Ninguna felicitación para los finalistas. Siempre igual!