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Contando historias

Contando historias

La señora Pepita responde puntual a su cita telefónica y me pide que la espere unos minutos mientras deja el andador y se acomoda en la silla. Es la hora del cuento por teléfono, uno de los momentos más importantes de su día a día, y ello requiere su preparación y ritual. Llevo semanas narrándole historias de ratoncitos, sus protagonistas favoritos. “Sé que hay otros animales, pero es que a mi me gustan los ratoncitos” —me dice la anciana—, y no seré yo quien discuta eso. Le agrada que le cuente detalles de las escenas, le reconforta que entone bien y que las historietas tengan un mensaje, aun desde la simplicidad.

Érase una vez una ratita gris que se encaprichó con una avellana y se olvidó del mundo…

Mientras comienzo la lectura, escucho leves sonidos de aprobación y expectación. A veces, una risa espontánea. La señora Pepita también se olvida del mundo, como yo mientras leo. No hay pandemias, ni guerras, ni incendios en los bosques. No hay pasado, no hay ausencias. Tan solo hay un espacio lleno de color, de ternura, en el que el círculo hace su giro a la inversa, retrocediendo al tiempo de la infancia en el que solo importa un diminuto animal —un inofensivo ratoncito— que se empeña en perseguir su avellana hasta caer en la trampa de un despiadado duende que la secuestra. Los dibujos son en tonos pastel, tenues, a mano, del estilo de los cuentos de Beatrix Potter. La señora Pepita, al otro lado del teléfono, no puede verlos, pero, sin duda, se multiplican en su imaginación. Sencillamente, puede percibir esos grabados mejor que yo.

Y entonces ella le robó la llave de la cueva y pudo escapar con su avellana, y ¿adivináis qué había dentro? Un bonito collar de perlas…

"La forma de observar el mundo a través de los libros es, sin duda, muy parecida entre mayores y niños, y lo verdaderamente trascendente se pierde, a menudo, en mitad del camino"

“¡Oh, que bonito!” Siempre le gusta comentar un poco lo que acabamos de leer, y recrearse en las escenas. Ella saca sus propias conclusiones. El entusiasmo de la ratita gris, su empeño en perseguir su sueño, la astucia para escapar de las argucias del antagonista. “¿Podrías leerme otro cuento, si tienes tiempo?” —me dice, ilusionada—. Le leo cuatro historietas más, algunas más poéticas, otras más prosaicas. Antes de la pandemia, podíamos hacerlo en persona, en los propios domicilios de aquellos ancianos que no podían desplazarse a la biblioteca, pero las normas sanitarias hay que cumplirlas rigurosamente. Hay que preservar la salud y seguridad de las personas mayores. Ella recuerda todas y cada una de las aventuras leídas. En una ocasión, una de las historias la hizo ponerse algo nostálgica: “Esta ratita también habla con la foto de su marido, como yo” —me respondió apenada—.

La forma de observar el mundo a través de los libros es, sin duda, muy parecida entre mayores y niños, y lo verdaderamente trascendente se pierde, a menudo, en mitad del camino. Esas capas con las que soterramos esencias, corazas para caminar por una existencia llena de duendes y rapaces, si no es que eres uno de ellos, es complejo. A la señora Pepita, a sus noventa y cuatro años, le gusta conectar con quien fue. Y tal vez sea de esas personas que nunca lo olvidó. Otros lectores, como la señora María, cuyo cuerpo protesta, pero su mente está ávida por seguir aprendiendo, prefieren libros de Historia, y se maravillan ante las proezas de los grandes imperios y su decadencia. La semana pasada, releyéndole un episodio de la historia de los almogávares, pensaba yo en cómo se parecía a la célebre escena de la boda roja de George R.R. Martin. En esas páginas las sombras de nuestros predecesores nos recuerdan el lugar que ocupamos en la Historia. “Siempre pasa lo mismo, el ser humano no tiene remedio ¿verdad?” —me comentaba otra de mis entrañables escuchantes—.

Ese rato compartido, incluso a través de un simple hilo telefónico, posee la magia del reencuentro en ese espacio formidable de letras, donde poder ser libre y encarnase en un personaje del bosque encantado, donde los ratones llevan vestidos, donde existen los secretos, y los imperios no son eternos. El margen que regalan los libros no tiene precio: el tiempo, y la libertad.

“Le parecerá una tontería, pero yo soy feliz así” —me dice la señora Pepita tras la lectura—…

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