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Continente indígena, de Pekka Hämäläinen

Continente indígena, de Pekka Hämäläinen

El aclamado historiador Pekka Hämäläinen tiene una visión absolutamente distinta del Descubrimiento y posterior colonización del continente americano. Él no cree en el mito del Mayflower, de los padres fundadores y de la Conquista del Oeste, sino en un mundo de naciones nativas que, lejos de ser víctimas, dominaron el continente durante siglos tras la llegada de los primeros europeos.

En Zenda reproducimos la Introducción de Continente indígena (Desperta Ferro), de Pekka Hämäläinen.

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Introducción

El mito de la América colonial

Acerca de América existe un relato, viejo y muy arraigado, que viene a decir algo así como esto: Colón se topó con un continente extraño y regresó con historias de incalculables riquezas. Los imperios europeos se lanzaron de inmediato sobre ese asombroso Nuevo Mundo, ansiosos por reclamar la mayor extensión posible. Al enfrentarse entre sí, los europeos desencadenaron una expansión colonial que se prolongó alrededor de cuatro siglos, desde la conquista de La Española, en 1492, hasta la masacre de Wounded Knee de 1890. Entre estos dos momentos, las potencias europeas y el naciente imperio estadounidense acumularon almas, esclavos y territorio, al tiempo que desposeyeron y destruyeron cientos de sociedades indígenas. Los indios opusieron resistencia, pero no lograron contener la avalancha. Por más combativos y hábiles que fueran, no pudieron hacer frente a los recién llegados y a su descarnada ambición, a su tecnología superior y a sus letales microbios, que penetraban los cuerpos nativos con aterradora facilidad. Los indios estaban sentenciados; los europeos destinados a conquistar el continente. La historia fue un proceso lineal que avanzó de manera irreversible hacia la destrucción de los indígenas.

Continente indígena narra una historia diferente. Presenta un nuevo relato de la historia de América que pone en entredicho la inevitabilidad de la expansión colonial, así como que el colonialismo definió al continente y las experiencias de quienes lo habitaban. Este libro deja a un lado tales premisas anticuadas y revela un mundo que siguió siendo abrumadoramente indígena hasta bien entrado el siglo XIX. Alega que, en lugar de la «América colonial», deberíamos hablar de una América indígena que se hizo colonial de forma lenta y desigual. Hacia 1776, diversas potencias coloniales europeas reclamaban la posesión de casi todo el continente, pese a que este seguía bajo el control de las potencias y los pueblos indígenas. Los mapas de los libros de texto modernos que representan Norteamérica con bloques de color bien definidos confunden extravagantes reivindicaciones imperiales con el control real del territorio. La historia del abrumador y persistente poder indígena que narraremos en estas páginas sigue permaneciendo en el olvido y aún hoy constituye la mayor omisión de la visión común del pasado americano.

La realidad del continente indígena cayó en el olvido porque los imperios europeos, y en particular Estados Unidos, atribuían el poder al Estado y su burocracia, mientras que las naciones nativas lo asignaban a las relaciones de parentesco. Desde el principio, los recién llegados juzgaron a los indios con arreglo a conceptos europeos. Los historiadores posteriores hicieron lo mismo, pues se centraron en el poder del Estado como la fuerza impulsora de las Américas. El parentesco, sin embargo, podía ser fuente de gran poder y las naciones indígenas poseían sistemas políticos avanzados que les permitían acometer operaciones diplomáticas y bélicas flexibles, pese a que los euroamericanos eran, muchas veces, incapaces de verlo. Una y otra vez, a lo largo de siglos, los indios bloquearon y destruyeron proyectos coloniales y obligaron a los euroamericanos a aceptar los usos, la soberanía y el dominio nativo. Esto es lo que muestran las fuentes históricas cuando separamos la historia de las Américas del relato histórico habitual, que da preferencia a las ambiciones, las perspectivas y las fuentes europeas.

El relato tradicional permanece enquistado en nuestra cultura y nuestra mentalidad. Si consideramos la visión al uso de la Guerra de Nube Roja y de la última resistencia de Custer, según el relato convencional, en una sola década, entre 1866 y 1876, los indios lakota y sus aliados cheyenes y arapahoes derrotaron a Estados Unidos en dos guerras. Primero en la ruta Bozeman, en lo que se conoció como la Guerra de Nube Roja, y luego en la batalla de Little Bighorn, donde aniquilaron al 7.º de Caballería de George Armstrong Custer. La historia estadounidense ha considerado ambas derrotas aberraciones o golpes de suerte. Al fin y al cabo, Estados Unidos era una potencia militar-industrial de alcance continental que se disponía a expandirse más allá de la costa oeste. Los lakotas humillaron al país en un momento clave: justo cuando la nación se despojaba de su identidad fronteriza y se adentraba en la era moderna de lo corporativo, la burocracia y la ciencia. Tales desastres fueron atribuidos a deficiencias del mando y a un enemigo astuto y familiarizado con el territorio.

Por el contrario, vistas desde la perspectiva de los nativos norteamericanos, la Guerra de Nube Roja y la última resistencia de Custer no son anomalías históricas, sino la culminación lógica de una larga historia de poder indígena en el norte de América. Fue algo más esperado que extraordinario. Desde el inicio del colonialismo en Norteamérica, hasta los últimos triunfos militares de los lakotas, un sinnúmero de naciones nativas peleó con fiereza para mantener sus territorios intactos y sus culturas incólumes, así como frustraron las pretensiones imperiales de Francia, España, Gran Bretaña y los Países Bajos y, más tarde, de Estados Unidos. Esta «infinidad de naciones» incluía a iroqueses, catawbas, odawas, osages, wyandots, cheroquis, comanches, cheyenes, apaches y muchos otros. Y, aunque cada nación era y es distinta, un abismo cultural separaba a los recién llegados europeos de todos los habitantes indígenas del continente, el cual generó temor, confusión, ira y violencia. Esta división atizó uno de los conflictos más prolongados de la historia e inspiró siglos de búsqueda de una comprensión y un acomodo mutuo… Una búsqueda que continúa en la actualidad.1

Los grandes escollos para el estudio de los nativos de las Américas son unas amplias generalizaciones, combinadas con una limitada especificidad. Durante largo tiempo, los historiadores vieron a los indios como un monolito humano cortado de un único –y primordial– patrón cultural, una raza definida por una historia trágica de desposesión y por su épica pugna por la supervivencia. Esta tradición está presente en numerosos libros de historia popular que narran la historia de los nativos estadounidenses en forma de obra moralizante, que, a menudo, suele centrarse más en Estados Unidos y en su carácter que en los propios indios. En tales relatos de la América nativa, los indios suelen presentarse como figuras unidimensionales y su complejidad y diferencias se suprimen para dar interés al relato. Son reducidos a la condición de meras comparsas de la violenta transformación de Estados Unidos en potencia global: la resistencia y el sufrimiento de los indígenas realzan el drama y permiten a las personas del tiempo presente hacerse una idea de lo mucho que se perdió y a qué precio.

Al otro lado del espectro tenemos una venerable tradición de historias tribales, cada una de ellas centrada en una única nación nativa. Estas nos proporcionan una visión exhaustiva de sus tradiciones, estructuras políticas, cultura material y experiencias históricas. Este estudio académico, necesario y a menudo excelente, ha devuelto a la vida a centenares de pueblos indígenas olvidados; unos actores históricos fuertes, creativos y resistentes que llenan de texturas humanas un continente en penumbra. El inconveniente de este enfoque es el particularismo. Cada nación se ve como algo único, insertada en su propio micromundo. Si se multiplica esto por quinientos, el problema salta a la vista. Examinar la América indígena de este modo es como mirar una pintura puntillista desde escasos centímetros de distancia. Nos desborda, pierde coherencia; es imposible distinguir las pautas generales.

Con todo, basta este ligero ajuste de perspectiva para que surja una nueva y más nítida imagen de Norteamérica. Continente indígena sigue una vía intermedia entre lo general y lo concreto y descubre la larga lista de mundos nativos americanos que surgieron y cayeron en todo el continente entre principios del siglo XVI y las postrimerías del XIX. En numerosos dominios, indios y colonos compitieron por tierras, recursos, poder y supremacía, una pugna en la que muchas veces estaba en juego la supervivencia. Cada territorio tenía un carácter propio, reflejo de la abrumadora diversidad física del continente: los riesgos y dinámicas de la guerra, la diplomacia y el sentimiento de pertenencia se desempeñaban de modos diferentes en las costas, a lo largo de los valles fluviales, en los bosques y en las praderas y montañas.

Por encima de todo, este libro es una historia de los pueblos indígenas, pero también es una historia del colonialismo. La historia de Norteamérica que nos muestra es la de un lugar y una era conformados, en lo fundamental, por la guerra. La pugna por el continente fue, básicamente, una contienda de cuatro siglos de duración en la que casi todas las naciones nativas combatieron la invasión de las potencias coloniales, a veces en alianza, otras veces solas. Pese a lo mucho que se ha escrito acerca de las guerras indias del norte de América, este libro presenta una visión indígena de dicho conflicto. Para las naciones nativas, la guerra era muchas veces el último recurso. En numerosas ocasiones, puede que en la mayoría, los indios trataron de insertar a los europeos en su sistema y darles una utilidad. No se comportaban como mendicantes. En realidad, los pedigüeños eran los europeos: su vida, movimientos y ambiciones estuvieron determinadas por las naciones nativas, que acogieron a los recién llegados en sus asentamientos y redes de parentesco en busca de comercio y aliados. Los indios, tanto hombres como mujeres, eran diplomáticos sofisticados, astutos comerciantes y líderes fuertes. Los arrogantes europeos, aunque consideraban que los indios eran débiles y que estaban sin civilizar, se veían obligados a aceptar condiciones humillantes. Una inversión de los clichés comunes en torno al dominio blanco y la desposesión india que han sobrevivido hasta el presente.

Cuando había guerra, los indios ganaban con la misma frecuencia que perdían. Las viejas ideas, desacreditadas y ridículas de indios «salvajes» o «nobles salvajes», sugieren cierto grado de brutalidad en la batalla. Sin embargo, los colonos fueron los responsables de la mayoría de atrocidades. Numerosos colonizadores, en particular británicos, españoles y estadounidenses, llevaron a cabo limpieza étnica, genocidio y otros crímenes, si bien algunos adoptaron planteamientos más mesurados con los pueblos nativos. Hubo colonos que despreciaban a los indios y querían erradicarlos, pero también hubo regímenes coloniales que trataron de integrarlos. Hubo muchos tipos de colonialismo –de asentamiento, imperial, misionero, extractivo, comercial y legal– que van surgiendo y sumándose según avanza la historia. Es de vital importancia trazar la evolución del colonialismo: solo es posible una plena comprensión de la profundidad y alcance del poder indígena si se compara con el inmenso desafío colonial procedente de Europa. He tratado de presentar todo el potencial del colonialismo para destruir vidas, naciones y civilizaciones. Es en el contraste con esta violencia horrenda donde se revela el poder indígena. El colonialismo de ultramar fue una empresa inmensa que requirió valor y compromiso. Los invasores europeos eran implacables por su arraigada ideología racista y porque se jugaban mucho. Para la mayoría no había vuelta atrás.

(…)

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Autor: Pekka Hämäläinen. Título: Continente indígena. La implacable pugna por Norteamérica. Editorial: Desperta Ferro. Venta: Todos tus libros.

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